lunes, 27 de julio de 2009

BODAS REALES (1951), de Stanley Donen

A veces el amor, al que agarramos con fuerza para bailar con él en una interminable melodía de gozo que se eleva por encima de las torpezas, hace que nos subamos por las paredes y los techos para expresar y dejar salir un júbilo que pide a gritos hablar con las piernas y con los brazos. Todo es cuestión de poner pasión en lo que se hace porque así, casi sin que nos demos cuenta, podemos convertir a una percha en la más grácil pareja que pudiéramos coger en nuestros brazos. El entusiasmo es lo que hace que los pies tamborileen contra el suelo y que dejemos nuestro sombrero en Haití porque corrimos detrás de quien llama con ritmo y fuerza a las puertas de tu corazón. El amor es pura elegancia a la hora de hacer que el cuerpo se exprese al compás de una música que nunca podrá salir de nuestra memoria y envidiaremos al Mercurio coreografiado que siempre nos trajo un mensaje de claqué en el imposible movimiento dentro del espacio que queremos rellenar con un baile que puso alas en nuestra alma enamorada.
Stanley Donen dirigió Bodas reales con su habitual estilo que le hizo evolucionar desde el cine musical a tocar todo tipo de géneros. Último de los grandes cineastas vivos, cuando no se dejaba arrastrar por estéticas que pronto quedaban anticuadas, destacaba porque parecía que era capaz, con sus movimientos precisos y su planificación guarecida en el perfecto equilibrio, de vestir a la cámara de etiqueta con media sonrisa haciendo juego con el borde un buen vaso de clase. Y en esta ocasión consigue que no haya ni un solo punto débil en toda la película, perdón, en toda una obra maestra del arte musical.
Por otro lado, Fred Astaire, en sus desafíos continuos al aire, consigue que parezca posible que cualquier mortal haga lo que él hace. En esta película, ejemplo de distinción musical y coreográfica con ramalazos de virtuosismo cinematográfico, bailar se convierte en una nueva forma de diálogo, en una conversación apasionante que deja su mensaje a la espera de que nosotros, torpes bailarines de una vida sin melodía, sepamos descifrar todo lo que nos quiere decir.
Calcémonos los zapatos de baile, que el ritmo de una música irrepetible entre por nuestras carnes y si están solos…háganme caso…alarguen la mano a su pareja y sáquenla a bailar en un momento de intimidad entre ustedes y el cine. Nadie les va a ver y puede ser un instante en el que pueden llegar a sentirse reyes…

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Lástima que car esté de vacaciones, lo que iba a disfrutar hablando sobre esta peli. Espero que lo lea al regreso porque le va a encantar. Maravillosa película, como todas las de Fred Astaire que como tú dices, hace que parezca facil bailar como él baila. Hace que nos creamos que eso lo podemos hacer cualquiera. Me encanta el color intenso de esta película, o así al menos la recuerdo, en la que como tú dices el lenguaje es el baile. Qué bonito.

Gema

César Bardés dijo...

Bueno, como seguramente volverá mientras esté yo fuera pues tendrá tiempo siempre que tenga ganas.
Cierto es que Fred Astaire...bueno, ahí están mis padres que pueden decir que desde que vi "Sombrero de copa" hasta que terminé viendo "Cabaret" (la historia del musical en 37 años), cada vez que veía una película musical mi gran sueño era convertirme en bailarín. Obviamente, las facultades no eran buenas y mi altura, escasa. Por eso, quizá, no sé hablar bien el lenguaje del baile aunque lo comprendo a la perfección.