lunes, 13 de julio de 2009

CIUDADANO KANE (1940), de Orson Welles

Escribir sobre algo tan manido como Ciudadano Kane puede llegar a ser tan obvio como provocar una guerra para aumentar la tirada de un periódico. Y algo que es de una responsabilidad tremenda para alguien que escribe sobre cine. Pero esta historia sobre un hombre que viajó a través de la vida para acabar en el sumidero de la corrupción hace paradas imprescindibles en la traición de una amistad y en el presentimiento de que dentro de algo tan grande sólo hay un estremecedor vacío. Nos hace visitar las motivaciones de alguien que quiso preservar una ética a través de un decálogo de intenciones y lo primero que hizo fue destrozarlo con la moral que no poseía. Tal vez, durante la travesía, se olvidó de que un día fue niño y de que su ilusión quedó enterrada en la nieve por culpa de una mina de oro. Y el amor...bah...el amor fue algo prohibido desde ese momento en los rincones de su corazón horadado poco a poco por los gusanos de la podredumbre. De su corazón sólo extrajo los titulares que imprimía en negrita. La crítica de su vida sólo puede ser contada por quien no vivió en ella, a partir de retazos que nunca podrán completar el rompecabezas de quien nunca se dejó cegar por el poder y el dinero. Y aún así...aún así...yo creo que Charles Foster Kane tiene la certeza durante todo el tiempo que le ha tocado vivir de que el precio de todo ello será la soledad más absoluta, el reflejo infinito de sí mismo en un espejo frente a otro, la nada en el declive, el declive en todo. El rechazo de la amistad es sólo ese peldaño insalvable que hace que no podamos subir más alto, ni siquiera para quien es objeto de todas tus atenciones...pero no de tu amor. Porque tu amor no existe, no está. Está enterrado en una nieve que encierra el nombre de un enigma. Está oculto en el cariño de una madre que, por amor, asesinó tu infancia y te obligó a ser hombre. Está en tu historia de descenso a los infiernos sin necesidad de morir. El expresionismo en una existencia en la que brilla el mármol, el lujo, el capricho, el altar y el sarcófago... La idea del triunfo no siempre es la mejor. Y tener no es lo mismo que poseer.
El cine en dos palabras, ese fue el enorme tren eléctrico que nos regaló Orson Welles en la que, para muchos, es la mejor película de la historia del cine. Una película que nos habla del poder y de la corrupción, que está realizada con unas innovaciones fundamentales para todo el cine que se realizo después, que está escrita con una estructura fascinante y resuelta en las profundidades de un alma que, después de todo, no nos hubiera gustado conocer. Desde entonces, desde que Welles (con la inestimable colaboración de uno de los mejores directores de fotografía de todos los tiempos, Gregg Toland) nos regaló todas estas imágenes que, por sí solas, se han convertido en auténticas lecciones de arte, delante de nuestros ojos permanecen para siempre las viñetas indescriptibles de una pesadilla que nunca termina...se llama vida...

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