viernes, 24 de julio de 2009

LA CASA EN SOMBRAS (1952), de Nicholas Ray

Un hombre solitario y violento ha olvidado ya cuál es el límite de la ley. Su obsesión por atrapar a los criminales es una taza vacía que se empeña en llenar porque no hay más que un simple pasar de horas alrededor de su vida. Su retrato es el de un tipo entregado en cuerpo y alma al trabajo y su placa de policía es sólo un escudo en el que parapeta su amargura convertida en golpe. Una investigación le lleva hasta un lugar solitario, muy cerca del cielo y allí, donde la nieve inunda de blanco el gris de su mirada, una ciega le abre los ojos y le hace ver que él, a pesar de las arrugas de la crispación también tiene su lado humano.
Al otro lado de su mirada, la invidente, la testigo involuntaria que se mueve con una impresionante coherencia y verosimilitud por los rincones de una casa en sombras, donde una rama de acebo es la señal de por dónde pasa, donde los ojos no son necesarios porque la penumbra es la comodidad. Y ella ve mientras el policía es incapaz de ver. Ella siente mientras el policía es incapaz de sentir. Ella vive mientras el policía es incapaz de vivir. En el abrupto paisaje, un fugitivo corre por no ser alcanzado. En la arisca cuesta arriba de las montañas, un policía corre para intentar encontrar algo que le haga salir adelante. En la penumbra de la refulgente nieve, una mujer es la razón, la dulce razón, la única razón.
Nicholas Ray, ese director tan incomprendido como genial, realizó aquí una magnífica película que, aunque no deja de encuadrarse dentro de la más pura serie B, es una flagrante prueba de un talento que hizo girar lo que empieza como una muestra de cine negro hacia el drama personal de un hombre que hace mucho que perdió su rumbo porque el ruido de los disparos desorientó su caminar. Así, Ray consigue unas escenas intimistas conmovedoras, de una precisión sentimental que llega a ser una sensación en nuestros ojos, que sí ven, que sí comprenden el tortuoso sendero por el que discurre la vida de hombre de ley que, poco a poco, se va convirtiendo en un patán de la delincuencia.
No cabe duda de que gran parte del mérito de esta película reside en la protagonista, Ida Lupino, que compone de manera impecable el personaje de la chica ciega pero que también parece ser que tomó las riendas de la dirección al caer Nick Ray enfermo durante el rodaje. Ella no era ninguna novata como realizadora y tenía una idea bastante exacta de lo que quería el director así que, mirando por el objetivo de la cámara, cegó a su personaje con el iris de la dulzura escondida, de esa ternura que huye por miedo a la misma compasión pero que está ahí, en esos ojos que no miran, que no ven, pero que saben hablar. Es el momento de sumergirnos en esa casa en sombras que es un agujero de oscuridad acogedora en medio de la blanca nieve del odio.

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