La avaricia por el amor a una tierra sólo puede engendrar el nacimiento descontrolado del deseo. Y es entonces cuando un hijo que no puede ver lo que siente un padre se rebela contra lo que cree que es injusto, contra lo que sabe que no es más que soberbia, contra la pérfida condición de la fortuna amasada. Más allá de todo eso, sólo queda la destrucción, el conflicto que arrasa todo lo que queda de humano en un corazón envilecido y en otro enamorado. El amor, sentimiento que nos arrastra siempre hacia la perdición más dolorosa, tendrá que ser probado por una mujer llena de coraje y entonces aparecerá la tragedia, hermana del amor, para decirnos una vez más que esto es vida y no es cine.
Basada en una obra de teatro del gran Eugene O´Neill, notablemente alterada, hay que destacar en Deseo bajo los olmos el admirable trabajo del trío protagonista encarnado por Sophia Loren, Burl Ives y Anthony Perkins, un hombre que, años más tarde, confesó tener verdaderos problemas para las escenas de amor con las mujeres debido a su homosexualidad y que, sin embargo, supo sobreponerse admirablemente en esta ocasión dando tanta entidad como credibilidad a su atormentado personaje y conformando una pareja con Sophia Loren que hace que busquemos entre el blanco y negro sus rostros de pasión y entrega. Al fin y al cabo, a poco que conozcamos a O´Neill sabremos que sus dramas siempre se movieron por el difícil terreno de los sentimientos y de la tragedia, solares de soledad y fracaso de la misma decepción.
Y es que la amargura domina el sabor de esta película que dirige Delbert Mann, uno de aquellos representantes de la “generación de la televisión”, compañero de otros nombres ilustres como Sidney Lumet, Robert Mulligan, John Frankenheimer o Martin Ritt y que se inclinó siempre por el drama desencantado, por la desolación de la vida derrotada a pesar de los tímidos intentos por conseguir una última victoria. Mann venía, en esta ocasión, de hacer la que es posiblemente su mejor obra: La noche de los maridos, ya había ganado el Oscar por la excepcional Marty y se dirigía hacia otra muestra de vidas destrozadas por vaivenes que son incapaces de controlar en la excelente Mesas separadas. En la película que nos ocupa, Delbert Mann supo hacer una obra contenida, muy sugerida al principio, con un admirable sentido de la progresión narrativa que hace que todo gire en torno al personaje turbador y absolutamente maravilloso que compone Sophia Loren. La mujer es el centro que domina la existencia de los hombres. Qué frase más trascendente y qué mal puesta ¿verdad? Pero si es el centro que domina la existencia de dos hombres que son padre e hijo tal vez tengamos una cierta sensación de incomodidad.
Y un último consejo. No dejen de escuchar la música que Elmer Bernstein compuso para la banda sonora de unas vidas que dejaban que el deseo se escapase por debajo de los olmos. Es como la música que nos queda grabada en nuestras propias vidas y en nuestros propios deseos.
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