Realizar un remake de una película de Fritz Lang, más allá de un ejercicio de temeridad es asumir el riesgo de traicionar el verdadero espíritu de una historia que, en su día, se quiso contar tocando determinados resortes de la moralidad y de los límites de la ley y del destino extrañamente sometedor. Ahí tenemos a Joseph Losey, que se atrevió a revisar M, el vampiro de Dusseldorf con desastrosos resultados y, en esta ocasión, Peter Hyams rubrica el hecho de que no tiene tanto talento como Losey y mucho menos, el del propio Fritz Lang.
Y todo esto se puede decir admitiendo que la película de Lang, de 1956, es un intento fallido. El propio director alemán reconocía que tuvo demasiadas interferencias de los productores (hasta el punto de decidir no volver a rodar nunca más en los Estados Unidos) y que el final no fue el que tenía pensado por la sencilla razón de que él quería hablar de la traición y lo que le salió fue un giro inesperado que se convierte, a ojos del espectador, en increíble. Por su parte, Hyams empequeñece la acción. Mientras Lang pretendía denunciar los fallos del sistema legal, él tan sólo aspira a retratar la ambición de un periodista empeñado en demostrar que el Fiscal del Distrito es tan corrupto que huele a distancia. En la película, Hyams exhibe una fotografía impecable, como suele ser habitual en él (recordemos que él viene de ese terreno y que nos ha dejado alguna que otra obra estimable como Capricornio Uno o cómo no llegó nunca el hombre a la Luna) y maneja con soltura los mecanismos de las escenas de suspense aunque la secuencia del parking se revela tan absurda como innecesaria. Todo eso no tiene mucha importancia porque, al fin y al cabo, Hyams no ha tenido nunca aspiraciones de autor sino que se ha limitado a ser un director de cierta eficacia, inspiración justa y carrera irregular.
El gran fallo de todo esto, aparte del poco cuidado en un guión que Lang sorteaba con maestría hasta llegar al tramo final, es que los protagonistas tienen actuaciones que son más espantosas que encontrarse con una rata hurgando en la nevera. Y se hace aún más evidente al existir una clara descompensación entre la interpretaciones de Jesse Metcalfe y Amber Tamblyn (un poco mejor ella) y la del ya veterano Michael Douglas que, con sólo un gesto, expresa treinta y cinco veces más que cualquier mirada (tan vital en el argumento) de este chico que ni tiene carisma, ni posee talento, ni sabe moverse, ni conoce la conjugación del presente de indicativo del verbo “actuar”.
Así, Hyams, empequeñeciendo la ambición del periodista y eligiendo a unos protagonistas que son pura calamidad, se adentra en los pantanosos terrenos de la traición provocada y le sale una película con un par de momentos muy bien resueltos (todos a cargo de Amber Tamblyn) y unos baches tan evidentes que la historia necesita una operación asfalto con rango de urgencia. En todo ello, hay que reconocer la nobleza del intento aunque desemboque en una demostración más de las restricciones narrativas de un hombre que siempre se ha dedicado a hacer productos fáciles de consumir con un envoltorio de cierta frescura.
Digamos que es una de esas películas en las que, si sabemos prescindir de los que ponen rostro y un poco de un guión que merecía algo más de trabajo, podríamos decir que no molesta, pero que tampoco convence. El problema es que, nuevamente, Hyams no sabe resolver el gran problema que tuvo Lang y vuelve a dar el mismo giro inesperado que pasa por increíble...y lo que es aún peor, es todavía más increíble si pensamos en la inteligencia más bien pelada del personaje protagonista y de su colega de andanzas y trucos. Es el riesgo de la traición provocada. Y es que nunca te puedes fiar de una mujer que duerme con la balanza de la ley inclinada hacia su lado.
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