lunes, 20 de julio de 2009

BONNIE AND CLYDE (1967), de Arthur Penn

El gran mérito de esta película fue convertir a un par de ladrones de poca monta, responsables de unos cuantos atracos en unos misérrimos bancos del más profundo Sur de los Estados Unidos y de una docena de asesinatos, en auténticas leyendas. Símbolos de rebeldía en una época en la que la sociedad estadounidense derribaba convencionalismos, Bonnie y Clyde se convirtió en un éxito sin precedentes empujada por el estilo tan cercano a la nouvelle vague que imprimió a la historia el director Arthur Penn. No en vano, antes de hacerse cargo del proyecto los nombres de François Truffaut y Jean Luc Godard se barajaron como posibles directores de la película e intérpretes tan dispares como Bob Dylan y Leslie Caron fueron las primeras opciones para los papeles principales.
Sin embargo, el verdadero alma mater del proyecto fue Warren Beatty que se ofreció como productor del milimétrico guión de Robert Benton y David Newman y como protagonista de la película arrojando muy lejos de él la imagen de tierno seductor al estar tan interesado en interpretar a un bandido, santo y seña de la contracultura estadounidense, que mantenía una relación amorosa con su compañera de fechorías a pesar de su condición de impotente y de flagrante bisexualidad.
El resultado de la combinación de tantos esfuerzos dio lugar a todo un poema épico sobre dos personajes marcados por el desgarro interior, la duda y el caos. El romanticismo se adueña de sus vidas y el rojo de la sangre se presenta como el color en el que tiñen su mutua pasión exenta de tranquilidad, mancha de excitación suprema en una época marcada por el final de un camino, por el aburrimiento a la espera de lo que termine con una era de pobreza y soledad. Dentro de esta película, cabe la hermosura y la tristeza, lo despiadado y lo sutil, la seguridad y la miseria, la violencia y la sexualidad y todo ello enmarcada con una extraordinaria interpretación de Beatty y de su compañera Faye Dunaway y, cómo no, por un plantel de secundarios excepcional encabezado por Gene Hackman (¡qué gran actor!), Michael Pollard, Estelle Parsons e, incluso, una breve aparición episódica de un atípico Gene Wilder.
La película es rica, trepidante, variada, densa dentro de una maravillosa y tan sólo aparente simplicidad, con inusitadas gotas de lirismo en la muerte, con tremendas fuentes de brutalidad en la poesía...en su ambiente se puede respirar el polvo de los caminos adhiriéndose a los trajes de los años veinte, la terrible violencia que llevan dentro los personajes principales y que está expresada de una forma latente pero no explícita...y, sí, es una película que hay que ver más de una vez para descubrir sus enormes matices, sus variados componentes, su dirección atípica (Bonnie y Clyde para el cine americano puede representar perfectamente lo que fue Al final de la escapada para el europeo), su interpretación un tanto natural que lleva a pensar que la cámara no está filmando, que simplemente estaba ahí cuando pasaron estos dos asesinos a los que la leyenda ha aupado muy por encima de la realidad.
Es el momento de calarse el sombrero de ala ancha y de olvidarse de un par de cientos de balas que encontraron su diana merced a una traición. Sólo la muerte vale. Sólo la rebeldía es muerte. Sólo la seducción es rebeldía. Sólo la felicidad que no existe lleva a la seducción...Difícil de tragar...Difícil de ver...pero qué arrebatadoramente grande es el cine...

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