Las mujeres valen más
que los hombres. Eso está fuera de toda duda. Y el que no lo vea es que vive en
un entorno donde se ha mitificado su inferioridad a fuerza de dureza. Quizá por
eso un vaquero como Buck pueda creer que un buen puñado de mujeres no es capaz de aguantar un viaje de cinco mil kilómetros a través de la aventura y el polvo.
No es fácil llevar un tiro de caballos o de mulas para arrastrar un carromato
hacia la felicidad. Pero, quien diga eso, no conoce a las mujeres. Son valerosas,
con una resistencia hacia el dolor moral y físico que no conocemos los hombres.
Son tozudas, constantes, enérgicas. Lo que no saben, lo aprenden rápido. Se
adaptan a las circunstancias, sean cuales sean. Si aprenden a disparar, tenga
usted cuidado. Tal vez sean capaces de incrustarle la bala en un ojo. Si se
encallecen sus manos, retírese. Podrán mucho más que usted porque tienen plena
conciencia de que la unión hace la fuerza. Y, realmente, piden muy poco. Sólo
un puñado de felicidad. La ración que les corresponde y que bien merecen. Una
caravana repleta de mujeres es un repertorio de voluntades inquebrantables.
Aunque paguen con la vida. La adoran, como cualquier hombre, pero no dudan en
sacrificarla en aras de un objetivo. Y más si esa meta es un hombre que sea, de
verdad, un hombre. No hay nada que les guste más.
No hace falta ser muy
inteligente para saber que si un hombre tuviera que aguantar los dolores de un
parto, se moriría. La mujer es un continuo ejercicio de superación propia. El
hombre es un continuo esfuerzo por mantener una posición más o menos cómoda. Y
esa diferencia es vital. A través de grandes llanuras, de paisajes rocosos e
ingratos, llenos de cuestas abajo mortales, o de colinas insalvables, de
desiertos implacables, que apagan el entusiasmo de cualquiera, ellas están ahí,
resistiendo a todo y a todos. Incluso a las miradas escépticas que ponen en
cuestión su capacidad. Ilusos. Si hay algo que tiene capacidad en este mundo,
es la mujer.
Así que ahí, en la
inmensidad, un río de carretas se desliza por la tierra, en un cauce que delata
que, todo lo que hacen, es puro amor. Cualquier gesto lleva su firma de empuje
y de iniciativa. Ellas lloran con cierta facilidad. No saben que los hombres
también lloramos, pero que la vergüenza nos hace ser más discretos. Sin
embargo, en cada una de sus lágrimas caben cielos enteros de valentía y
realismo. Su juerga es compartir todo lo que tienen en común con los demás, la
risa de un momento de agudeza. Nada de alcohol o charlas soeces. Van más allá que
toda esa irritante superficialidad. Tienen un corazón tan grande que el
desierto se les hace pequeño. Y es hora de demostrarlo ante un grupo de hombres
que las esperan y a los que hay que hacer ver y sentir que el respeto es una de
las mejores armas para la conquista. Sólo es necesario vencer las dificultades
a su lado.
Caravana
de mujeres fue un proyecto pensado y creado por Frank Capra
que, debido a una enfermedad, abandonó en manos de William Wellman. El
resultado es un western apasionante e
inteligente, absorbente y muy razonablemente feminista, pleno de acción y de
sentimiento y con un reparto que da lo mejor de sí mismo. No podía ser menos
teniendo en cuenta que, prácticamente, la película la llevan ellas. Y una
bofetada en la cara para todos aquellos que dicen una buena cantidad de
sandeces para apuntarse a las más modernas ideas sobre la igualdad entre
hombres y mujeres. No la hay. Ellas son mucho, mucho mejores.
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