jueves, 12 de abril de 2018

CAMPEONES (2018), de Javier Fesser

En ocasiones, perdemos de vista nuestra propia esencia. Ya no nos acordamos de la ilusión que nos producía competir dentro de un colectivo y ya sólo importa ganar, sin atender a consideraciones humanas, sin saber qué era lo realmente valioso de un esfuerzo que consistía, sobre todo, en superar miedos para que la victoria ocurriera en el interior, como si sólo el instante fuera la canasta de tres puntos, o el gol de bandera, o el récord de leyenda. A veces, es necesario que los demás nos recuerden cómo era la inocencia, la ingenuidad, el cariño y nuestra medida como seres humanos.
Nos hemos esforzado a conciencia para hacer de menos a los que son diferentes sin caer en la cuenta de que ellos tienen muchas respuestas que ya permanecen en algún lugar recóndito de nuestra memoria. Y son seres humanos con muchas más grandezas que los demás. Tal vez porque conservan intacta esa ingenuidad tan maravillosa que hace que un pequeño triunfo sea la mayor de las conquistas, que hace que una mínima palabra de aliento sea la mejor de las motivaciones. Sólo hay que poner en marcha la inteligencia, la sabiduría que hemos atesorado en lo que más conocemos, aprender nuevos lenguajes para llegar a aunar objetivos. Quizá una risa a tiempo valga más que un marcador favorable. Quizá dejar huella de nuestro paso por el mundo sea marcar de forma indeleble nuestra calidad humana.
Así, es posible que lleguemos a comprender determinadas cosas que nos agobian de forma absurda y nos coloquen en el siempre delicado e incómodo terreno del inconformismo. Y todo pasa porque el verdadero juego se dirime en nuestras amistades, en la seguridad de que, si nos divertimos, es más fácil alcanzar lo que nos hayamos propuesto. Ellos, esos seres diferentes y, sin embargo, tan iguales, mantienen el auténtico significado del deporte que es la lucha entre amigos, y no entre enemigos. En ocasiones, sí, debemos tener el rol de alumnos y aprender de aquellos que, con su inocencia y su verdad particular, poseen muchas, muchísimas respuestas.
Javier Fesser ha articulado una película sólida, con grandes momentos de comedia, con aires reivindicativos cargando las tintas en la vertiente más humana, con clase, con cierta pasión por el clasicismo, no dejando nada al azar porque todo ocurre por una razón. El trabajo de todo el reparto es estupendo, desde el primero hasta el último, porque, de alguna manera, todos creen en lo que hacen. La canción de Coque Malla resulta idónea y, con las dosis justas de emoción, se sale con una sonrisa, con cierta sensación de haberse llevado la lección bien aprendida a través de un cine valioso, entretenido y justo. Y ése es un pase que no es tan fácil de ejecutar.

Por supuesto, Fesser acude a la sencillez que, en algunos casos, resulta algo simple como ese coche de línea que cubre el trayecto de Cuenca a Madrid y que, más bien, parece un autobús urbano; o con ese campo atrás descarado para llegar al momento culminante de una aventura que sus protagonistas convierten en apasionante, desenfadada y con un trazo que está lejos del grosor. Por ello, la historia tiene mérito, la satisfacción encesta y la falta personal es para aquellos que no quieren entrar en la cancha. Y eso es una lección de técnica y de moral, como una inspiración especial para acertar con el último tiro libre del divertimiento bien entendido.

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