martes, 29 de enero de 2019

A LA CAZA (1980), de William Friedkin

Si tenéis interés en escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a propósito de "Zona hostil", de Adolfo Fernández, podéis hacerlo pinchando aquí.

Las sombras se proyectan en largas noches de oscuridad sin contraste. Un asesino en serie anda suelto y se necesita un policía que esté dispuesto a infiltrarse en ambientes homosexuales para darle caza. Y es entonces cuando la confusión aparece, cuando los valores no parecen tan claros como en un principio, cuando se siembra la duda de la propia identidad sexual. Es jugar a la ruleta rusa con un cuchillo de dos filos. Seguro que, en algún lugar de un parque desolado repleto de túneles de ladrillo visto, se halla la moral derrengada, exhausta y desafiante. Cuidado con ella.
Las calles son un campo de batalla en donde la caza se convierte en un rato de perversión. El policía llega a sentirse cómodo y su última mirada deja entrever que algo habrá en su interior que hará que, de vez en cuando, vuelva a traspasar la línea roja de su propia sexualidad y visitará los lugares más prohibidos de su piel, de su pensamiento y de su placer. Al fin y al cabo, tendrá su placa dorada, su ascenso meteórico, su vida equilibrada…y también su lado oscuro que permanecerá latente allá donde vaya. Es lo que suele pasar cuando se visitan esquinas tenebrosas de nuestra propia personalidad. Las conocemos tan poco que siempre queremos volver.
William Friedkin dirigió esta película que originó encendidas protestas de la comunidad gay en su día. Tampoco tenía mucha importancia porque la película no funciona a ningún nivel. Ni como espita de la polémica, ni como policíaco al uso, ni siquiera como radiografía de los deseos más ocultos del tipo sexual medio americano. Da la sensación de que se queda corta en todo y Al Pacino, el protagonista, lo supo desde el primer momento. Friedkin, después del fracaso monumental que le supuso su remake de El salario del miedo titulado Carga maldita, intentó resarcirse con una película que estuviera en boca de todos y lo que consiguió fue hundirse aún más en el pozo del fracaso del que, en realidad, nunca más volvió a salir. La trama se halla ampliamente superada y no engancha salvo, tal vez, por la interpretación, muy sabia y muy contenida, del propio Pacino. El resto, ya saben, es un muestrario del vicio de la homosexualidad, bajando a los infiernos de los ambientes más sórdidos, recreándose en escenas de orgías que empujan hacia el abismo de la perversión y del que nace la consideración de homófoba para esta película. El resto es un retrato de un universo que ya había visitado con mejor fortuna Martin Scorsese en Taxi Driver, por ejemplo, con sus calles llenas de basura y de miradas oscuras, buscando un rumbo en la noche y una lluvia que barra toda esa suciedad que empaña los ojos.

Steve Burns se mira al espejo y no le gusta lo que ve en el fondo de sus ojos. Es una especie de neblina de cuero negro y de vaquero ajustado que no se va con un simple afeitado. Steve Burns es ese policía que ha ido a la caza y ha terminado siendo la presa. Como muchos que han intentado acercarse a un mundo que sólo se puede apreciar a través de una lente que no está hecha para todos.

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