viernes, 25 de enero de 2019

GLASS (2018), de M. Night Shyamalan

Hallar la parte más humana del super-héroe no es más que un intento por debilitar sus poderes. En el momento en que se dé cuenta de que hay algo vulnerable en su interior, sus dones comienzan a desaparecer por arte de lógica. Sí, porque, quizá, el mayor enemigo de todo super-héroe o de todo megavillano es la lógica. Es la certeza de que el mundo no es un cómic, es la verdad puesta delante de sus habilidades. A partir de ahí, las miradas se tornan huidizas, las decisiones empiezan a ser inseguras y las luchas, muy probablemente, inútiles valladares que se intentan derribar bajo el amparo de una supuesta épica, o de una hipotética venganza, o de un terrible trauma.
Sin embargo, cuando comenzamos a mirar el lado más humano de esos héroes o villanos, el asunto empieza a perder interés. Ya no es tan absorbente observar a esos pobres refugiados mentales que se han creado un mundo a su medida compuesto por buenos y malos a los que hay que ayudar o liquidar. La duda es un contrincante de peso y no es fácil de vencer cuando la razón falla y las cosas ni siquiera se acercan a como se creía que eran. Algo complicado de entender si eres un simple humano, con inquietudes humanas y curiosidades humanas porque no todo se explica desde la lógica. M. Night Shyamalan, el director, se esfuerza por ofrecer una conclusión digna a su trilogía sobre el super-heroísmo y lo que le sale es algo farragoso, decepcionante, sin gracia, con trampa (esta vez sí) y bastante aburrido.
Más que nada porque el cineasta se empeña en cerrar esa trilogía del todo, sin dejar resquicio alguno y acaba por desanimar al que le ha seguido hasta aquí guiado por las promesas que se esbozaban tanto en El protegido como en Múltiple, pero es que no consigue dejar ese olor épico que se apreciaba en la primera y, ni mucho menos, sorprender casi de forma definitiva como hacía en la segunda. Aquí, visto el mercadillo, se saca de la manga lo que le conviene para dotar de algo de coherencia al cierre y tratar de colársela al espectador acudiendo a su complicidad. Algunos picarán, sin duda. Otros, más avezados, tratarán de buscar alguna explicación lógica a lo que ha hecho Shyamalan (en otras ocasiones, lo ha encontrado) y los demás verán que mucho diálogo, mucho agujero de guión, una torpe resolución y la sensación de que la tomadura de pelo está ahí, muy cerca, merodeando, a punto de salir y mostrar la última personalidad de este cineasta que no necesita acudir a algo tan facilón para salir del apuro.

Así que más vale encerrarse en una habitación acolchada, con sus luces estroboscópicas o sus grifos de agua a presión, o su silla de ruedas colocada estratégicamente. Fuera de esas puertas apenas hay nada, ni siquiera algo de espectacularidad que se pedía a gritos después de la sorpresa de su segunda parte. Sólo una película oscura, inerte, perdida en inútiles callejones filosóficos sobre los super-héroes y los lugares comunes del cómic que, eso sí, difícilmente se repiten en la realidad aunque, en ocasiones, parezca que no es así. Más vale volver a los orígenes sin necesidad ninguna de que nadie cuente lo que sucede después porque la sensación es que se puede prescindir de ello sin ningún problema. Y si no, que llamen a un super-héroe para que arregle este desaguisado.

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