miércoles, 16 de enero de 2019

TÚNEL 28 (1962), de Robert Siodmak

El deseo de libertad crece dentro de las personas como algo más necesario que la vida. Un muro de separación y de odio se levanta para mantener a media ciudad bajo presidio. No hay muchos lugares hacia dónde ir y sólo hay que excavar un poco para llegar al otro lado. Los vecinos maledicentes se hallan al borde de la delación. El extraño que aparece de improviso está cubierto de ambigüedades. Nada ni nadie es lo que parece. Sólo el ingenio puede llegar a donde nadie ha llegado antes. Y el mayor tesoro de todos es esa familia que ha pasado ya demasiado como para que ahora unos políticos que creen llevar la razón por encima de la propia libertad ordenen cómo se debe andar, qué se debe vestir, qué es lo que hay que hacer, hasta dónde se puede caminar, de qué manera hay que pensar…Sí, porque eso existió, a pesar de los analfabetos que siguen negando las evidencias, a pesar de que el tiempo se empeña en que la gente olvide que la libertad fue asesinada cuando se levantó ese muro, a pesar de que el relativismo haya hecho creer a muchos que aquello fue culpa de otros o que, al fin y al cabo, no fue tan malo.
Fue una época en la que no se podían limpiar las ventanas de frente porque se temía que se hicieran señales al otro lado, en la que, si querías pasar con un coche al Oeste, te hacían entrar a un garage donde se te desarmaba entero y, si querías ensamblarlo de nuevo, tenías que pagar para que lo volvieran a montar…Cosas que no se estudian en los libros de Historia pero que ahí están, para quien quiera comprobarlo, repetido una y otra vez en las guías turísticas de lo que hoy no es más que un mal recuerdo. Cuando la calidad de vida resulta tan degradante, es cuando se decide pasar al otro lado con lo puesto. No importa que no se tenga nada, o que el futuro sea incierto. Es mejor tener un futuro incierto a no tenerlo. Es mejor sentirse libre que totalmente oprimido. Sólo son unos cuantos metros. En medio, un muro, unas alambradas, unos cuantos guardias implacables, una permanente visión de gris ruinoso y, allí, a tan poca distancia, la alegría de ser libre, de no tener que informar, de dejar de ser parte de un engranaje que te condena a la mediocridad, al miedo y a la muerte del espíritu. ¿No es suficiente como para asumir el riesgo de emprender una huida?

Robert Siodmak dirigió una película sin estrellas, con una mayoría de reparto alemán, con pocos medios, pero con un dominio excepcional del suspense, del tiempo y de la angustia. Él sabía perfectamente lo que significaba huir de la injusticia y de la privación. Y con su sabiduría tras las cámaras y su experiencia en la vida, supo hacer una historia de búsqueda de la libertad, de una familia unida, de un ingenio puesto en marcha y del trabajo que nadie debería hacer en un mundo sin opresión. Y el que no quiera creerlo, debería haber vivido en el lado oriental del muro, donde unos cuantas mentes infantiles pensaron que merecía la pena sacrificar la libertad a cambio de que todos fueran igual de miserables.  

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