Dick
Cheney era un oscuro burócrata que tomó el gusto al ejercicio del poder. En sus
manos, las decisiones eran claras y precisas. No había lugar para la duda. Y si
había duda, se arrancaba de cuajo. Fue el verdadero marionetista de la Casa
Blanca durante el mandato de George Bush hijo. Y su palabra no admitía medias
tintas. Más que nada porque siempre tuvo muy claro lo que había que hacer en
cada momento. Siempre y cuando no se le escapara entre los dedos el vicio del
poder, ese vicio que se manifiesta con una simple mirada, con un gesto
sencillo, con una orden monosilábica, con un índice apuntando en un papel. Es
la fuerza que cambió el mundo y que hace que hoy vivamos en este desorden
descontrolado y caótico que busca acabar con cualquier esperanza.
Con una banda sonora
excepcional de Nicholas Brittell, el director Adam McKay sabe sujetar
admirablemente a un actor habitualmente desbocado como Christian Bale y
rodearle de interpretaciones competentes de Steve Carell, Amy Adams y Sam
Rockwell. Al fondo, hay cierto tono cómico que sigue echando en cara que
dejemos ascender a personajes de esta calaña que asumen el fascismo como algo
que se puede aplicar con la conveniencia democrática, destapando la enfermedad
endémica de la administración política estadounidense que es la primera en
agarrar la bandera de las libertades y agitarla cuando, en realidad, no hacen
más que recortar, por vía burocrática e interpretativa, todos los avances
conseguidos en esa materia. El poder, cuando se mueve en la sombra, sin
comunicación con nadie, con la complicidad de los asesores y al amparo de las
eventuales situaciones que se producen, suele tender hacia la dictadura, hacia
el poder individual ejecutivo y hacia una cierta manera de hacer política que
se basa sólo y exclusivamente en el sentimiento que impera en gran parte de la
sociedad. En el caso de Cheney, por supuesto, en la venganza.
Y lo peor de todo es
que esa oligarquía del poder no tiene ninguna conciencia sobre las consecuencias
que originan sus decisiones. Les da exactamente igual porque se lo plantean
como un juego de intrigas y de acciones-reacciones en el que tienen que
demostrar que son más listos que el contrario. Sin demasiadas pruebas, con
números sospechosos en algunas elecciones, polarizando una sociedad que se
creerá todas las mentiras porque desea creérselas. Y haciendo un daño que, hoy
por hoy, todavía no se ha podido cuantificar. Al fin y al cabo, la guerra es el
principio organizativo de cualquier sociedad. Y eso ha sido así a través de los
siglos.
Hoy no han cambiado
mucho las cosas, siguen exhibiéndose, poderosos y ridículos, en la cúspide,
haciendo gala de ese poder que les envicia y que les sirve para tomar fuerza
desde la oscuridad para que los pobres mortales que les hemos puesto en sus
despachos no nos enteremos de nada. Y ellos no tendrán ningún problema, llegado
el caso, en cambiar su opinión, o enfocarla de un modo diferente. Lo cierto es
que hubo una vez un vicepresidente en los Estados Unidos que acumuló más poder
que muchos máximos dignatarios y que lo hizo para soltar esa hormona que
provoca la adicción de una palabra definitiva, o de un gesto apenas
perceptible, prescindiendo o no de amigos, siguiendo adelante sin importar el
precio. Lo malo es que, en muchas ocasiones, el precio somos nosotros.
2 comentarios:
Fíjate que aún pareciéndome una buena película creo que aún podía haber sido mejor, mucho mejor. Reitero mi fobia habitual hacia Christian Bale, un actor al que habitualmente no soporto, y aquí tampoco. Por mucho que parezca controlado yo no dejo de verle sobreactuado cuando a veces se le escapan esos tics que parece que te está diciendo a la jeta "venga, va, ¿no crees que ya es hora de que me den el segundo muñequito? Se lo darán, me juego esta, y suena aburrido porque venimos de premiar a Gary Oldman por otro biopic de político. Pero yo me quedo mucho antes con la sobriedad de Ryan interpretando a Neil Armstrong que a este con sus kilos y kilos de maquillaje encima además.
Por lo demás, por momentos me recordó a "El lobo de Wall Street", tanto por su montaje frenético y adrenalítico (que a veces incluso llega a cansar por reiterativo) como por la impudicia de algunos personajes (especialmente divertido me pareció Sam Rockwell en la piel de un paródico George Bush). Lamentablemente a McCay le fatan unos cuantos colacaos para parecerse a Marty.
Abrazos desde el despacho oval
Yo sí lo veo muy bien, y eso que no es un actor que me parezca maravilloso, precisamente por esa tendencia a dejar ver sus engranajes. En cuanto a que se lleva el calvo...eso ya lo veremos. Yo, hoy por hoy y tal y como están las cosas, aún apuesto por Rami Malek. Entre otras cosas porque, como bien dices, ya hicieron una jugada parecida el año pasado y premiaron a Gary Oldman por desaparecer detrás de su personaje, que es lo mismo que hace Bale, y rara es la vez que la Academia se distingue por repetir lo mismo dos años seguidos. Ahora bien, sí, tienes razón. Gosling es mejor.
A mí me parece que es una buena película. Punto. Tampoco me parece que tenga un montaje frenético y adrenalítico. Está muy en la onda de lo que hizo el propio McKay con "La gran apuesta", con idas, venidas, distintos puntos de vista, explicaciones a cámara, etc. Tiene, además, como un toque paródico que sobrevuela toda la película (muy evidente en Bush hijo) y, desde luego, si esto lo coge Marty lo eleva a la categoría del biopic político más magistral de la historia. Tampoco creo que pretenda eso.
Hablé con Anna Bosch con respecto a la película y a ella no le gustó nada que se rieran tanto con Bush hijo (ella es demócrata obamista de pro y de hecho), le parecía una falta de respeto y tal. No sé yo. Creo que la imagen que proyecta de Bush hijo se parece bastante a la de un torpe imbécil que sabía menos de política que de caballos de carreras y, por eso, se rodea de un hombre como Cheney, algo que queda muy evidente en la película. En todo caso, a mí parece que merece la pena.
Abrazos desde el cuarto oscuro.
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