Los números santifican.
Un simple asesino de mujeres es condenado a la guillotina mientras tanto, en
algún lugar de la loca Europa, un asesino de masas es elevado a los altares
para desencadenar el mayor conflicto bélico que se ha conocido nunca. Henri
Verdoux tiene una particular manera de mirar al mundo. Más que nada porque el
suyo se ha visto reducido a conquistar y matar y, ni aún así, ha conseguido
salir de la miseria. La misma vida, la marcha de los acontecimientos, ha
relegado su fortuna a unos pocos céntimos con los que tiene que vivir. Sus
malas obras cuentan. Y también ha hecho alguna buena…pero eso no es óbice como
para que no pague por sus crímenes. Verdoux, en realidad, es un producto de los
tiempos. De empleado de banca a asesino sin estaciones intermedias. Y los
tiempos han sido los culpables.
Ciertamente que
asesinar a unas cuantas señoras solitarias para quedarse con su dinero es tarea
bastante fácil, salvo cuando los elementos se ponen tan en contra que resulta
imposible. Verdoux lo consigue en la mayoría de las ocasiones, pero Madame
Bonheur se le resiste. Es una señora que destaca por su basteza, por su
inexistente elegancia. Si no tuviera dinero, incluso se podría decir que tiene
los ademanes y expresiones de una prostituta, pero, diablos, es más difícil
acabar con ella que salir de la crisis económica. Verdoux es un hombre de
recursos. Tiene su propio hogar, su propio hijo, su propia casa. Y también
tiene unos cuantos hogares más, sin hijos, en casas ajenas. Es un tunante que a
cada una de sus mujeres le ha contado una historia diferente. Para unas es un
apacible jardinero que gusta de cuidar del jardín de su casa, para otras es un
intrépido capitán de barco que no sabe ni dónde está el babor, para las más
incautas es un ingeniero de puentes que trabaja en Indonesia. Todas con un
denominador común. Está más tiempo fuera de casa que dentro. Sólo va cuando los
números no cuadran (en esta ocasión, no santifican) y tiene que hacerse con
algo de efectivo para continuar con sus inversiones en Bolsa. Y si, de paso,
entre viaje y viaje, cae alguna víctima más, mejor que mejor.
Charles Chaplin dirigió
su película maldita con considerables dosis de humor a pesar de ser un drama de
crímenes que ideó Orson Welles. La crítica masacró su mirada llena de
desesperanza hacia un frío mundo que barría a todos los mediocres con un
vendaval de desgracia seguido de muchos ceros y, desde luego, el público nunca
estuvo preparado para asistir en directo a la ejecución de su querido
vagabundo. Los tiempos, una vez más, igual que con Henri Verdoux, acabaron con
él. El pesimismo de Chaplin se hizo cuchillo y todos notaron cómo se recreaba
en abrir la herida hasta el fondo. Lástima, hubiera conocido a un buen puñado
de viudas deseosas de poner su fortuna en manos de un galán tan atildado y
melifluo que llega a ser ridículo…y, sin embargo, con una misteriosa capacidad
para tener éxito. La noche cae. Verdoux también…
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