La amargura, las buenas
intenciones, el sentimiento de culpa…piezas de un rompecabezas que no termina
de encajar cuando alguien ha muerto en la familia. Lo hizo antes de tiempo,
antes de darse cuenta de nada y el vacío que deja es tan inmenso que nada, ni
nadie puede llenarlo. Ésta es una historia que sabe perfectamente dónde empieza
y tiene la certeza de dónde termina. Durante el trayecto, intentaremos
comprender lo que pasa por las mentes torturadas de esa familia que se ha
quedado sin capacidad de reacción, que está paralizada por el dolor y que no ve
el amanecer de un nuevo día, sencillamente, porque el sol ha dejado de brillar
para siempre.
Robert Redford, con
esta película, intentó que el espectador se pusiera en los zapatos de sus protagonistas
y que, con sus sentimientos, tratáramos de comprender hasta qué punto la vida
puede ser una ingrata, cruel y estúpida compañera. El contrato con nuestra
imaginación está firmado a través de una puesta en escena tan sobria como
austera, y Redford planea sobre las heridas sin dejar de mirarlas. El hermano
del ausente tratará de encontrar en los demás alguna guía psicológica para su
culpabilidad, algo que permita que no desperdicie su enorme talento en la
piscina porque, al fin y al cabo, lo que desea es hundirse. Buscará la amistad
de aquellos que quisieron a su hermano, que compartieron con él sus mejores
momentos para intentar comprender mejor su fatídica decisión y, sobre todo,
para ganar, aunque sea de manera ínfima, algo de esa confianza que se halla
totalmente perdida.
Una de las grandes
virtudes de este drama desgarrador es que todas las reacciones de los
personajes parecen reales, comprensibles, justificables y cercanas. Podrían ser
nuestras propias reacciones, apresadas por el miedo, atemorizadas por el
pasado, atenazadas por el presente y neutralizadas por el futuro. Para ello,
Redford cuenta con una actuación deliberadamente expectante del gran Donald
Sutherland, arrebatadoramente malsana de Mary Tyler Moore y emocionalmente
impresionante de Timothy Hutton. Ellos son tres piezas fundamentales para
navegar por un mar terrible de tormentas y calmas en el que nunca se ve el
fondo y, mucho menos, tierra. Porque lo que aquí domina no es el instinto de
superación de una familia fragmentada, ni tampoco una crítica a su forma de
vida. Es desorientación, vergüenza y pena. Es un desafío que, en la mayoría de
los casos, ninguna familia estaría dispuesta a aceptar para encerrarse en el
inmenso dolor de la pérdida y en la búsqueda desesperada de algún culpable que
otorgue algo de sentido a un suicidio injusto. Es una tragedia que no se puede
olvidar, eso nadie lo discute. Tanto es así que en esa familia, tampoco existe
la comunicación…y quizá ahí se sitúe uno de los grandes problemas que atenazan
a nuestro entorno más cercano y una de las causas por las que uno, tal vez el
más débil de todos, decida quitarse de en medio.
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