viernes, 11 de enero de 2019

GENTE CORRIENTE (1980), de Robert Redford

La amargura, las buenas intenciones, el sentimiento de culpa…piezas de un rompecabezas que no termina de encajar cuando alguien ha muerto en la familia. Lo hizo antes de tiempo, antes de darse cuenta de nada y el vacío que deja es tan inmenso que nada, ni nadie puede llenarlo. Ésta es una historia que sabe perfectamente dónde empieza y tiene la certeza de dónde termina. Durante el trayecto, intentaremos comprender lo que pasa por las mentes torturadas de esa familia que se ha quedado sin capacidad de reacción, que está paralizada por el dolor y que no ve el amanecer de un nuevo día, sencillamente, porque el sol ha dejado de brillar para siempre.
Robert Redford, con esta película, intentó que el espectador se pusiera en los zapatos de sus protagonistas y que, con sus sentimientos, tratáramos de comprender hasta qué punto la vida puede ser una ingrata, cruel y estúpida compañera. El contrato con nuestra imaginación está firmado a través de una puesta en escena tan sobria como austera, y Redford planea sobre las heridas sin dejar de mirarlas. El hermano del ausente tratará de encontrar en los demás alguna guía psicológica para su culpabilidad, algo que permita que no desperdicie su enorme talento en la piscina porque, al fin y al cabo, lo que desea es hundirse. Buscará la amistad de aquellos que quisieron a su hermano, que compartieron con él sus mejores momentos para intentar comprender mejor su fatídica decisión y, sobre todo, para ganar, aunque sea de manera ínfima, algo de esa confianza que se halla totalmente perdida.

Una de las grandes virtudes de este drama desgarrador es que todas las reacciones de los personajes parecen reales, comprensibles, justificables y cercanas. Podrían ser nuestras propias reacciones, apresadas por el miedo, atemorizadas por el pasado, atenazadas por el presente y neutralizadas por el futuro. Para ello, Redford cuenta con una actuación deliberadamente expectante del gran Donald Sutherland, arrebatadoramente malsana de Mary Tyler Moore y emocionalmente impresionante de Timothy Hutton. Ellos son tres piezas fundamentales para navegar por un mar terrible de tormentas y calmas en el que nunca se ve el fondo y, mucho menos, tierra. Porque lo que aquí domina no es el instinto de superación de una familia fragmentada, ni tampoco una crítica a su forma de vida. Es desorientación, vergüenza y pena. Es un desafío que, en la mayoría de los casos, ninguna familia estaría dispuesta a aceptar para encerrarse en el inmenso dolor de la pérdida y en la búsqueda desesperada de algún culpable que otorgue algo de sentido a un suicidio injusto. Es una tragedia que no se puede olvidar, eso nadie lo discute. Tanto es así que en esa familia, tampoco existe la comunicación…y quizá ahí se sitúe uno de los grandes problemas que atenazan a nuestro entorno más cercano y una de las causas por las que uno, tal vez el más débil de todos, decida quitarse de en medio.

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