miércoles, 12 de marzo de 2025

LA BESTIA HUMANA (1938), de Jean Renoir

 

Jacques Lantier es uno de esos maquinistas de tren que tienen el rostro ennegrecido por el hollín y sólo las arrugas de su cara permanecen inmaculadas. Ha visto mucho humo saliendo de la máquina de muchas vidas y ha ahogado sus miserias en alcohol. Eso hace que, de vez en cuando, tenga algún que otro acceso violento que él, un hombre hecho y derecho, justifica algo ingenuamente diciendo que es un defecto genético porque sus antepasados bebían como una locomotora consumiendo carbón. A su lado, un individuo nada recomendable que tiene unos celos compulsivos por su esposa. Cuando se entera de que ella tiene una aventura con un tipo de ciertas posibilidades, lo asesina asegurándose de que ella esté presente para que sea cómplice del crimen. Lantier, en su laberinto interior, comienza a tejer un plan porque desea a la chica. La locomotora va a hacer sonar el silbato y las vías van a converger en un inevitable desvío hacia el destino.

Jean Renoir se decidió por adaptar este drama de Emile Zola porque retrataba fielmente las debilidades del ser humano cuando el deseo se interpone. Años después, relajando notablemente el personaje del maquinista, Fritz Lang realizó otra versión con el título de Deseos humanos, convirtiendo el melodrama pasional en algo muy cercano al cine negro. Renoir no huye del folletín criminal, lo ensalza y lo retrata con extraordinaria habilidad, a pesar de que, quizá, ninguno de sus protagonistas cuenta con el beneplácito del público. En cualquier caso, vuelve a hacer una gran película, llena de caminos quemados, de llamas, de piel oscurecida, de corazones carbonizados…

Y es que, quizá, el continuo trato con máquinas ardientes hace que los últimos resquicios de humanidad sean convertidos en cenizas de bestia, impresos en la corrupción más profunda del alma. Lo impensable sólo puede llegar cuando nos dejamos arrastrar por el deseo, cuando no ponemos freno a la fantasía que, por aquellas burlas del destino, se hace posible cuando las circunstancias se hacen presentes por un cúmulo de actitudes y casualidades. La bestia, al igual que la locomotora, es insaciable. Quiere más combustible porque es adicta al fuego interior. Convierte en humo los sueños, los cambios, las verdades y las razones. Y avanza inexorablemente hacia esa vía muerta de la que será muy difícil salir. Hombres y mujeres transformados en bestias sedientas de pasión y, con tal de alcanzar el máximo de placer, se devorarán unos a otros sin piedad, sin conmiseración, sin ningún argumento posible. Sólo permanecerá el colmillo goteando sangre y la locomotora exhalando ese suspiro de vapor en algún apeadero desierto. Mala será la solución. Peor será el desenlace.

A veces, escribiendo sobre las traviesas de lo que nunca se alcanza, uno llega a atisbar el lado más oscuro de nuestra personalidad. Deseando ser consumido por las llamas porque, de no ser así, no quedará más que el instinto más primario del animal que somos. ¿El amor? No me hagan reír. Ese sólo queda para los ingenuos que no van en tren.

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