
Uy, uy, qué miedo, señora. Estoy que no quepo en mi camisa. Las piernas parece que andan por sí solas y que no obedecen a mis pensamientos. Tengo los ojos un poco más cerrados porque, de tanto horror, no quiero abrirlos, no sea que se me aparezca algún pirado y me corte en trocitos con una sierra. De paso, madre mía, el miedo me ha calado tanto en los huesos que me doy cuenta de que los creadores de esta inefable muestra de cine de terror me quieren decir que lo mejor de cada uno de nosotros está en nuestras familias, pero que lo peor...también está en las familias.
El resultado, como no podía ser otro, da risa y vergüenza ajena. Wes Craven, creador de la ínclita versión del 72, propia de frikis y adláteres de aquella época; dice que ha decidido revisitar aquél “clásico”, esta vez como productor, porque ahora hay algunos adelantos técnicos que por entonces eran imposibles. Pues, colega de la vega, si has tenido que esperar 35 años para rodar esto por culpa de los avances técnicos, más vale que te dediques a vender barquillos en Times Square. Lo que pasa es que has querido fichar para tu bando a los modernos frikis de los 2000, esos que se pasan todo el día delante del ordenador diciendo a sus amiguetes del messenger que cómo mola la víscera que salta por los aires, la explosión de una cabeza y la mano hecha picadillo en el triturador de basuras. Todo ello, por supuesto, convenientemente maquillado porque, al fin y al cabo, los frikis del 2000 son mucho más aseados y más políticamente correctos que aquellos chalados de los setenta.
Lo más curioso de todo es que el amigo Craven (del director Dennis Iliadis no voy a hablar, no quiero desgastarme las yemas de los dedos) cuando estrenó en 1999 la enternecedora
Música del corazón, con Meryl Streep de protagonista, decía que ése era realmente el tipo de cine que quería hacer y que lo de hacer terror de serie Z fue una casualidad que daba mucho dinero y pocos quebraderos de cabeza. Y que lo digas, Wes. Quebraderos de cabeza, poquísimos. Apenas ninguno. Total, a poco que se te caliente, te la cortan, ponemos salsa de tomate a granel y... ¿siguiente para hacerse un afeitado?
De la película, poco hay que decir. Es mala, es horrible, es horrorosa, da pánico, desperdicia con estulticia los muchísimos momentos de suspense que podría tener. Los intérpretes son de kleenex (por que se usan, se tiran y además, lloras) y la historia da tanto igual que en medio de la proyección me llegué a preguntar qué hacía yo allí intentando tragarme el manillar de una moto pero de través.
Eso sí, hay que reconocer que ni siquiera tiene el encanto cutre de la serie Z que el mismo Craven realizaba en los setenta con la primera versión de esta película y con
Las colinas tienen ojos. Aquellas películas tenían una rara virtud. Eran malas y asumían plenamente su condición de penosas. En esta ocasión, Craven e Iliadis pretenden hacer algo que sea decente, con un acabado formal más preciso, menos cámara al hombro y más trípode para ver bien al asesino psicópata que todos llevamos dentro. Y el caso es que da exactamente igual. La película es igual de penosa y aún quiere decir algo así como:
“¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡Cuidao! ¡Que aquí hay calidad y sustos! ¡
Mucho ojito que esto no es lo del setenta y dos!”. Y el espectador, embobado, espera lo que nunca ocurre. Es decir, un mínimo de buen gusto (lo cual no quiere decir que haya que desterrar la violencia) y una dosis razonable de entretenimiento en vilo. Ni una cosa, ni otra, ni la de más allá. Aquí no pasa nada. Y de terror, nada de nada. Así que ahórrense el dinero que cuesta la entrada y váyanse al parque. Allí se sientan en un banco y se cuentan lo crueles que fueron con aquel niño al que le pincharon las ruedas de la bicicleta porque no les había dejado copiar en último examen de tracas. Eso sí que es terrorífico.