martes, 7 de octubre de 2014

LA DAMA DESCONOCIDA (1944), de Robert Siodmak

El asesino se mira las manos obsesivamente. Piensa que las manos son capaces de crear la mayor de las bellezas pero también el más artístico de los horrores. Las manos, iluminadas en la sombra, que son mariposas en la oscuridad buscando algo donde agarrarse, esconden la cara de la culpabilidad, ayudan a la expresión hablada, son las asas del cuerpo donde se depositan las ilusiones, los deseos, los sueños y los sentimientos. Manos blancas que delatan la inocencia, manos negras que dibujan en las arrugas de sus palmas el mismo rostro de la culpabilidad. Son esas manos, y no otras, las que han hecho que un hombre tenga el poder sobre la vida y sobre la muerte. Y además encierren a otro a la espera de las manos del verdugo. Todo es una cuestión de jugar bien con las manos.
El sombrero fugitivo que podría demostrar la inocencia del condenado parece que solo espera a la piedad de una mujer y al empeño de un policía. La suerte está echada. El condenado será ejecutado pero el policía sabe que ese hombre no ha cometido el crimen del que se le acusa. Es demasiado ingenuo para que todo lo sostenga en una coartada tan estúpida. Una mujer deprimida en un bar puede testificar que él estaba con ella en el momento del asesinato pero esa mujer no existe, no está, nadie la encuentra, nadie puede decir que la vio. Ni siquiera el lascivo batería de esa banda teatral que apoya a la estrellita brasileña de turno, orgullosa de sus tocados y endiosada por su garbo. La oscuridad se mueve y nadie puede demostrar nada.
Salvo el amor, por supuesto.

Robert Siodmak dirigió esta película con un toque maravilloso de austeridad que bordea el expresionismo, haciendo que todo lo que es realmente fundamental y que hoy sería mostrado sin ambages, ocurriera al otro lado de la cámara, es decir, fuera de campo. El asesinato no se ve, se ve la coartada. El cadáver es recogido por el equipo forense pero tampoco lo captan los ojos, solo los oídos que se prestan a escuchar el lamento del marido de la víctima. El juicio solo se puede intuir porque Siodmak no coloca la cámara en el juez, los abogados y los testigos, sino en el público que asiste a la audiencia. El batería que experimenta un éxtasis tocando su instrumento no puede enseñarnos qué es lo que le lleva a tan altas cotas de placer. El asesino decide acabar con su vida dejando solo un quebradizo rastro de cristales rotos…Todo tiene que ser reconstruido en la mente del espectador porque a Siodmak no le interesa lo evidente, le interesa lo sugerido y la reacción que provoca el hecho. Maestría impresionante mezclada con ángulos de cámara inclinados, sombras amenazadoras y un argumento ciertamente mediocre que se enriquece gracias a que hay un director que pretende ofrecer algo en cada uno de sus planos, de sus intenciones y de sus ganas. Siodmak intenso.

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