El asesino se mira las manos
obsesivamente. Piensa que las manos son capaces de crear la mayor de las
bellezas pero también el más artístico de los horrores. Las manos, iluminadas
en la sombra, que son mariposas en la oscuridad buscando algo donde agarrarse,
esconden la cara de la culpabilidad, ayudan a la expresión hablada, son las
asas del cuerpo donde se depositan las ilusiones, los deseos, los sueños y los
sentimientos. Manos blancas que delatan la inocencia, manos negras que dibujan
en las arrugas de sus palmas el mismo rostro de la culpabilidad. Son esas
manos, y no otras, las que han hecho que un hombre tenga el poder sobre la vida
y sobre la muerte. Y además encierren a otro a la espera de las manos del
verdugo. Todo es una cuestión de jugar bien con las manos.
El sombrero fugitivo que podría
demostrar la inocencia del condenado parece que solo espera a la piedad de una
mujer y al empeño de un policía. La suerte está echada. El condenado será
ejecutado pero el policía sabe que ese hombre no ha cometido el crimen del que
se le acusa. Es demasiado ingenuo para que todo lo sostenga en una coartada tan
estúpida. Una mujer deprimida en un bar puede testificar que él estaba con ella
en el momento del asesinato pero esa mujer no existe, no está, nadie la
encuentra, nadie puede decir que la vio. Ni siquiera el lascivo batería de esa
banda teatral que apoya a la estrellita brasileña de turno, orgullosa de sus
tocados y endiosada por su garbo. La oscuridad se mueve y nadie puede demostrar
nada.
Salvo el amor, por supuesto.
Robert Siodmak dirigió esta
película con un toque maravilloso de austeridad que bordea el expresionismo,
haciendo que todo lo que es realmente fundamental y que hoy sería mostrado sin
ambages, ocurriera al otro lado de la cámara, es decir, fuera de campo. El
asesinato no se ve, se ve la coartada. El cadáver es recogido por el equipo
forense pero tampoco lo captan los ojos, solo los oídos que se prestan a
escuchar el lamento del marido de la víctima. El juicio solo se puede intuir
porque Siodmak no coloca la cámara en el juez, los abogados y los testigos,
sino en el público que asiste a la audiencia. El batería que experimenta un
éxtasis tocando su instrumento no puede enseñarnos qué es lo que le lleva a tan
altas cotas de placer. El asesino decide acabar con su vida dejando solo un
quebradizo rastro de cristales rotos…Todo tiene que ser reconstruido en la
mente del espectador porque a Siodmak no le interesa lo evidente, le interesa
lo sugerido y la reacción que provoca el hecho. Maestría impresionante mezclada
con ángulos de cámara inclinados, sombras amenazadoras y un argumento
ciertamente mediocre que se enriquece gracias a que hay un director que
pretende ofrecer algo en cada uno de sus planos, de sus intenciones y de sus ganas.
Siodmak intenso.
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