El virus anda suelto. Es
escurridizo porque se ha transmitido allí mismo donde parece que habita el
Diablo. Y no se deja coger. El agotamiento aparecerá pronto como síntoma
inequívoco de que lo están buscando sin descanso. Un policía escéptico se
encuentra con que tiene que buscar algo que no se ve. Un médico militar sabe
que lo que no se ve es aún más peligroso que lo que tenemos delante de los
ojos. Y hay falsas alarmas, contagios estúpidos que solo son culpables de
aparecer detrás de una mentira, incluso el médico militar no puede besar a su
mujer porque ahí, en un rincón, está lo que más quiere y él es lo único que
puede salvar a la ciudad del caos y de la muerte colectiva. Empieza con fiebre,
como si alguien estuviera constipado, congestión, sudores excesivos, dos o tres
días, la fiebre sube y la muerte aparece. Maldito marinero que bajó de un
oscuro barco y se puso a jugar a las cartas con ése que lleva el virus de la
violencia, del asesinato, del ejercicio del poder en las calles. El policía lo
sabe y aporta toda su experiencia. El médico sabe que el virus acabará con él y
también quiere evitarlo.
Al fondo, Nueva Orleáns. Casi en
tinieblas. Haciendo de la noche la guarida perfecta para ese virus que se
resiste a ser cazado. Las horas pasan y el médico lo dice bien a las claras. El
tiempo es un elemento clave y las víctimas pueden llegar a ser millones. Hay
que agarrar a ese tipo. Hay que aterrorizar al gordo que le conoce para que la
enfermedad no se propague. La angustia se establece entre los callejones de una
ciudad que parece insana, sucia, embalse de virus que matan con la fiebre de
balas y con los síntomas iniciales de violencia brutal.
Richard Widmark convence como ese
médico militar que emprende un lucha sin cuartel por agarrar al elemento vírico
que se mueve como pez en el agua en las calles de Nueva Orleáns y Paul Douglas
encarna al policía descreído, de vuelta de todo, que ya ha visto de todo y
que, no obstante, no acaba de tener fe en que ese virus sea tan peligroso como
se le ha advertido. Más peligrosos son esos individuos que pueblan los bajos
fondos con sus maldades y sus vergüenzas y que tratan de eliminar a la gente
con tanta celeridad como la más mortal de las enfermedades. Elia Kazan lo sabe
muy bien y se aleja de su estilo habitual para llenar la película de planos
generales, descriptivos de una acción bien llevada, tensa y febril, como la
dolencia que se persigue, como el silencio que se escapa por entre las paredes
húmedas de una ciudad que parece pasear su indignidad por sus calles. Tal vez
solo sea pánico. O quizá sea el síntoma de la rendición después de comprobar
que allí, en Nueva Orleáns, siempre ha habido un virus que diezma a la
población con consecuencias morales irreparables.
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