jueves, 16 de octubre de 2014

PÁNICO EN LAS CALLES (1950), de Elia Kazan

El virus anda suelto. Es escurridizo porque se ha transmitido allí mismo donde parece que habita el Diablo. Y no se deja coger. El agotamiento aparecerá pronto como síntoma inequívoco de que lo están buscando sin descanso. Un policía escéptico se encuentra con que tiene que buscar algo que no se ve. Un médico militar sabe que lo que no se ve es aún más peligroso que lo que tenemos delante de los ojos. Y hay falsas alarmas, contagios estúpidos que solo son culpables de aparecer detrás de una mentira, incluso el médico militar no puede besar a su mujer porque ahí, en un rincón, está lo que más quiere y él es lo único que puede salvar a la ciudad del caos y de la muerte colectiva. Empieza con fiebre, como si alguien estuviera constipado, congestión, sudores excesivos, dos o tres días, la fiebre sube y la muerte aparece. Maldito marinero que bajó de un oscuro barco y se puso a jugar a las cartas con ése que lleva el virus de la violencia, del asesinato, del ejercicio del poder en las calles. El policía lo sabe y aporta toda su experiencia. El médico sabe que el virus acabará con él y también quiere evitarlo.
Al fondo, Nueva Orleáns. Casi en tinieblas. Haciendo de la noche la guarida perfecta para ese virus que se resiste a ser cazado. Las horas pasan y el médico lo dice bien a las claras. El tiempo es un elemento clave y las víctimas pueden llegar a ser millones. Hay que agarrar a ese tipo. Hay que aterrorizar al gordo que le conoce para que la enfermedad no se propague. La angustia se establece entre los callejones de una ciudad que parece insana, sucia, embalse de virus que matan con la fiebre de balas y con los síntomas iniciales de violencia brutal.

Richard Widmark convence como ese médico militar que emprende un lucha sin cuartel por agarrar al elemento vírico que se mueve como pez en el agua en las calles de Nueva Orleáns y Paul Douglas encarna al policía descreído, de vuelta de todo, que ya ha visto de todo y que, no obstante, no acaba de tener fe en que ese virus sea tan peligroso como se le ha advertido. Más peligrosos son esos individuos que pueblan los bajos fondos con sus maldades y sus vergüenzas y que tratan de eliminar a la gente con tanta celeridad como la más mortal de las enfermedades. Elia Kazan lo sabe muy bien y se aleja de su estilo habitual para llenar la película de planos generales, descriptivos de una acción bien llevada, tensa y febril, como la dolencia que se persigue, como el silencio que se escapa por entre las paredes húmedas de una ciudad que parece pasear su indignidad por sus calles. Tal vez solo sea pánico. O quizá sea el síntoma de la rendición después de comprobar que allí, en Nueva Orleáns, siempre ha habido un virus que diezma a la población con consecuencias morales irreparables.

No hay comentarios: