Cuando
cada uno de los peldaños que llevan a casa se convierte en un mensaje de la
edad entonces es cuando hay que plantearse una pequeña mudanza. Y no es fácil
abandonar el hogar que fue la piedra angular donde se construyó toda una vida
de felicidad y complicidad con quien ha sido amiga, compañera, amante y
confesora. Más que nada porque se llega a pensar algo tan peregrino como que
abandonando lo que ha sido refugio y atalaya, no se volverá a ser feliz nunca más.
Y es que el hecho de emprender
una nueva vida en otro sitio no tiene por qué implicar una renuncia. Somos lo
que somos y también lo que hemos hecho, y cuando se trata de cambiarlo todo,
hay algo que no se puede cambiar y es el pasado. No se puede cambiar aquella
taza de té en la terraza del ático, no se puede cambiar el regalo que tanta
ilusión le hizo, no se pueden cambiar todas aquellas risas que poblaron cada
uno de los rincones de la casa, no se pueden cambiar las valentías como tampoco
los malos momentos porque ellos, sí también, son parte de la felicidad. Y no se
pueden entregar a cualquiera las cuatro paredes donde se ha vivido, se ha
dormido, se ha amado, se ha reído y se ha llorado. Tiene que haber un proyecto
de felicidad detrás, como lo hubo en su día y se construyó año tras año. Solo
que la cuestión de los escalones implica buscarse otro nido. Y todo el mundo
sabe que buscarse otro nido ya es otra cuestión.
Película de sonrisa permanente
y comodidad agradable con Morgan Freeman y Diane Keaton construyendo con
sabiduría unos personajes que se mueven por Nueva York con la relajación propia
de la edad, con el billete de vuelta de todo pero que todavía tienen que ir a
por algo, con la ilusión de una vejez que se acerca a pasos agigantados pero
que todavía no es una amenaza. Ellos son maravillosos. En todas sus miradas hay
dobles sentidos, químicas aparentes, complicidades insinuadas. Dan ganas de
comprarles el piso para saborear todas sus experiencias y la mirada cae y los
párpados acompañan a los labios para que el gesto sea el de espectador
agradecido y complaciente. Al fin y al cabo, les vamos a perdonar todo. Incluso
sus rarezas. Incluso su perrita harto fea.
Como bien dice el personaje de
Morgan Freeman: “Ninguna casa tendrá la
vista que tenía la nuestra. Aunque bien es verdad que, tal vez, ya hayamos
visto todo y no la necesitemos”. Todo depende de la disposición para llevar
la mochila de las experiencias o si la ruptura implica necesariamente que el
carácter sea distinto cuando ni siquiera los amigos son los mismos. Basta con
pintar siempre al amor de tu vida o ser el contrapeso ideal cuando hay
demasiadas cosas en contra. Eso, quizá, sea el amor. Mirar a tu pareja y darse
cuenta de que la miras por primera vez. Tener aún la capacidad de sorprender y
sorprenderse. Darse cuenta de que la felicidad, hecha a base de momentos, se ha
instalado cómodamente en algún sitio de una casa que no merece otro dueño.
Mientras tanto, vivir. Con los problemas, con la ropa nueva, con la ropa
cómoda, con la ropa vieja, con la luz cálida y las manos suaves, con el café
que sabe a casa, con el caos controlado del completo desorden que solo uno
mismo entiende. El amor se acostumbra a todo eso. Y la felicidad también. Y el
sentido del humor, por supuesto. Ese mismo que tanta falta nos hace cuando
vemos la cantidad de estúpidos que van a usurpar algo que es nuestro. Nuestro.
Solo nuestro.
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