Si queréis escuchar los debates de "La gran evasión" de las últimas dos semanas, envueltos en ternura y con momentos realmente conmovedores, tenéis el de "Primavera tardía", de Yasujiro Ozu aquí y el de "Nebraska", de Alexander Payne aquí. Disfrutadlos. Merecen la pena.
Volver una y otra vez a la imagen
perdida en una interminable espiral de amor y muerte. Sentir que el fracaso se
ha instalado definitivamente porque no se ha sido capaz de vencer los miedos.
Creer que el mundo se ha acabado porque el ideal de la belleza ha caído desde
lo más alto y ha destrozado todos los sueños que llegaron a intuirse por pura
fascinación. La porcelana en la piel que ya no se verá más porque se ha
quebrado en mil pedazos y se ha convertido en las piezas de una obsesión que no
se va. Mirar hacia abajo y sentir que el suelo se aleja. Mirar hacia arriba y
sentir que el sueño no se deja. Vértigo. De entre los muertos.
No hay besos, hay sensaciones que
giran en torno a la mente y al corazón. Nada puede salvar de la melancolía. La
tristeza por la pérdida es tan abrumadora que solo se quiere recrear de nuevo
lo que, un día, fue la perfección. Hay que esculpir de nuevo el sueño, sin
dejarse ningún detalle, como los prolegómenos de un largo e inacabable acto
amoroso. Los fantasmas vuelven y es imposible asirlos para que sean parte de
esa terrible obsesión. Las empinadas calles de San Francisco son un laberinto
de emociones que no se entienden salvo cuando ella aparece de nuevo, con su
traje, su pelo, su mirada, su forma de caminar femenina y, sin embargo, casi
desvalida. La felicidad, turbia y desalmada, apenas se queda unos instantes
porque el descuido aparece y esfuma el sueño. Es el vértigo de amar. Es amar de
entre los muertos.
El bosque, la casa, el moño en el
pelo, la misión española, el campanario, la desolación. Sísifo revisitado.
Orfeo en los infiernos de las alturas. Suenan las campanas y solo puede esperar
la locura de haber perdido dos veces de forma definitiva por culpa de una
obsesión por los muertos, por culpa de una culpa entre los vivos. Allí, en lo
alto, siempre quedará la sombra de un hombre sin respuestas, recluido en los
motivos de su mente mientras los demás nos agarramos a las cornisas de ese
campanario que no es más que el escenario de la más terrible de las derrotas.
El proceso de humillación se ha completado y solo resta el silencio. Y es que
no hay más explicaciones, no puede haberlas. Porque no se puede hablar sobre la
belleza, sobre la pérdida, sobre la derrota repetida y no tener la sensación de
que algo se deja por el camino, algún detalle inoportuno que se resiste a
salir. El hombre incompleto ha nacido. Es el vértigo de no caer. De no caer
entre los muertos.
Alfred Hitchcock realizó una de
sus películas más personales con una de las exhibiciones más impresionantemente
visuales que haya hecho ningún director en toda la historia del cine. Sus
silencios medidos, con escenas de hasta ocho minutos sin una línea de diálogo,
su repertorio de planos, su sentido estético con un uso del color que
desplegaba toda la paleta del pintor más acusadoramente estético. Saul Bass
dibujó la frustración y la sensación de la misma acrofobia y Bernard Herrmann
compuso una de las bandas sonoras más románticas, apasionadas e inquietantes
que se hayan hecho nunca Y al fondo, dando cuerpo a la obsesión James Stewart
en uno de los papeles más turbios de su carrera, y Kim Novak encarnando a la
misma sexualidad nacida del vértigo. El vértigo del sexo. Del sexo entre los
muertos.
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