Los dedos parece que
son estalactitas de los brazos en medio del infierno helado. El frío cala en
los pies y en los huesos como balas coreanas rebotadas de la pared de una
caverna y la misión se antoja imposible. Cuarenta y ocho hombres deben
permanecer parapetados en un desfiladero para cubrir la retirada estratégica de
quince mil. Y lo peor de todo es que deben intentar que los coreanos se crean
que allí están todos, resistiendo. Labor de titanes en medio de las heladas
colinas de Corea. No se podrá resistir con el engaño mucho tiempo y los mandos
van cayendo como piezas de dominó hasta que un simple cabo debe tomar la
iniciativa. No es fácil coger el mando. Tienes que infundir confianza a los
hombres, que se sientan seguros, convencidos de que, quien da las órdenes, sabe
lo que hace a cada momento. Y la responsabilidad es una de esas cosas que uno
no tiene plena conciencia de tenerla hasta que llega el instante de ejercerla.
Por el camino, minas bajo la nieve, bombardeos continuos de mortero,
escaramuzas de avanzadillas temerarias. La guerra hace héroes, pero también
miserables. La respuesta está dentro de una cueva con piscina cubierta
incorporada.
Y no cabe duda de que
el valor no huye con facilidad, como falsamente se cree. Está ahí, esperando
por ese momento de arrojo que, simplemente, se presenta sin avisar, dispuesto a
emerger sobre el hielo como una sorpresa de haber hecho lo debido. Las
bayonetas siguen caladas a la espera de hincarse en el vientre del enemigo, las
órdenes se dan en voz baja para que el contrario no sepa los pocos que quedan.
Se coloca ropa de muertos en lugares estratégicos para que el truco no decaiga
y todo se derrumba al paso de los camiones blindados, signo inequívoco de que
los coreanos se han tragado el anzuelo hasta el esófago. Creen que allí hay
quince mil hombres y no cuarenta y ocho.
Cuando se tiene a tiro
a un ser humano, no es fácil apretar el gatillo y arrebatar una vida. El ojo se
cierra, el ánimo se tensa, el dedo se arquea, pero hay algo en el interior que
grita porque no se haga. Y sin embargo, hay que hacerlo. Tal vez por
convicción, o por obligación, o porque se cree que si no se hace morirán esos
compañeros que sueñan con jugar a los bolos o estar de copas con una chica. Los
mecanismos del combate deben estar bien engrasados porque la única salida es la
muerte. Eso o el camino del desfiladero.
Samuel Fuller dirigió
con su vigor habitual esta historia sobre miedos, frustraciones, heroísmos y
supervivencia con un reparto que incluía a Richard Basehart y Gene Evans y,
sobre todo, la aparición fugaz de James Dean como uno de los soldados de
retaguardia. La nieve esconde muchos secretos, e, incluso, la culpabilidad del
miedo, y solo los mismos soldados que están ahí, pasando un frío del demonio, pueden
cambiar esa sensación. Con la bayoneta bien calada.
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