Robert Klein vive
cómodamente en su piso del París ocupado por los alemanes. Es anticuario,
consigue buenos precios a todos los judíos que, poco a poco, van vendiendo su
patrimonio para seguir sobreviviendo, una chica viene de vez en cuando a
hacerle sentir hombre y se declara manifiestamente neutral ante los nazis. Sin
embargo, un leve error burocrático le hace caer en la cuenta de que hay otro
señor Klein en París que, para más señas, se parece bastante a él. La
curiosidad le pica y decide comenzar su búsqueda mientras los alemanes le
exigen unos cuantos certificados de nacimiento de sus padres y abuelos para
comprobar que su ascendencia no es judía. Más que nada porque el otro señor
Klein sí lo es.
Así, Robert Klein
comienza a ver cómo vive ese otro señor Klein. ¿A qué se dedica? ¿A dónde va?
¿Qué es lo que hace en sus ratos libres? ¿Con quién se ve? Como sus identidades
están equivocadas a ojos de las autoridades, Robert Klein comienza a tener
problemas. Y la personalidad comienza a sufrir un cambio. Es como si un señor
Klein estuviese irremediablemente atraído por el otro señor Klein. Nunca
consigue verle. Tal vez porque Robert Klein comienza a ser, de alguna manera,
el otro señor Klein. Los acontecimientos se precipitan y Robert Klein puede ser
el destinatario de aquellas palabras que decían “Primero vinieron a por los comunistas, y yo no dije nada porque no era
comunista. Luego vinieron a por los judíos, y yo no dije nada porque no era
judío. Luego vinieron a por los sindicalistas y yo no dije nada porque no era
sindicalista. Luego vinieron a por los católicos y yo no dije nada porque era
protestante. Luego vinieron a por mí pero, para entonces, ya no quedaba nadie
que pudiera decir nada”. Así es cómo transcurrió la apacible existencia del
señor Robert Klein. Ya no le dejaron comprar y vender antigüedades. Ya no podía
andar por la calle libremente. Ya le vinieron a buscar para subir a unos
cuantos vagones para ganado. Mientras tanto, él no entendía nada y creía,
ingenuamente, que podía recuperar su vida en cuanto se arreglara el error
burocrático que le condenaba al destierro y a la muerte.
Y es que el señor
Robert Klein pudo huir, pero para él era mucho más fuerte el deseo de encontrar
al otro señor Klein. Tanto es así, que sus identidades comenzaron a
confundirse, ya no eran dos señores Klein. Eran uno solo. Finalmente, de alguna
manera, el señor Robert Klein también se hizo judío, también aceptó el castigo
mansamente, también se difuminó su propia personalidad en algo tan etéreo como la
ceniza, también dejó su vida acomodada para vender su propia identidad.
Joseph Losey dirigió
esta película de producción francesa con un estupendo Alain Delon de
protagonista, dejando esparcidas las obsesiones del director sobre el
intercambio de personalidades, sobre la debilidad de la propia identidad en
unos tiempos en el que uno sabe quién es solamente porque lo dice un papel.
Algo que resulta muy peligroso en una tierra ocupada por la sinrazón y la
tiranía. El señor Klein volverá…pero ya nunca más podrá ser él.
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