jueves, 13 de septiembre de 2018

LA MONJA (2018), de Corin Hardy

Todos hemos creído distinguir sombras en la oscuridad. En algún momento mágico y tenebroso de nuestra mente, se unía la imaginación con el sueño y creíamos que ahí, al otro lado de la luz, durante algo más de un segundo, se hallaba una figura de movimiento fugaz e intenciones ocultas. Tal vez en ese rincón, donde la razón parecía fugarse, es donde Dios acababa.
Es lo que ocurrirá esta noche, después de ver esta película. Creeremos que las leyendas tocaran su campanilla de alarma proclamando ante los vivos que existen, que no son invenciones de la peor fantasía. Las maldiciones tomarán cuerpo y, de alguna manera, tendremos que enfrentarnos con nuestros propios miedos, a los que tomaremos por reales cuando no son más que fantasmas de nuestro vacío, errores de nuestra inutilidad, cienos del alma que luchamos para que se queden al otro lado de la puerta del bien y del mal.
Y es que lo que se intuye es lo que verdaderamente produce pánico, mientras que lo evidente no pasa de ser algo funcional, anecdótico y, quizá, fácil. La inocencia es la mejor arma contra el horror y los muertos parecen hablar desde el más allá para lanzar un puñado de advertencias que, por lo general, no llegan a ser escuchadas. La voz que resuena en nuestros oídos puede ser tan seductora como quebrada y el mal no deja de llamar con sus atractivos ruidos de tormenta, de cuerda estirada, de sangre caída, de sonidos de ultratumba, de implícitas reuniones con el diablo que trata de abrir todas las puertas y expandirse con el odio. Es tiempo de adentrarse por los pasillos oscuros de la locura y pelear contra ella. Si no, es posible que tengamos que pagar por nuestras debilidades, incluida la de asustarse en la niebla.
Uno de los principales problemas a los que se enfrenta una película de terror es su propia naturaleza. Por definición, el género se define como una sucesión de inquietudes, sustos, pánicos y horrores que pretenden ir creciendo según avanza el metraje. En muchas ocasiones, como en ésta, la trama funcionará bien, pasando por encima de algunos vacíos, sugiriendo mucho más que mostrando, con sombras fugaces en segundo plano, con presentimientos que pueden o no cumplirse. Sin embargo, esa obsesión por alcanzar un punto más en la escala de terror puede llevar al cansancio y, en algún momento, al ridículo, al esperpento, a la ilógica y a romper alguna regla que había quedado bien clara al principio. En La monja ocurre todo esto y no deja de haber un cierto sentimiento de decepción con lo bien que había marcado el rumbo la película en sus dos primeros tercios. Aún así, puede haber algún aplauso al terminar la proyección  porque, al fin y al cabo, el espectador recibe lo que pide y unos cuantos han saltado varias veces en su butaca.

Sí, en esa afirmación también parece que Dios acaba aquí. Igual que lo hace con un punto final después de un artículo, o cuando se comprueba que se renuncia a la maldad que emana del misterio y se transfieren oraciones hacia un exorcista que no acierta demasiado con su trabajo y con una novicia que nos recuerda que en un rostro puede haber más santidad que en miles de palabras. Echen la llave y no dejen entrar estos pensamientos impíos que les pueden arruinar la película. Mantengan la fe y el sobresalto será breve, pero efectivo.

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