Todos
hemos creído distinguir sombras en la oscuridad. En algún momento mágico y
tenebroso de nuestra mente, se unía la imaginación con el sueño y creíamos que
ahí, al otro lado de la luz, durante algo más de un segundo, se hallaba una
figura de movimiento fugaz e intenciones ocultas. Tal vez en ese rincón, donde
la razón parecía fugarse, es donde Dios acababa.
Es lo que ocurrirá esta
noche, después de ver esta película. Creeremos que las leyendas tocaran su
campanilla de alarma proclamando ante los vivos que existen, que no son
invenciones de la peor fantasía. Las maldiciones tomarán cuerpo y, de alguna
manera, tendremos que enfrentarnos con nuestros propios miedos, a los que
tomaremos por reales cuando no son más que fantasmas de nuestro vacío, errores
de nuestra inutilidad, cienos del alma que luchamos para que se queden al otro
lado de la puerta del bien y del mal.
Y es que lo que se
intuye es lo que verdaderamente produce pánico, mientras que lo evidente no
pasa de ser algo funcional, anecdótico y, quizá, fácil. La inocencia es la
mejor arma contra el horror y los muertos parecen hablar desde el más allá para
lanzar un puñado de advertencias que, por lo general, no llegan a ser
escuchadas. La voz que resuena en nuestros oídos puede ser tan seductora como
quebrada y el mal no deja de llamar con sus atractivos ruidos de tormenta, de
cuerda estirada, de sangre caída, de sonidos de ultratumba, de implícitas
reuniones con el diablo que trata de abrir todas las puertas y expandirse con
el odio. Es tiempo de adentrarse por los pasillos oscuros de la locura y pelear
contra ella. Si no, es posible que tengamos que pagar por nuestras debilidades,
incluida la de asustarse en la niebla.
Uno de los principales
problemas a los que se enfrenta una película de terror es su propia naturaleza.
Por definición, el género se define como una sucesión de inquietudes, sustos,
pánicos y horrores que pretenden ir creciendo según avanza el metraje. En
muchas ocasiones, como en ésta, la trama funcionará bien, pasando por encima de
algunos vacíos, sugiriendo mucho más que mostrando, con sombras fugaces en
segundo plano, con presentimientos que pueden o no cumplirse. Sin embargo, esa
obsesión por alcanzar un punto más en la escala de terror puede llevar al cansancio
y, en algún momento, al ridículo, al esperpento, a la ilógica y a romper alguna
regla que había quedado bien clara al principio. En La monja ocurre todo esto y no deja de haber un cierto sentimiento
de decepción con lo bien que había marcado el rumbo la película en sus dos
primeros tercios. Aún así, puede haber algún aplauso al terminar la proyección porque, al fin y al cabo, el espectador recibe
lo que pide y unos cuantos han saltado varias veces en su butaca.
Sí, en esa afirmación
también parece que Dios acaba aquí. Igual que lo hace con un punto final
después de un artículo, o cuando se comprueba que se renuncia a la maldad que
emana del misterio y se transfieren oraciones hacia un exorcista que no acierta
demasiado con su trabajo y con una novicia que nos recuerda que en un rostro
puede haber más santidad que en miles de palabras. Echen la llave y no dejen
entrar estos pensamientos impíos que les pueden arruinar la película. Mantengan
la fe y el sobresalto será breve, pero efectivo.
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