Ser una novia de guerra
es durísimo. Sobre todo cuando entra en juego la burocracia. A partir de ahí,
la situación comienza a ser kafkiana en clave de comedia. No te dejan dormir en
ninguna parte. No te reconocen como hombre a pesar de que eres novia de guerra.
No te dejan compartir nada con tu nueva esposa. No es la palabra. Siempre no. Y
esto es un insulto para un francés que está dispuesto a ponerse una peluca
hecha con la cola de un zopenco para poder vivir una noche solitaria con su mujer.
Todo comienza porque
los amores más reñidos son los más queridos. Y también porque en una misión sin
importancia se sucede la mala suerte como el estraperlo en los mercados
clandestinos de la Alemania ocupada por los Aliados. Los picaportes se caen. Las
sillas son duras como la piedra. Las motos tienen caprichos de mujer. Los
postes de indicaciones están recién pintados y todo el mundo gira en torno a
ella. A ella, sí. Nos referimos al personal femenino militar. El masculino está
a punto de perder toda su dignidad yendo de aquí para allá con unas maletas y
un abrigo. Hasta hay un momento en que no se le ocurre otra cosa que agarrar a
un niño con vocación de fontanero y que se llama Niágara para esperar a una
madre que ha ido, tontamente, a por agua. Esto no lo aguanta cualquiera.
Así que allá va el
Capitán Henri Rochard, dispuesto a hacer feliz a su esposa…si alguna vez llega
a verla, claro. El Capitán es conquistador, elegante y cuidadoso. Tanto es así
que es algo quisquilloso con los políglotas y no entiende que no la dejen pasar
como cónyuge del personal militar en tránsito hacia los Estados Unidos al
amparo de la Ley 271 del Congreso. Si está muy claro. Ella es esposa de una
soldado. Él es esposa de una soldado. Él es marido de una soldado. Eso. Es que
ya los conceptos llegan a bailar con tanta noche sin dormir.
Escrita en sus dos
tercios por Orson Welles, que renunció a los créditos por hacer un favor a su
amigo Charles Lederer, y dirigida con la habitual agilidad de Howard Hawks, La novia era él es toda una
reivindicación de la condición femenina, habitualmente menospreciada y hundida
en la maraña burocrática de los amigos americanos, con una novia con el rostro
de Cary Grant y un marido con las encantadoras facciones de Ann Sheridan. A
partir de aquí, hay que estar muy atento a esos maravillosos diálogos que se
van sucediendo como formularios para acreditar que aquí hay un equipo de altura
para llevar a una señora hasta su hogar allende los mares. Perdón, un señor. Y
tiene buenas piernas.
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