No se trata de rellenar vacios imposibles. Tampoco de venganzas que no
llevan a ningún sitio más allá de la violencia sin sentido. El negocio es estar
en paz consigo mismo, sentir que se vale para algo más que ver pasar el tiempo,
sin intervenir, con la impasibilidad en el rostro, con la frustración en el
corazón. Allá fuera hay miles de gritos pidiendo auxilio y alguien tiene que
escuchar. Aunque sólo sea un hombre.
Así que ese sentido de la
justicia que está tan ausente en nuestros días vuelve bajo el rostro de Denzel
Washington. Y nos vuelve a reconfortar con sus inteligencias, con sus
capacidades, con sus previsiones y con sus enseñanzas. Tal vez porque la ayuda
no siempre tiene que ser espectacular. Basta con mostrar un camino para que
alguien se decida a tomarlo. Es suficiente con salvar a alguien de las garras
del mal para que el silencio deje de ser un abismo y se convierta en una
complicidad. Puede que incluso nada vaya más allá que compartir un buen plato
de sopa con alguien a quien verdaderamente se aprecia. Los héroes, los de
verdad, son así. Sencillos, discretos y llenos de recursos. Y existen.
Las lecciones que la vida se
encarga de desgranar son meros minutos aprovechados en un portal. La verdad
puede que se halle en los libros, pero también más allá de ellos. Sólo hay que
elevar la mirada para darse cuenta de que el mal acecha en sus más diversas
formas. A veces, de forma anónima. Otras, con toda su carga de odio y horror.
El secreto está en no inmutarse, en hacer en cada momento lo que se supone que
debe hacer un profesional que siempre supo lo que se traía entre manos. El amor
por el detalle es lo primero y lo mismo da disparar a una rueda para alterar el
objetivo de un rifle de mira telescópica que rajar unos cuantos sacos de harina
para crear polvo en suspensión que arde como la yesca con apenas una simple
ignición. Es el igualador, el hombre que quitó vidas a quien merecía la muerte
y enseñó la muerte a quien mereció vivir…y que siempre supo que no estuvo allí
donde estaba quien más le amaba.
Denzel Washington protagoniza la
única secuela de su carrera y lo hace con eficacia y su indudable maestría. Da
una lección de cómo convertir a lo que podría haber sido un simple héroe de
acción en un personaje de carne y profundidad. En sus miradas, está la verdad.
En sus movimientos, la experiencia. En sus ojos, la oportunidad de un actor con
tantas tablas y tanta sabiduría que llega a poner la carne de gallina. Por otro
lado, la película funciona, con sus altos y sus bajos, sus leves confusiones y
su indudable gancho. Es algo más que una película de acción y algo menos que un
drama social.
Así pues no cabe ninguna duda de
que al espectador le quedan aún ganas de volver a un tipo concienzudo como
Robert McCall repartiendo justicia sin ser el típico justiciero. Tal vez porque
en todas sus acciones se percibe un leve atisbo de humanidad que nunca pierde
un personaje que ha llegado a la verdad a través del sufrimiento y que ha
conseguido la plenitud con la simple satisfacción de ayudar a los demás. No, no
es un super-héroe, pero podría serlo. Es precavido, es único, es un profesional
y, a pesar de que ya nadie le reclama, se hace muy necesario. Y, quizá, ésa sea
una de las grandes virtudes de los hombres de verdad. Son necesarios. Se mueven
entre las sombras y nadie se da cuenta de que existen, pero están ahí,
dispuestos a saltar sobre el próximo facineroso, con la mano bien templada para
aplicar un castigo proporcionado, rellenando los vacíos de otras personas al
mismo tiempo en el que él se siente bien consigo mismo. Buscando pistas.
Poniéndose en el lugar del crimen. Sacando conclusiones que a cualquier otro se
le escaparían. Sí, él es el igualador. Es ése ángel de la guarda que, de vez en
cuando, nos encontramos y lleva a preguntarnos qué diablos gana él ayudando a
los demás. ¿Sabríamos responder?
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