Todo empieza en una
tabla elevada, trasunto de un anuncio teatral, donde hay un mimo prodigioso, un
tal Baptiste. Allí, él ridiculiza una detención policial y salva a una chica
acusada injustamente de haber robado una cartera. Baptiste tiene un don. Sabe
expresar con el silencio mucho más que el resto de actores con miles de
palabras. Al otro lado, empezando de figurante y ascendiendo de rato en rato,
está Frederick. Es apuesto, es alto, es bastante fanfarrón y el don de la
oratoria es lo suyo porque se auxilia de Rimbaud, Verlaine, Shakespeare y
Marlowe. Quiere ser primer actor y lo va a conseguir porque es capaz de ganarse
a cualquiera con su gentil, brillante e inacabable verborrea. Quizá justo en
medio, entre el silencio y la palabra, es donde se halle el amor.
El amor es aquello que
te inspira, te salva, te enriquece, te eleva, te marca como diferente y
privilegiado, te aliena, te sube, te baja, te engaña, te quiere…El amor es un
gesto y una mirada, es la frase justa en el momento adecuado. Incluso puede que
sea ese gesto, esa mirada y esa frase que tú nunca supiste que poseías hasta
que viste de cerca al mismo amor. París bulle en sus calles, presentándose como
una ciudad de bohemia, misterio y soberbia. Las venganzas ladinas se agostan en
las esquinas, tratando de tener visibilidad cuando el juego de pasiones trata
de ahogarlas. El teatro es la ilusión, la magia que se esconde entre sus
imaginaciones, siendo tan sublime como miserable, tan excepcional como vulgar.
Baptiste crea al mismo París entre sus gestos, siempre precisos y adelantados.
Frederick es la nueva época que se abre con el arte hablado y la actuación
pura. Y ella habita en los dos, como si fuera la sangre de su pensamiento,
yendo del corazón al cerebro y vuelta atrás. No se puede controlar. Frederick
es más frío a pesar del incontenible romanticismo de sus palabras. Baptiste es
más soñador, dispuesto a sacrificarlo todo con tal de estar un minuto más entre
los brazos de quien ama. Frederick podrá salir vivo del duelo. Baptiste será
devorado por la multitud, tratando de llegar a lo imposible y luchando
heroicamente en contra de la razón. El teatro es ingrato y olvidará pronto a
sus mitos. Después sólo quedará el silencio sin gestos, sin mímica, sin texto y
sin alma.
Marcel Carné dirigió
esta película bajo la ocupación nazi y contó con unos extraordinarios actores
encabezados por Jean-Louis Barrault, Pierre Brasseur y la española María
Casares rodeados de una maravillosa dirección artística de Alexandre Trauner,
por entonces miembro activo de la Resistencia francesa. Ellos consiguieron
arrancar lágrimas y carcajadas de todos aquellos niños que, sin dinero y sin
futuro, se agolpaban ahí arriba, en el paraíso de la platea, gritando sus
nombres y sabiendo que los dramas de cada cual son solo acentos de un pueblo
que espolea su ánimo para saber que el amor no siempre da lo que uno quiere, no
siempre es bueno para todos y no siempre triunfa en medio de las ambiciones
humanas…entre otras, ser amado.
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