Cuando un actor se mete
en un papel, debe pensar como el personaje que interpreta. Sobre todo si tiene
que hacer dos funciones diarias en la piel del otro. Si ese personaje es Otelo,
hay que tener mucho cuidado. El demonio de los celos puede arrastrar hacia la
locura porque, al fin y al cabo, amar tanto sólo lleva hacia la perdición.
Desdémona debe ser asesinada todas las noches y las motivaciones de Otelo son
profundas porque sabe que, en el fondo, la pierde aunque sea inocente. Otelo ya
no es Otelo, es un ser que dista mucho del valeroso guerrero que ofrece
victorias a sus señores. Está carcomido por la envidia, porque el amor nunca es
puro, porque la rabia crece en su interior alimentada por el fuego del pérfido
Yago. El pañuelo con el que estrangula todo su amor tiene que apretarse fuerte.
Si no, es posible que Desdémona vuelva a engañarle, vuelva a no engañarle,
vuelva a parecer que cualquiera de sus miradas significa mucho más que el
simple hecho de observar. Otelo es un monstruo que puede devorar a quien lo
interpreta.
Anthony John es uno de
esos actores que se enfundan en los personajes que interpretan. Demasiadas
tablas, demasiados textos memorizados, demasiadas luces en los ojos. El
agotamiento de su propia creatividad parece que está llegando y la sombra de
Otelo se proyecta sobre él como la de un asesino peligroso que le impulsa a
cometer el peor de los crímenes. Lo que aún espolea su mente es el divorcio
reciente con su mujer, que lo ha abandonado porque no soporta convivir con
criaturas procedentes de las plumas de Shakespeare, de Shaw, de Plauto o de
Pirandello. Los celos ya están sembrados por sí mismos dentro de la mente de
John, y Otelo espolea con sus monstruosos celos. Se avecina una tragedia…o, tal
vez, sea solo la última gran escena de un actor entregado en cuerpo y alma.
Atípica película de
George Cukor, rodada con un inusual barroquismo visual, que puso en liza el
talento de Ronald Colman para lograr una interpretación mítica, obsesiva,
pulcra y, a la vez, rechazable. A su lado, Signe Hasso, la encantadora Shelley
Winters y el siempre excelente Edmond O´Brien, tratando de guiar de vuelta al
loco que se creyó artista para interpretar a alguien que enloqueció. Juego
brutal de espejos que se encierra en un
ambiente agobiante y casi hostil, teatral y, al mismo tiempo, abrumadoramente
real. Cukor demostrando. Colman actuando. En pie, señores, el telón ha caído.
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