En
estos tiempos en los que los villanos son dignos de alabanza y simpatía, uno se
llega a preguntar los motivos por los que es necesario hacer una segunda parte
de la reinvención del enemigo de Batman. La primera parte del descenso a la
locura más sanguinaria contenía escenas turbadoras, que rozaban peligrosamente
lo sórdido, con una ambientación propia del realismo más sucio y que muchos lo
asemejaron a aquella obra maestra de Martin Scorsese que llevó por título Taxi Driver. En esta ocasión, todo se
reemplaza por un musical. Sí, sí. No esperen otro coqueteo con la turbiedad,
con el lado más psicopático de la locura, con la hartura propia de una época en
la que los ricos prosperan y los pobres son aún más pobres porque nadie se
acuerda de ellos. Tiren del repertorio de Frank Sinatra y tendrán un resumen de
esta segunda parte.
Y es que todo el mundo
se acordó de aquella secuencia de las escaleras, de la interpretación esforzada
e intensa de Joaquin Phoenix, explotando al máximo la expresividad emanada de
su delgadez y demacración. Se trata de repetirlo, pero ahora vamos a poner una
cancioncilla cada dos por tres, esperando que todo el mundo reconozca el Bewitched, de Sinatra, o el Get happy, de Judy Garland, para que el colectivo
se una ferozmente a un musical de amor y atrocidad. Y ya está. De paso, para
contentar a los incondicionales de los personajes de Bob Kane y nos presenta a
Harley Quinn bajo el rostro de Lady Gaga y a un joven ayudante del fiscal del
distrito de nombre Harvey Dent y que, con el tiempo, se va a convertir en Dos
Caras.
Dicho esto, la película
cuenta muy poco, salvo la continua ensoñación melódica de Arthur Fleck con
Phoenix cantando e, incluso, marcándose unos pasos de claqué en un argumento
que, básicamente, se limita a describir los avatares de un loco que no está
loco y que finge estarlo porque todo hijo de vecino quiere que sea ese loco que
no es. La simpleza que desarrolla la historia nos advierte de los peligros de
enaltecer a los villanos, de restringir nuestras miradas hacia la dirección
equivocada y de la seguridad de que, en el fondo, todos aparentamos y estamos
dispuestos a adorar a aquel que se muestra sin fronteras morales, constreñido
por las reglas de una sociedad que no nos gusta desde hace mucho tiempo y que
debemos sobrepasar para que la etiqueta quede en una anécdota.
La dirección de Todd
Phillips, en esta ocasión, se vuelve plana, por mucho que se esfuerce en poner
todo el ambiente en el asador en todas y cada una de las canciones que van
desfilando por la película. Ni que decir tiene que está punto de caer en varios
momentos en el cliché del videoclip, pero se le perdona por el buen gusto en la
elección del repertorio. La interpretación de Phoenix es mucho menos llamativa.
La de Lady Gaga es casi un chiste cantado. El que mejor está es Brendan Gleeson
que incorpora a ese carcelero de modales amables y pensamientos crueles. La
resolución de todo, que pasa por el juicio de Arthur Fleck porque le consideran
apto mentalmente, es todo un enigma. Y no porque no se pueda resolver.
Una segunda parte bastante inútil, sin demasiada sustancia, repitiéndonos una y otra vez que así es la vida y que, igual que hay buenas personas en el mundo, también hay agujeros negros de locura que sólo desean más sangre. Si llega al aprobado, es por la mirada benevolente del examinador, porque, en realidad, esto merece un suspenso. Así es la vida.
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