“Yo
fui a la escuela y ya quise actuar. Luego, quise actuar. Más tarde, empecé a
actuar. Y todavía sigo actuando”.
Besaría cada una de las
arrugas de su cara llena de personalidad, con absoluto respeto y suavidad. Con
su mirada, era capaz de decir más cosas que actrices que no han parado de
hablar en toda su carrera. Con su risa, eras capaz de compartir su habitual
colmillo afilado. Con su mirada, penetrante y, a menudo, sarcástica, podías
echarte a temblar. Dominaba todos los resortes de la actuación. Era grande en
comedia, en drama, en lágrimas y en risas. No tenía ningún punto flaco en su
arte. Maggie Smith…siempre a sus pies, milady.
Era una actriz que
estaba profundamente enamorada del teatro. Hasta que tuvo los primeros
problemas de salud en 2008, consideraba que la escena era su auténtica
profesión. Sólo hacía televisión y cine porque el cheque era largo y
proporcionaba fama. Siempre los abandonaba para hacer alguna obra de teatro en
el West End o en Broadway. Y lo hizo todo bien. Fue grande cada vez que se
subía a las tablas. Fue una gran dama allí por dónde paseaba sus pisadas. Sus
películas podrían ser más o menos buenas, pero ella jamás hizo una
interpretación descolocada, fuera de lugar, histriónica o sin fundamento. Su
intuición era auténtica y acertada. Su dicción, toda una delicia. Su sentido
del humor, legendario.
Formada en la Royal
Shakespeare Company y, posteriormente, insertada en las filas del Old Vic, su
repertorio clásico fue largo y variado aunque ella confesó que “A Shakespeare nunca lo dominé del todo”.
Allí forjó su experiencia y su amistad con otras leyendas del teatro y del cine
británico con quien mantuvo relación durante toda su vida, como Judi Dench, una
de sus mejores amigas, Flora Robson, Alec McCowen o Laurence Olivier con quien
alcanzó un éxito extraordinario a través del montaje de Otelo y que, en su adaptación al cine, le hizo ganar su primera
nominación al Oscar.
Detrás de Shakespeare,
otros autores de fama mundial con los mejores repartos entraron en su
repertorio, como Ibsen, Strindberg, Ionesco, Edward Albee, Oscar Wilde, Peter
Shaffer, Jean Cocteau, Noel Coward, Jean Anouilh o John Osborne. Siempre volvía
al teatro con ganas porque, en el fondo, “nunca
entendí muy bien qué era actuar para el cine. Sólo en el teatro me sentía
realizada”.
Su primera aparición en
el cine en un papel importante es en Nowhere
to go, de Basil Dearden, una película que, en intenciones, se acerca al free cinema aunque no se halle entre los
títulos que podrían pertenecer a esa generación de “jóvenes airados”. Sigue sin
entregarse al nuevo medio, pero en Estados Unidos no se olvidan de ella cuando
tratan de reunir un reparto del máximo prestigio en la película coral Hotel Internacional, de Anthony Asquith,
con compañeros de la talla de Richard Burton, Elizabeth Taylor, Orson Welles,
Margaret Rutherford o Rod Taylor.
Secunda
maravillosamente a Ann Bancroft en Siempre
estoy sola, excelente película basada en una obra de Harold Pinter y no
duda en ponerse a las órdenes de John Ford en El soñador rebelde, película que el gran director no pudo terminar
y acabó codirigiendo el director de fotografía Jack Cardiff. Obtiene su
nominación con Otelo y acaba siendo
la más lista de la clase en ese juguete teatral y brillante que es Mujeres en Venecia, de Joseph L.
Mankiewicz, al lado de Cliff Robertson, Rex Harrison y Susan Hayward.
Cambia de registro y se
escora descaradamente a la comedia con Un
cerebro millonario, acompañando a Peter Ustinov y, de forma sorpresiva,
gana el Premio de la Academia a la mejor actriz en 1969 con Los mejores años de Miss Brodie, una
radiografía tremendamente acertada sobre el fascismo oculto que puede habitar,
incluso, en una maestra de escuela.
En uno de los múltiples
montajes teatrales conoce a Robert Stephens, con el que contrae matrimonio.
Stephens fue un excelente actor al que se le puede recordar como el
protagonista de La vida privada de
Sherlock Holmes, de Billy Wilder. Sin embargo, fue una unión tormentosa,
con dos intentos de suicidio por parte de él, que acabó en 1975, después de
siete años de convivencia y la gran dama de la escena se casó con el escritor
Beverley Cross, que también trabajó como guionista para el cine escribiendo los
libretos de Jasón y los argonautas o La mitad de seis peniques, de George
Sidney.
Maggie Smith realiza
una aparición especial en ese debut extraño de Richard Attenborough en la
dirección con el título de Oh, qué guerra
tan bonita y George Cukor la requiere para que sustituya a Katharine
Hepburn que, en el último momento se echa atrás, en esa comedia de aventuras y
desventuras bastante barroca que es Viajes
con mi tía, basada en la novela de Graham Greene y por la que obtiene una
nueva nominación al Oscar. Interpreta una atípica historia de amor al lado de
Timothy Bottoms en las costas españolas en Amores,
penas y despechos, de Alan J. Pakula, que resulta ser un fracaso bastante
estrepitoso y es invitada para dar vida a una especie de trasunto de Nora
Charles en Un cadáver a los postres,
de Robert Moore, siendo elegante y sexy en un ambiente de misterio con risas.
Se pone a la sombra de
Bette Davis para encarnar a su permanentemente humillada señorita de compañía
en Muerte en el Nilo y gana
brillantemente su segundo Premio de la Academia, esta vez como actriz secundaria,
en un memorable dueto con Michael Caine en el episodio a su cargo de California Suite, en la piel de una
actriz aterrada que está nominada al Oscar.
A partir de aquí,
Maggie Smith se entrega mucho más al teatro y sólo acepta papeles que le
interesan aunque sean mucho más secundarios. Ahí está su diosa en Furia de titanes o la estupenda Daphne
de Muerte bajo el sol rivalizando
maravillosamente con Diana Rigg o interpretando a la señora Bartlett de esa
adaptación de E.M Forster que pasa por ser una de las mejores películas del
director James Ivory en Una habitación
con vistas. Su rostro surcado por los arados del tiempo se vuelve
irremediablemente interesante y magnético a partir de su interpretación de la
anciana Wendy en Hook, de Steven
Spielberg y en su severa, pero no tanto encarnando a la Madre Superiora de Sister Act en sus dos partes. Ya en su madurez más
avanzada, aún nos deleita con papeles divertidos en los que se convierte en el
punto fijo de atención cuando ella está en escena en comedias como El club de las primeras esposas, o en la
segunda versión de La heredera como
la tía Lavinia de Washington Square,
o extraordinaria al lado de su amiga Judi Dench y de Cher en Té con Mussolini, de Franco Zeffirelli
en una de sus mejores películas. Da otra lección de actuación en La solitaria pasión de Judith Hearne, de
Jack Clayton, con Bob Hoskins como compañero y se asegura ser conocida para las
nuevas generación al dar vida a la profesora McGonagall de la saga Harry Potter, un personaje que, según
ella misma, “no me atraería lo más mínimo
a la hora de asistir a sus clases. Preferiría ir a las clases de Severus Snape,
es mucho más fascinante”.
En la recta final de su
carrera, aún nos regala actuaciones que son caviar de la interpretación como Gosford Park, maravillosa en El exótico Hotel Marigold juntándose con
viejos amigos como Judi Dench o Tom Wilkinson, ese homenaje a los actores de la
Royal Shakespeare que realiza Dustin Hoffman en su única película como director
con el título de El cuarteto y su grandísimo
trabajo en The lady in the van,
basada en la obra de teatro de Alan Bennett que ella mismo llevó a las tablas a
principios del siglo XXI.
Maggie Smith era una mujer tremendamente atractiva por fuera y por dentro. Su dedicación y su oficio no tienen comparación posible con ninguna otra actriz. Fue fuerte, con debilidad arrastrada y escondida, dejando ver un velo de fragilidad a través de todos sus personajes. Y, para siempre, en la eternidad, es milady. Y con tu permiso, Maggie, siempre te recordaré con tu elegancia, tu cariño en la profesionalidad que desplegabas siempre y tu fantástico sentido del humor que, a pesar de la vida, siempre sacabas para los que eran tus amigos. Qué pena no haber sido uno de ellos.
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