“Cae la nieve en cada
esquina del cementerio desierto, allá arriba, en la loma en la que estaba
sepultado Michael Furey. Se amontonaba en las cruces retorcidas, en las lápidas
de las tumbas, en las barras puntiagudas de la cancela, en las zarzas sin
hojas. Su alma se desvaneció lentamente en el sueño mientras oía que caía
suavemente sobre el universo, y caía suavemente como el descenso del último
ocaso sobre todos los vivos y los muertos”.
Y así, suavemente,
asistimos a una historia sobre la manera de enfrentarnos a la muerte. Una,
desde la perspectiva del adiós. La otra, desde la óptica del que todavía siente
que tiene mucho por vivir. Quizá, dando por sentado que la muerte es una razón
más para la vida. Se recuerdan errores. Se traen a la memoria algunas cosas que
se han hecho y que, de alguna manera, han sido importantes mientras el presente
avanza hacia el final. Tal vez sólo sea el deseo de afrontar la muerte en
compañía porque el vacío conserva la apariencia de ser un lugar muy solitario.
Mientras tanto, se piensan muchas cosas. Se exhalan las últimas risas. Se trata
de exprimir un poco de belleza ante un acto tan feo como es morir. Y esa
belleza puede que no resida en el paisaje, ni en la afortunada existencia. Puede
que sólo sea la seguridad de que alguien que siente algo por ti está a tu lado.
Para todo y por todo. Camino a la nada.
Además de todo ello,
también existe ese resquemor de creer que la vida vivida ha servido para algo.
Para consolar a alguien desorientado. Para ofrecer algo a los hijos. Para dejar
por escrito un par de líneas que merezcan la pena. La casa se llena de la
propia esencia y una puerta abierta significa vida y respiración. Una puerta
cerrada es la señal para la lágrima y la agonía. Rabia, rabia ante la agonía de
la luz. Todo hecho. Todo cerrado. Todo a punto. Entrar con tranquilidad en una
muerte y dejar que los copos de nieve caigan una última vez para dejar bien
claro que la muerte, en el fondo, es democrática, ya que iguala a todos los que
la experimentan. Sin justificaciones, ni reproches. De eso ya se encarga la
conciencia que es lo último en morir.
Y en ese camino de cristal y agua, dos actrices como Tilda Swinton y Julianne Moore llegan a la cima para ofrecernos esas dos visiones bajo las líneas inmortales de Joyce o el testamento cinematográfico del gran John Huston. O tras las carcajadas maravillosas que no hacen más que traer recuerdos de pedazos de vida aprovechados viendo a Buster Keaton en la obra maestra que hizo bajo el título de Las siete ocasiones. O llorando una última vez ante la imposibilidad del amor que siempre se ha mostrado escurridizo y, a menudo, ingrato en Carta de una desconocida, de Max Ophuls. La dirección de Pedro Almodóvar es medida, adulta, extraordinariamente contenida, profunda, aunque quizá peque de alguna torpeza en el incendio. Swinton está enorme y, un peldaño por encima, está Moore porque quien cuida es el que lleva la mayor parte del dolor a cuestas. Y transmite muchas cosas con su mirada de agua y su pelo de fuego. Al final, puede que lleguemos al convencimiento de que nuestras huellas, de algún modo, nunca se borran o, mejor, siempre son ocupadas por las que vienen detrás, dejando una lección de cómo se puede vivir, superando las tremendas bofetadas de un devenir que casi nunca es una comedia. Esta es una película grande. Con dos actrices grandes. Con un director que, esta vez, sabe muy bien qué es lo que quiere contar. Cae la nieve sobre todos nosotros. Sobre todos los vivos y todos los muertos. Eso debería darnos la suficiente serenidad como para afrontar los últimos momentos con la mirada tranquila y el corazón descansado. Más aún si al lado hemos tenido a alguien que ha demostrado que el cariño existe y que vino a nuestras vidas para quedarse.
1 comentario:
Hacía mucho que no me convencía tanto una película de Almodóvar. Se ha comentado mucho que es una película fría, y ciertamente a mí me lo parece, pero no creo ni mucho menos que sea algo peyorativo. Lo siento como algo premeditado. Me da la sensación de que Almodóvar se enfrenta al tema de la muerte con cierto pudor, y eso hace que tenga que apoyarse en las muletas de Huston o de Joyce y que se valga de las risas con Buster Keaton como espantajo. Rueda con mucha elegancia y aquí yo creo que sí es más Douglas Sirk que nunca. Cierto que Swinton tiene un papel más agradecido, pero también me quedo con Moore, que, además siempre me ha parecido mejor actriz. De todas formas, no creo que sea cuestión de subrayar quién de las dos está mejor sino justamente la maravillosa química existente entre ambas.
No es una película redonda ni perfecta, pero entiendo sus imperfecciones como lo de algunos flhasbacks (muy sutil lo que dices del incendio) que aportan más bien poco. Voy a romper una lanza en favor del controvertido personaje de Turturro. Yo sí lo entiendo como el verdadero alter - ego de Almodóvar en la película (menos demagógica que "Madres paralelas" sin ir más lejos), estemos de acuerdo o no en sus manifestaciones tienen todo el sentido en una película sobre la eutanasia. Y es que cómo seremos los seres humanos que, por mucho que el planeta se esté yendo poco a poco al carajo, no dejamos de aferrarnos salvajemente a la vida.
Abrazos con la puerta abierta
Abrazos con la puerta abierta
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