Salvar la vida a un dictador. Un
dilema médico, sin duda. Operarle de un tumor cerebral para que pueda seguir
aplastando a un pueblo que pide pan. Y solo porque, en una decisión tonta, una
eminencia en la cirugía cerebral quiso irse de vacaciones con su mujer a algún
lugar del Caribe. El país era hermoso y la tranquilidad se respiraba. Pero allí
empezaron las revueltas, una guerrilla que no deja de golpear y huir. El nombre
de Farrago por todas partes y añadido la palabra “¡Muera!”. Y, de repente, llaman
al médico. Tiene que operar. Farrago se muere. El país se desangra. El vacío de
poder llama a los radicales del otro lado. Al final, todos pedirán ayuda al
médico porque, en realidad, todos, unos y otros, son iguales cuando llega la
muerte.
La sutil manipulación del poder
se convierte en un bisturí que hace que el médico tenga que moverse en una
línea de apertura de la carne demasiado fina como para mantenerse en ella. Su
juramento hipocrático le obliga a salvar vidas. Lo juró en su momento. Su ética
le empuja a cometer un pequeño error, casi mínimo, para que el dictador muera
y, al menos, haya una posibilidad para su pueblo. La oposición presiona con
armas no demasiado limpias. Pero el médico, acostumbrado a mantener el pulso
firma cuando el corazón se para, sabrá siempre qué es lo que debe hacer.
Incluso auxiliar a quien lo necesita por culpa de una bala perdida, incluso a
quien apunta maneras de que nada va a cambiar, solo el poder.
Una película militante que se
mueve por encima de las ideologías que tanto nos embargan en estos años de
turbulencia política y que demuestra, una vez, la claridad de ideas de un
director como Richard Brooks, que hizo aquí su primera película. No quiso solo
describir un dilema moral de enormes incógnitas, sino que dejó bien claro quién
debía hacer qué y cómo lo debía hacer. Aunque las venganzas sean útiles para
satisfacer la rabia son armas tan deleznables y rechazables como los abusos de
poder. Y lo que está bien…está bien. No hay fuerza en la Naturaleza capaz de
cambiar eso porque nuestra condición de seres humanos es la que tiene que guiar
nuestra conducta ética y no las creencias que, por lo general, están todas
equivocadas. No hay razones, sino obras. No hay dialécticas sino verdades que
hay que saber distinguir entre tanto ruido informativo, tanta declaración
vergonzante, tanto bosque de palabras sin ningún sentido en el que brotan la
demagogia, el espíritu revanchista, el resentimiento mutuo, la separación entre
conciudadanos que deberían ayudarse unos a otros renunciando a sus puntos de
vista. Porque, si lo miramos fríamente, los puntos de vista son los
pensamientos más prescindibles del ser humano. Si nos damos cuenta, a nadie
interesan. A nadie. A nadie.
Cary Grant y José Ferrer
mantienen un duelo en distinto plano. Solo la razón y la verdad es lo que tiene
que imperar. Esa razón y esa verdad que nos hace humanos, y no bestias.
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