Es fácil dedicarse a aquello para
lo que estás sobradamente preparado mientras se mira a otro lado. Las
negligencias médicas están a la orden del día y si a un amigo le ocurre…pues
que le hubiese puesto más cuidado. Todos los médicos tienen sus extras y si uno
trataba de hacer abortos bajo manga para evitar males mayores, es su
responsabilidad. La cosa se pone un poco más fea cuando la víctima es la hija
del todopoderoso jefe del centro médico. Y todos miran hacia poniente mientras
la justicia cae encima del galeno responsable. Menos mal que por ahí anda el
Doctor Peter Carey, un tipo algo particular.
Es un patólogo competente pero
tiene algo de rebeldía en su interior. Quizá se podría llegar a pensar que
lucha para no perder esa rebeldía. Cree que la injusticia campa por sus anchas
y los pasillos de un hospital no están exentos de esa lacra. El médico
abortista es amigo suyo y él lucha por sus amigos. Y no espera nada a cambio.
Tan solo le mueve el deseo de diagnosticar una enfermedad llamada asesinato.
Sabe que su amigo es un médico competente y que no ha podido fallar. Son otros
los que se ahogan en su propia anestesia.
Blake Edwards dirigió esta
película con ritmo y cierta desgana ya que se vio obligado a hacerla bajo
presión del estudio, que amenazó con destruir su carrera si no llevaba la
historia con su habitual elegancia. En todo caso, la trama tiene su interés y
el caso policíaco que lleva al Doctor Carey (interpretado con frescura por
James Coburn) posee intriga y algunas buenas dosis de suspense. Y es que se
trataba de hacer ver que hay médicos buenos que, de verdad, se ocupan de sus
pacientes en un sistema como el americano, basado en el mercantilismo y en las
prebendas. En todo caso, ahí está un médico con cierto sentido del deber, que
se enamora, que lucha, que pierde en muchas ocasiones pero que siempre puede
decir que está satisfecho consigo mismo porque ha hecho lo que debía hacer. Los
amigos no abundan. Las enfermedades, sí. Y por eso mismo hay que defenderlos.
Nadie les pide que sean perfectos, nadie les tiene que decir que actúen de
acuerdo con unos principios morales porque ellos ya lo saben. Son humanos y
pueden fallar pero son la familia que uno elige porque la otra ya viene
impuesta. Y eso no tiene precio en una sociedad que sigue hacia delante sin
reparar en los problemas de los demás, sin darse cuenta de que el primer paso
para que las cosas sean diferentes no es derribar el sistema (más bien, ése es
el último) sino en que nos importe lo que ocurre a nuestro alrededor, en el
alcance que tengamos, mirando hacia los amigos, hacia los que verdaderamente
siempre han tenido una palabra de cariño, de ánimo o de favor. No es tan
difícil. Basta con acudir cuando se necesita. Basta con tener sangre en las
venas.
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