jueves, 28 de junio de 2018

LA CAJA 507 (2002), de Enrique Urbizu

En una noche se puede pensar muchas cosas. Los recuerdos pueden venir de improviso y se presentan como algo muy real bajo la luz de los fluorescentes. Más aún cuando, alrededor, hay unas cuantas cajas de seguridad reventadas, exponiendo algunos secretos a la vista de cualquiera. Se lee mientras los minutos pasan con lentitud, mientras la noche, ajena, se aleja con paso cansino. El dolor inmenso y estrangulador vuelve, pero allá, en un algún rincón íntimo del consuelo, la venganza puede llegar a ser aliviadora. De paso, se arreglan las vidas, aunque nunca se podrán reparar del todo cuando la pérdida ha sido tan grande. Los mecanismos se ponen en marcha mientras sólo hay que esperar la intervención en el momento adecuado. Todo va a saltar por los aires. Y va a ser muy fácil poner nerviosos a los poderosos.
Todo comenzó con una irresponsabilidad juvenil, preludio de una tragedia que arrasa el interior con la fuerza del fuego. Más tarde, la impotencia y la rabia que siempre saben nadar en el mar de las lágrimas. La oportunidad insospechada se presenta en forma de un atraco. Así que ya es hora de que los de más abajo comiencen a moverse, a sospechar, a remover la confianza que tuvieron unos con otros. Eso, al final, acaba por carcomer los cimientos de cualquier trama de corrupción, sea cuales sean las alturas. A alguien se le va la mano de forma equivocada y entonces la trampa se desata. Se va escalando poco a poco, sin prisa, pero con efectividad. Dando el tiempo justo para pensar a cada uno de los actores de este drama criminal con urbanización al fondo. Si quiere usted seguir conservando la caja, sólo tiene que firmar sobre la línea de puntos. Bien, gracias.

Espléndida película de Enrique Urbizu que maneja los resortes de la intriga con una maestría envidiable poniendo a Antonio Resines como un hombre normal que decide hacer algo para disminuir su dolor, y a José Coronado, duro y brutal, tratando de limpiar vestigios donde nunca tuvo que haberlos, Conduciendo un guión lleno de lógicas elípticas e imponiendo un ritmo que acaba por atrapar, Urbizu consigue una historia que hubiera merecido mejor suerte, incluso saliendo al mercado internacional con un cierto empuje. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe que la corrupción es un virus que traspasa fronteras y que cualquier espectador es capaz de descifrar que, allí donde hay cemento y playa, la especulación ilegal, los sobornos y el silencio son compañeros eternos en cualquier corporación municipal. Es el signo de los tiempos. Tal vez, también, haya que corromperse un poco para poder saborear el agridulce gusto de la venganza.

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