Anoche
soñé que volvía al hospital psiquiátrico. Imaginé traspasar su verja y
adentrarme en el tortuoso camino que llevaba a la entrada de ese lugar en el
que parecía que los fantasmas y la realidad se confundían hasta ese punto al
que nadie ha llegado nunca. Soñé de nuevo con sus largos pasillos, con su
entrada suntuosa, con aquella escalera que llevaba a los pisos superiores y
hacía que olvidase todo lo que era yo misma antes de entrar en sus misterios. Y
soñé con sus llamas. Aquellas que consumían cualquier vestigio de creación.
Fuera cual fuese.
En las noches de
vigilia, traté de encontrar a mi personaje hasta fundirme en ella como si
fuésemos dos destinos repetidos. Así, de esa manera, pude saber hasta la última
décima de sus pensamientos, hasta la última motivación de sus actos. Traspasar
el umbral de la realidad y de la imaginación está al alcance de muy pocos y,
aunque se trate de ver lo que pasa al otro lado de la lucidez para pisotear la
locura, también sé que nunca fui más verdadera, más yo misma, más muerte y más
vida.
Explorar los
sentimientos del portador de las palabras resulta un trabajo agotador que
requiere demasiadas horas de tensión acumulada. Dormir, en el fondo, resulta
una molestia porque no se sabe hasta qué punto hay que llegar para que la
interpretación comience a ser realidad. Como experimento de teatro alternativo,
consigue ser fascinante. Como forma artística de conocimiento de los límites de
la actuación, resulta una tortura en la que sólo existe un deseo de
experimentación con la misma muerte. Tal vez, sea la única interpretación de un
final que todos intuimos y que todos rechazamos.
Eva di Dominici me
presta sus ojos de agua para el recorrido que separa la inocencia del miedo y,
de ahí, a la locura. Belén Rueda, con su caracterización de dominadora de toda
la función, se eleva por encima de la autoridad que le confiere un personaje
fuerte y manipulador. Ambas resultan el principal activo de este sueño de
retorno, que se implica en búsquedas extrasensoriales sin llegar a transmitir
lo que todo el mundo espera, pero con la suficiente inquietud como para llegar
a los límites del nerviosismo. Algo nada fácil cuando se trata de hacer miedo
de verdad, ése que te coloca en la situación incómoda del eterno aguardar. Ése
mismo que hace que el susto aparezca y se vaya con la misma facilidad con la
que llegó. Ése que hace que, en el fondo, nos conozcamos un poco más y
entornemos los ojos un poco menos, descreídos y de vuelta de todo cuando aún
nos quedan unas cuantas experiencias a las que llegar.
En todo caso, bien es
verdad que este regreso, en algunos pasajes, parece perderse sin rumbo, como si
quisiera retorcer tanto el sueño que la realidad resulta no creíble y el sueño,
demasiado real. Y yo, mientras tanto, lloro, sufro y grito porque estar en
contacto con el mundo de lo intangible a través de la vigilia, pasa por ser
algo que crea adicción. Por eso regreso una y otra vez a ese psiquiátrico, a
esas llamas, a esa manipulación, a esa oscuridad atrayente, a ese descubrimiento
continuo de las fronteras de lo humano. No hay mucho más al otro lado de la
falta de sueño salvo la confirmación de enfrentarse a tus propios miedos, a
rebasar los límites del cansancio y llegar a la visión esfumada a través del
fuego. No cierren los ojos. Pueden perderse la auténtica revelación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario