viernes, 30 de octubre de 2009

ENSÉÑAME A QUERER (1958), de George Seaton


Enséñame a querer, pequeña película, con una mirada indulgente hacia el periodismo y un aire divertido hacia la vida. Déjame apreciar, historia romántica, a aquellos que se atreven a dar clases a través de la experiencia al igual que a otros que han recibido la educación necesaria para enseñar. Permíteme, celuloide de agrado, que asista a las chispas que saltan en el roce entre dos protagonistas que, en principio, parecían no pegar ni con sindeticón. En resumen, ficción de cine, abandóname un poco más en la sabiduría de la sonrisa socarrona y despójame de los torpes e inútiles intentos de ver algo más que diversión en un gesto de pedantería y arrójame al dulce hacer nada del disfrute viendo cómo unas letras se juntan con otras y nace, con violines de fondo, el amor entre las frases.
No me sorprendas, fotograma de pasatiempo, y ofréceme el deleite del chiste de situación y de la mordacidad siempre presta. Ayúdame con Clark Gable, Doris Day y un excepcionalmente divertido Gig Young escribiendo los titulares de lo que es el auténtico periodismo escrito con tinta de enamoramiento. Sé que el resultado, entretenimiento atesorado, será una comedia sin precio, una agudeza en el pensamiento, un interminable deletreo de la experiencia, y la honestidad del momento se convertirá en memoria sin tribulación en el marasmo de nuestra inteligencia.
Lo satírico se dará cita para encontrarse con el cinismo y tal choque de fuerzas sólo puede desembocar en una jovialidad del corazón, en una felicidad del instante mientras no queremos salir de una historia que no tiene más que entradillas y cabeceras valoradas desde dos puntos de vista. Es la fascinación del periodismo combinada con la certeza del amor...qué dos grandes estilos para la corrección de la vida...de cualquier vida, incluso la de un editor consagrado o la de una maestra sin mucho baqueteo sobre el teclado. Y así nacen los clásicos. Sobre todo, los clásicos ignorados que son aquellos que cuentan lo fútil y, cual canino obediente, dejan el diario a nuestros pies sin más vocación de eternidad que la de un día, porque mañana ya habrá otra película igual, mejor o peor. Y ésta es mejor, viene con firma y con calidad, con titular y contenido, con cabecera y mordiente, con columna y artículo. El caso es que siempre hay un acompañamiento para una sensación, como un romance que es tan inevitable como la noticia que tiene que ocurrir mañana...
Y no te olvides, cinta de sueños, de introducir un poquito de esa batalla de sexos que tan bien se te suele dar cuando hay un par de tipos ingeniosos poniendo palabras tras las caras. El riesgo de la apuesta también existe en películas como tú. Sobre todo, si hay grandes nombres por delante, sencilla comedia por detrás y una simpatía tan contagiosa como la peor de las inventadas pandemias. Enséñame a querer, por favor.

jueves, 29 de octubre de 2009

LA CHICA QUE SOÑABA CON UNA CERILLA Y UN BIDÓN DE GASOLINA (2009), de Daniel Alfredson

Cuando la investigación se convierte en persecución, el resultado suele ser una película menos que mediocre. Así, mientras Los hombres que no amaban a las mujeres sacaba un aprobado por los pelos, su segunda parte suspende sin derecho a septiembre, entre otras cosas porque la tijera ha dejado demasiados jirones por el camino y porque puede que lo que funcione en formato de libro no sirva cuando se trate de contar lo mismo en imágenes.
Y por si ello fuera poco, da la impresión de ser una película dirigida con cierta desgana, con errores garrafales de continuidad, con descuidos que no pasan para los ojos que son demasiado lentos y con una evidente voluntad de ser una cinta hecha sólo y exclusivamente para aquellos que han leído la tan traída y llevada trilogía de Stieg Larsson. Más que nada porque sólo así se pueden sacar ciertas conclusiones no explicadas de una trama confusa, errante y errada que, ya en el libro, derivaba de una interesante investigación policial a un retrato de un ser marginal que tenía que luchar sola contra el mundo porque, simplemente, es diferente. Esperen un momento que levanto los dedos del teclado para secarme esta lagrimilla que me resbala, pertinaz, por la cara.
Por otro lado, mientras en la primera parte nos quedábamos sorprendidos del buen hacer de ella, Noomi Rapace, y nos decepcionaba un tanto la flojera mostrada por él, Michael Nyqvist; resulta que aquí es todo lo contrario. Ella parece descolocada, desenfocada y carente del enganche misteriosamente emanado de su personaje. Él, sin embargo, está más intenso, más creíble, más cómodo y más actor. Entre gota de sangre y mamporro brutal, tenemos personajes dibujados a medias (deprisa, dire, que tenemos que acabar) y maquillajes que harían palidecer de envidia a los creadores de los ninots valencianos. La música es repetitiva hasta la obsesión. El guión, flojo e inapetente (y mucho cuidado con hacer parecer a Nyqvist como un promiscuo. Es un buen chico y un profesional que ya quisiera el equipo de Documentos TV), se pasea por encima de las letras del libro como de puntillas y la intriga policíaca queda reducida a la mera anécdota. Esto no es cine negro. Es cine más gris que el asfalto.
Así que, mientras el artículo que en su día dedicamos a Los hombres que no amaban a las mujeres lo titulábamos Con S de sangre porque había contraste entre el blanco de la nieve y el rojo de un horror que absorbía con eficacia y nos hacía cómplices recurrentes de una trama en la que había unas buenas dosis de suspense, a éste lo llamamos Con T de Tánatos porque no hay más que un propósito de argumento sin desarrollar con entusiasmo que condena a un impulso irresistible hacia la muerte de una película que podría, al menos, haber igualado el primer volumen de las aventuras de Lisbeth Salander y Mikael Blomqvist.
Esta falta de talento, en cierto modo, era de esperar porque, dentro de que los libros escritos por Larsson no son Literatura para el recuerdo, hay que reconocer que el segundo de ellos es el peor de los tres. Con esto no quiero decir que no me gusten, hagan el favor de bajar el cañón, puesto que confieso que he leído los tres con avidez y desasosiego y mi opinión, por ende, no debe ser tenida en cuenta ya que escribo en páginas de Cine y no de Libros, pero hay que reconocer que la creatividad mutilada por la sumisión a las letras no es el mejor remedio contra las malas películas. Y esta lo es. No faltarán quienes, habiendo leído el libro y visto la película, defenderán con uñas y dientes lo que les encanta. Harán muy bien. Por mi parte, confieso sufrir de una analgesia congénita que me sume en el infierno donde yacen los críticos cinematográficos que ya no sienten ningún dolor.

miércoles, 28 de octubre de 2009

ÁNGELES CON CARAS SUCIAS (1938), de Michael Curtiz

Estamos ante una de esas películas que reflejan la cara más sucia de América, donde los niños crecen juntos hasta que la vida produce una rotura tan grande que les separa. Son esos niños de callejones sin salida que, al volverse adultos, pasan a ser avenidas llenas de zanjas y de trampas para incautos. Todo ello dominado por un James Cagney potente, sublime, ladino, lagartija, lince, actor. Por su alrededor estarán Pat O´Brien, algo blandito como siempre, una hermosa Ann Sheridan (una de las actrices con mayor sentido del humor que se han visto nunca) y un aún desconocido para el gran público Humphrey Bogart, que intenta lavar esa suciedad que chorrea por las mejillas de quien se abrió paso por la vida a puntapiés.
Así, con la basura sitiando las personalidades, nos adentramos en cómo se fabrica un gángster, en cómo el destino se empecina en hacer saltar la línea de la ley a quien nunca contó con ella., en cómo no hay mucho lugar para el arrepentimiento cuando todo es apenas un trabajo que se ha ido haciendo desde que se tenía la necesidad de unas pocas monedas. El dinero fácil es el preludio de un traje elegante, un coche caro y unas cuantas rubias a tu alrededor. Pero en esta película hay algo un poco más allá de lo que se nos muestra. Hay una elección entre la amistad y Dios, hay un leve resquicio a una esperanza que siempre llega con el reloj muy atrasado. El conflicto espiritual también atormenta a los que no tienen corazón. Y así, el alma entabla una batalla campal contra la razón, se disparan flechas envenenadas, se cometen errores imperdonables, hay balas, hay muertos, hay dilemas.
Y más allá, mucho más allá, ante el ruido de las ametralladoras tableteando con furia, quizá nos daremos cuenta de que no estamos ante una película de gángsters y de buenos chicos sino ante un drama de sentimientos mojados en pólvora, ante un pedazo de vida de bajos fondos y altas morales. Ante la suciedad llevada por ángeles que lavan su cara en las nubes del destino, del ingrato, del odioso, del despreciable destino.
Tal vez todo lo que esta historia cuenta nos pille un poco lejano. Puede que la incredulidad se apodere de nosotros y estemos convencidos de que esto es sólo una historia más que el cine cuenta, con más o menos moralina, y que esos tipos que se nos retratan nunca existieron, fueron pura invención, puro cuento. Pueden pensar lo que gusten. La película pide a gritos que digamos una oración por todos aquellos niños que no pudieron correr tan rápido como para salir del agujero donde estaban metidos. Y para nuestra sorpresa, llegará un momento en que no sabremos si fueron héroes o cobardes. Hay que calarse bien el sombrero de ala ancha para que no vean la expresión de nuestros ojos después de ver algo tan sublime y tan amargo. La hiel también es propiedad de los ángeles.

martes, 27 de octubre de 2009

EL MEJOR (1984), de Barry Levinson


Dentro de un deporte tan lejano para nosotros como es el béisbol, mucho se ha hablado de películas como El orgullo de los yankees, de Sam Wood; o La historia de Monty Stratton, con un memorable James Stewart en el papel protagonista; o la olvidada Una mujer en la liga, dirigida por el guionista de El golpe, David S. Ward; o la más que aceptable Los búfalos de Durham, con Kevin Costner, Tim Robbins y Susan Sarandon haciendo tres carreras en una entrada; o incluso en versión femenina la divertida y pintoresca Ellas dan el golpe con Geena Davis, Rosie O´Donnell, Madonna y un entrenador de la talla de Tom Hanks. Pero de todas ellas, siempre me quedaré con El mejor, esa fábula sobre el éxito efímero y el destino empeñado en torcer lo que estaba escrito y que es la más impresionante película que ha dirigido nunca Barry Levinson.
Y todo comienza con un don natural, con un niño que tiene la precisión y la fuerza necesarias para convertirse en una leyenda del deporte. Cuando está a las puertas del éxito, una bala de plata le arrebata la fuerza, le suprime la seguridad, le hunde en la mediocridad y durante dieciséis largos años, el chico se pierde para convertirse en un adulto que sólo conoce el fracaso. De repente, un hombre maduro aparece como un novato en un club en trance de desaparición y la bola se convierte en pura magia y el bate, en la varita con la que se hacen los milagros. El equipo comienza a ganar pero a él, el mejor jugador que nunca se ha visto, le falta algo. El éxito no lo es todo porque sabe que, por muchos aplausos que reciba, la vida tiene que acompañar. Y no es suficiente la tormenta que misteriosamente se hermana con ese palo que lanza las bolas fuera del estadio. Hay que tener suerte. Hay que tener amor. Hay que tener.
Pero el hombre, en un golpe espectacular, destroza el tiempo y vuelve a tener esa ilusión que le impulsó a coger un tren fatídico para coger el camino de un destino que le ofrecía la ida sin vuelta. Y ella, la única, la que se quedó su amor en la noche de una despedida, vuelve para decirle que no sólo dejará huella como jugador, sino también como hombre. Y él golpea con todas sus fuerzas la bola decisiva y, de repente, el cielo se inunda de estrellas, el mismo destino celebra con fuegos artificiales su jugada que queda en la historia y, por una vez, los oportunistas, los aprovechados, los tramposos del sentimiento serán los que pierdan el tren del éxito y de la riqueza. La derrota, esta vez, cambiará de víctima.
Cada vez que veo esta maravillosa película, no puedo evitar que las lágrimas se lancen en pos de la luz, como un catcher que espera el vuelo de una bola imposible. La garganta se alía con ellas y tengo que respirar el aire para convencerme, una vez más, de que la perseverancia es la llave que abre las puertas del terco destino. Y sé que yo también, en alguna ocasión, he tenido una lluvia de estrellas para celebrar algo que realmente dejó el rastro de mi inútil presencia.

viernes, 23 de octubre de 2009

JASÓN Y LOS ARGONAUTAS (1963), de Don Chaffey


Los esqueletos nacen de la tierra como plantas de hueso y ataque, como maldiciones sembradas a lo largo de la fantasía que supone una aventura que ha atracado en los puertos de heroicas batallas, de gigantes rechinantes y faltos de aceite que se mueven pesadamente para castigar la codicia, de dioses de los mares deseosos de ser herida y muerte de un destino que bandea al protagonista y a su quimérica búsqueda del vellocino de oro. Las espadas clamarán con su grito metálico, las mujeres ahogarán sus gritos en océanos de soledad, los monstruos camparán por libre mientras intentan prolongar un día más el horror de su famélica existencia. Y así, vemos cómo el mito se hace realidad y lo que parece fábula se convierte en cuento increíble con el cine como único testigo, como pergamino indeleble de la leyenda que se desliza, al igual que un juego entre nuestros ojos de niños, en medio de nuestras manos inquietas de uñas mordidas, en la búsqueda de la comodidad de un lomo cansado de tanta semana y falto de unas buenas dosis de imaginación.
Y el protagonista de toda la película no es el actor que hace de Jasón, ni tampoco el director Don Chaffey. Es ese otro mito de los efectos especiales que hizo que fuera posible lo que era puro sueño y que respondía al nombre de Ray Harryhausen (admirablemente homenajeado en la maravillosa Monstruos S.A., de la factoría Pixar) y al que debemos joyas del inmenso lienzo del movimiento como Furia de titanes, El viaje fantástico de Sinbad, o La isla misteriosa. Él, con su despliegue técnico, su clase y su maravillosa fantasía que no encontró fronteras, ha sido el Julio Verne del cine y el precursor de todo lo que hoy en día se puede observar en una pantalla y que entra de lleno en el terreno de lo irreal, del cuento en movimiento, de la fotografía de la mente, del sueño convertido en unos esqueletos batiéndose a espada en un duelo imposible con el destino que sólo puede aguardar a los nobles de alma, a los gallardos de espíritu, a los hombres de verdad.
Por eso, en medio de tanta irrealidad cosechada, en las películas de Harryhausen hay siempre una batalla feroz a favor del empuje y del guerrero al que nada detiene, ni siquiera un mar mágico, o una horrible criatura embrujada, o la emersión del tritón en unas aguas que se niegan a dejar partir a tanta esperanza reunida bajo la misma vela de un barco, cáscara de nuez en la palma de la mano de los caprichos de unos dioses que no permiten que haya hoja de árbol que se mueva sin su conocimiento.
Hay que levad anclas si queremos ser parte de la odisea que acompaña a aquellos que convierten todo lo que tocan en un motivo para la creatividad. Vigilen los talones a los gigantes, aguanten con la fuerza de los titanes y destrocen los huesos que se empeñan en convertirlos en uno más de entre ellos. Esta singladura es maravillosa.

jueves, 22 de octubre de 2009

LA HUÉRFANA (2009), de Jaume Collet-Serra

El mundo de los adultos es un entorno de inseguridades, de miedos, de traumas que no pueden superarse a través de recias experiencias. En el antónimo de la existencia, el mundo de los niños es ese impenetrable bosque de hielo que somos incapaces de romper por la sencilla razón de que hemos olvidado cómo comunicarnos. La única forma de expresión que queda es la acción y sólo en nosotros se encuentra la huida de la locura y el equilibrio de una armonía que siempre es asesinada por la inútil rebelión contra el destino.
Y es que el ser humano, por naturaleza, debería de ser algo más conformista con aquello que parece escrito para hacernos comprender el sentido de nuestra existencia. Quizá alguien pierda un hijo y sienta que aún tiene mucho cariño para dar y, al mismo tiempo, no se dé cuenta de que todo ese amor puede verterlo en el hogar que aún posee y que desea recibir ese regalo inapreciable. Buscar salidas sólo para vencer los traumas propios es un acto de egoísmo aunque siempre hay alguien que puede proporcionar algo tan simple como es la ayuda.
Lo que debería haber sido un apasionante tratado psicológico sobre todas estas cuestiones se convierte en una película que se esfuerza en andar por el borde mismo de la crueldad más terrible. Y así, en lugar de convencernos de los errores que se cometen intentando tapar las pérdidas, pasamos al puro espectáculo de resolución absurda que, además, destapa un agujero en la historia más grande que el ojo siempre abierto de una invitadora copa de vino. Justo en ese sitio donde se describe la pólvora explosiva que hace saltar la armonía por los aires, nos encontramos en el vacío de la inocencia infantil y de la vileza exaltada de la edad adulta.
Por eso, tal vez, podemos tener la certeza de que quien posee el auténtico equilibrio, quien atesora la valentía, quien se enfrenta con el problema en el momento adecuado es aquel que guarda silencio y que vive rodeado de ruidos lejanos y apenas inasibles. Puede que sea porque tiene la asombrosa capacidad de observar. Y es que los adultos, con tanta nieve extendida por el paso de los años, hemos perdido esa virtud. Sentimos, pero no conocemos. Amamos, pero no sentimos. Damos vida, pero no amamos.
Así pues, atrapados por los típicos tópicos del cine de terror de toda la vida y zarandeados por un sentido de los planos de inserción que parecen los de un niño recién adoptado, Jaume Collet-Serra dirige una cinta mucho más sobria y acertada que su anterior intento, La casa de cera, en la que, eso sí, nos hizo el inmenso favor de matar a Paris Hilton. Aquí no duda en hacer referencia a Hitchcock y a Adivina quién viene esta noche (hay que ganar un poquito, perder un poquito, tener un poquito de tristeza pero esa es la historia y la gloria de amar) y acudir en busca de Carrie, de Brian de Palma; de El buen hijo, de Joseph Ruben y de La mano que mece la cuna, de Curtis Hanson. El resultado es irregular, con ideas brillantes ensuciadas por el ansia de dejar demasiado evidente lo que ya está claro y con la infame colaboración de un Peter Saarsgard que parece estar en permanente estado de somnolencia.
En cualquier caso, se da lo que se promete. Una visita ardiente al horror que se agarrota en los sueños de cualquier adulto. Un viaje por el frío que recorre la crueldad que es espontánea en un niño. Una diferencia empapada en alcohol entre los dos mundos, separados por un abismo que nadie sabe dónde y cuándo se rompió. El juego de la música estridente, del atronador disparo, de la turbación en la mirada, del grito inesperado que, simplemente, pasa por allí. Es una mas de muchas. Y ahí, en algún lugar del camino, se queda la reflexión asesinada de una rebelión contra un destino que la vida se ha encargado de volver injusto.

miércoles, 21 de octubre de 2009

EL RASTRO DE LA PANTERA (1954), de William Wellman

Muchachos, imaginad por un momento que el mundo está poblado del blanco y negro. Blanco de nieve. Negro de bosque. El único color que vaga por las laderas del drama es el de vuestra cazadora rojo sangre y dentro de vosotros hierve la obsesión por cazar una pantera. Una pantera que nunca se ve, que sólo se siente. Que asedia y agobia. Que asesina y ensombrece. Una pantera que, bajo nuestros jóvenes ojos, tan sólo es un símbolo de todos los males del mundo. Y el mundo, como ahora, es la familia. Una familia que mira hacia adentro, que no se abre, que no deja entrar. Y el miembro más discordante de la familia siempre es el más combativo. Es justo ése que tendrá la impaciencia por matar y la tranquilidad de seguir con calma las huellas de la fiera. Si vosotros fuerais ese elemento discordante pero abrumadoramente terco en su meta (...apuesto que más de uno que quiera leer estas líneas, lo es...), ¿seguiríais hasta el final el rastro de la pantera? ¿querríais realmente acabar con ella? ¿sería eso más importante que cualquier otra cosa?
Esos son precisamente los interrogantes que plantea esta película que, a pesar de que puede parecer atípica, nos muestra un universo cerrado, agotadoramente claustrofóbico a pesar de hallarse en medio de la naturaleza. Quizá, en ocasiones, la persecución de un objetivo ciega la humanidad del que lo persigue y se convierte en otra fiera roja que camina a rebufo de la bestia negra. Es como si uno se transformara en los lentos movimientos del león cuando está a punto de saltar sobre su presa. Los dientes afilados. Las babas descontroladas. Los ojos ceñudos. La sangre en la boca. El miedo en la sangre. La vida que se escapa en adrenalina...
Al fin y al cabo, no todo en la vida son aventuras llenas de color y de optimismo. También hay que dejar un sitio al drama psicológico para ser más humano, para saber ser, para no dejar de saber. Así, quizás algún día, uno llega a comprender determinadas reacciones de la gente porque, de una manera inconsciente, recordamos que una vez vimos una película que hablaba sobre motivaciones y no sobre acciones, que escarbaba en las simas del espíritu, que intentaba bajar a las profundidades más oscuras de un alma que todos podemos llegar a tener. Para ello, hace muchos, muchos años, un fotógrafo llamado William Clothier nos regaló todas estas bellísimas imágenes; un director al que todos sus amigos le llamaban El Salvaje y que respondía al nombre de William Wellman quiso hacer una película desnuda que nos deja con la piel a tiras y los arañazos escociendo; y un actor que era duro como una roca y que era conocido como Robert Mitchum nos mostraba hasta qué punto el odio puede devorar; el desprecio puede herir; la vanidad puede atacar y la duda puede matar. No podemos quedarnos sólo con los espectáculos de tiros y explosiones. También hay que seguir rastros de pantera.

martes, 20 de octubre de 2009

EL ÁRBOL DEL AHORCADO (1959), de Delmer Daves


Un médico está enfermo de un pasado que le persigue hasta la devastación y vaga por valles y colonias mineras intentando encontrar a alguien a quien curar. Sus manos son finas y cálidas y una mujer que no puede ver le enseña a mirar. Ella es puro empuje ante la adversidad y, cuando recupera la visión, el médico la aparta de su lado por puro convencionalismo social, por hipócritas creencias de la gente que les rodea que no admiten la inocencia y la bondad como formas de vida compatibles con la búsqueda de oro. Es lógico. El oro da fiebre. El oro ciega. El oro es enfermedad de histeria y codicia. El oro es culpable. Y el oro lo es todo.
Al final, sólo quedará el trasluz de una figura con una soga al cuello pero que ha encontrado el corazón de una mujer como quien encuentra una veta de metal amarillo en la tierra cicatera y sin piedad. En el abrazo que les funde existe la comprensión tamizada de la avaricia echada a patadas de sus vidas. El médico cura. La mujer ve. Ambos aman y ya no tienen miedo de que esos sentimientos sean el agua que limpia el tesoro encontrado. Atrás quedan los arrebatos de furia provocados por la riqueza inesperada, las fiestas salvajes y llenas de sin sentido que extraen lo peor del ser humano. Olvidados quedan los intentos por transmitir algo de sabiduría a unos cuantos mineros que no saben ya dónde buscar aquello que alguna vez les hizo personas. Y la violencia no tarda en aparecer cuando la lluvia trae lo que todos quieren. Y lo que quieren no es oro. Es la horca.
Posiblemente junto con El tesoro de Sierra Madre, de John Huston, esta película sea la más lúcida reflexión sobre la codicia humana que nunca haya hecho el cine. Gary Cooper, en su declive físico, se hizo un poco más duro, un poco más inflexible en sus personajes para encarnar ya personajes que volvían de todo pero que conservaban la mirada inocente e inquisitiva de quien no le gusta vivir en un mundo que le acusa con vocación de permanencia. A su lado, detrás de él y a su alrededor, se mueve el azul de los ojos de Maria Schell. Perdida y asustada, primero. Determinada y decidida, después. Arriesgada y perseverante, más tarde. Juntos dan pie a que Delmer Daves realice una de sus películas más arriesgadas y afortunadas y que, curiosamente, no hizo otra cosa más que abrirle la puerta a la dirección de una serie de intrascendentes películas románticas para jóvenes que le han colocado siempre en el mismo quicio del olvido. Y es que siempre hay un árbol dispuesto a recibir a un ahorcado llevado allí por las iras de los demás, débil máscara de las carencias que asolan a todos los que alguna vez soñaron con algo y sólo han encontrado el fracaso revestido de púrpura. Y eso no es más que bisutería disfrazada de joya en un día soñado como grande y que, de pequeño, nunca consigue llegar.

viernes, 16 de octubre de 2009

TEMPESTAD SOBRE WASHINGTON (1962), de Otto Preminger

El pasado es una lápida que hay que llevar con dignidad aunque esté muerto. Al mismo tiempo, dos hombres tienen que enfrentarse al suyo. Uno intentando olvidar aquella época en la que el idealismo le sitiaba hasta que dejó posiciones tendenciosamente izquierdistas. El otro, tratando de enterrar definitivamente un simple error de juventud que hoy no provocaría más que una sonrisa de comprensión. En medio de todo, un presidente que se va apagando con lentitud; un radical de derechas que utiliza todos los medios a su alcance para agarrar sus quiméricas metas; un moderado portavoz que intenta servir a su presidente porque, quizá, está un poco más allá del deber y más cerca de la amistad; un anciano senador de la vieja guardia que vela por mantener puros los principios de la unión y del más rancio y estrecho control sobre los supuestos desmanes del gobierno a favor de una mal entendida progresía; y aún otro más, representante de la modernidad y de la imagen más conquistadora de la política que, por un amigo, será capaz de enfrentarse a sus propias filas.
Pero el pasado se empeña en resurgir, en golpear y en acabar con el presente, y en medio de esta tempestad sobre Washington habrá un hombre gris, de perfil muy bajo, al que nadie escucha y al que nadie habla que, con una negativa, hará posible creer que será un gran líder. Es el marasmo de la política, es la distensión internacional como futuro de una insoportable tensión interna. Es decidir entre la honradez y la ambición; entre el bien común y el propio; entre la jugada diplomática y la astucia ladina. En esos términos, Otto Preminger se atrevió a mostrar los entresijos de la política estadounidense y llamó a un plantel de actores simplemente maravilloso que cuenta con nombres como Henry Fonda, Charles Laughton, Don Murray, Peter Lawford, Walter Pidgeon, Gene Tierney, Franchot Tone, Burgess Meredith y Lew Ayres. Todos estos nombres, más que el de estrellas cegadoras, son la garantía de una solidez que atrapa, que te deja con el aliento de la democracia planeando sobre la corrupción por la erótica del poder, que te describe ambientes de depurada conveniencia mientras el estilo con el que se nos cuenta todo es el de la sencillez cuando el gran tema, realmente, es la propia y compleja naturaleza del hombre.
Y entre tiras y aflojas, entre verdades a medias y escándalos que a nadie interesan se nos va retratando el entorno en el que se mueven los políticos, aquel mismo en el que sólo habrá contrapartida si hay voto favorable, sólo habrá objetivos si previamente se queman los recursos. Asistiremos a un juego en el que se trata de convencer con la verdad cuando la mentira y la insidia presiden las reglas del juego. Es el valor del voto que se opone a la simple necesidad. Así ha sido desde el principio de los tiempos y perderse esta película es como...como...abstenerse en la hora decisiva de la elección.

jueves, 15 de octubre de 2009

ÁGORA (2009), de Alejandro Amenábar


Hipatia de Alejandría tuvo que enfrentarse a muerte con el dilema de la razón frente a la fe y no deja de ser cierto que la luz de Dios a algunos guía pero a otros, les ciega. Así nos damos cuenta, incrédulos, de que la trayectoria de la Historia es cíclica y de que, cada cierto tiempo, se repite. Y una y otra vez volveremos a la erótica del poder como epicentro del dogma, al desmantelamiento de la razón, a la carencia de valores, a la huida del conocimiento para que todo sea tomado por la fuerza bajo la excusa manipulada de la lógica.
Y una vez completado el círculo, o la elipse, el hombre entrará en declive porque se verá abocado a ser masa, a ser multitud y la Historia se empeña en decirnos una y otra vez que la multitud es manipulable. Sólo la búsqueda de porqués, de cuándos, de cómos, de dóndes es la señal inequívoca de que su espíritu no permanece esclavizado. La ausencia del conocimiento es la base de todo fanatismo y hoy, diecisiete siglos después, volvemos a intentar salvar unos pocos papiros de inteligencia y descubrimiento ante el avance imparable del fanatismo religioso, de la locura capitalista, de la concentración de poder, del mundo siendo centro del universo porque somos incapaces de ver que el sol unos días es más grande y otros, más pequeño.
El raciocinio del ser humano es la única arma que nos queda contra los apóstoles de la ignorancia. Hoy, ser un erudito es motivo más que suficiente como para ser señalado con el dedo y relegado a la marginación popular. Preferimos que la humildad sea una excusa y no un sentimiento; sentimos que donde está el dinero y la comodidad es el lugar donde se halla todo lo que puede hacernos felices; intuimos que lo mejor es no leer, no ampliar miras, no saber... porque ya hemos asesinado esas cosas en aras de un malentendido progreso que no duda en mutilar medios para la investigación y en arrastrar la cultura por los zarzales de la indiferencia. No creemos que haya héroes porque nunca los hemos visto y lo que no se ve, no puede existir. Se llame Dios o sabiduría. Se llame alma o avance. Se llame aprendizaje o pensamiento.
Alejandro Amenábar nos coloca en un lugar de privilegio contándonos una parte de la Historia convenientemente modificada pero también escribiendo para todos nosotros el pergamino del aviso de otro declive, de otro ocaso que dejamos ir, sin resolver los eternos enigmas que nos asolan por la desidia de nuestra falta de interés. En su película hay mucho inventado y eso es algo que no importa lo más mínimo cuando la sutilidad de su invención hiere el cerebro para introducir la cuña de la denuncia y de la vergüenza. Es decirnos, una vez más, que siempre habrá alguien dispuesto a quemar libros para asfixiar la formación de las ideas; que siempre existirá el fanatismo sea del signo que sea porque es el arma más fácil para lograr la dominación; que siempre habrá una molesta élite que acabará lapidada por el pecado mortal de partir en busca de la verdad. Y así, el Imperio Romano volverá a perder autoridad y otros ocuparán su lugar para que nadie se atreva a gritar que quiere tener la capacidad de pensar. De pensar.
Y por ese ciclo misterioso del error repetido, podemos llegar al convencimiento de que la Historia no es circular, sino elíptica; e, instalados en la utopía, conseguiremos alejarnos del dogma de fe (y el fanatismo de la fe puede ser religioso pero también la adoración del materialismo) y hacer que la razón sea el movimiento que impulse los tiempos. Así, quizás, alguna vez podamos llegar a creer que no somos el centro de todo. Como llegó a creer en el cenit de la elipse Hipatia de Alejandría...tal vez, porque ella no pertenecía a la Tierra...sino al lugar donde brillan las estrellas...

miércoles, 14 de octubre de 2009

CENTAUROS DEL DESIERTO (1956), de John Ford


Martha acaricia el capote de quien fue el hombre de su vida y que se fue en busca de una guerra para olvidar que, una vez más, había perdido. Un pastor guerrero ve a través del asa de una taza de café algo que prefiere guardar en el silencio antes que saber en el conocimiento de algo demasiado íntimo. Un soldado sudista derrotado vuelve a casa después de atracar un par de bancos y saca a relucir unas cuantas monedas recién acuñadas, demasiado brillantes para no ser dinero maldito. Una condecoración al valor servirá como insignia de un reconocimiento que hay que enterrar bajo el manto de un odio que va creciendo, como el deseo de una venganza que oculta todo el cariño que murió en una humareda, asesinado por un ataque a traición. Y es entonces, cuando el olor a carne quemada se adentra en la nariz hasta la saturación, cuando nacen los centauros del desierto, jinetes que, de tanto cabalgar, hacen que se confunda la figura humana y sea un elemento más de un paisaje para una quimera, de un panorama para una búsqueda que ya no es medio, sino que es razón. Para arrojar algo de sentido a una vida que, de tanto perder, comenzó a odiar y, por eso mismo, a olvidar todo lo que más ama.
Al final, el cariño volverá de repente, sin avisar, como un latigazo repentino en medio de la obsesión de matar a lo que se quiere. Y alguien se quedará ahí afuera, alejado de la familia, del calor de un hogar que, simplemente, nunca le ha pertenecido porque no ha sido parte de él. La vida, de alguna manera, termina cuando se encuentra lo que se busca y nuestros ojos son parte de la oscuridad porque hay mucho más dentro de sus rincones que bajo la luz ardiente del sol cansado.
Hay veces que el cine es tan grande, tan potente, tan impresionante y tan profundo que no importa cuántas palabras se escriban porque es imposible de abarcar en toda su dimensión. John Ford quiso hablarnos del amor que todos tenemos dentro y que no es posible olvidar porque forma parte de nosotros mismos. El odio puede ser reemplazado por la más devastadora de las soledades pero es sólo un sentimiento que es prisionero del tiempo. El amor es lo que se entremezcla con las arenas del desierto y nos hace creer que merece la pena entregar una vida a la búsqueda incesante de algo que se esconde y se escapa, que puede estar en un lugar y, al instante siguiente, moverse hacia el lado contrario. Y Ford nos regaló la sugerencia como instrumento, el hogar como único sitio donde nuestros huesos deberían descansar o la seguridad de saber que alguien pensará en nosotros. John Ford, aquel poeta que hacía películas del Oeste, nos recitó versos de épica y romanticismo, de bonhomía y penumbra, de ardiente sol y maldad salvaje. Y, además de unos centauros del desierto, supo describir cuál era el sentido de las auténticas obras maestras.

lunes, 12 de octubre de 2009

GRAND CANYON (1991), de Lawrence Kasdan


Asomarse a los bordes de una caldera que está a punto de estallar puede ser un preludio para la desolación. El corazón de una ciudad late desde las apacibles capas de lo confortable hasta los crepusculares alrededores de la marginación. Y allí, en medio del ruido y de la furia, un hombre casi pierde la vida porque su coche queda averiado en el anochecer de la jungla, otro se convierte en un héroe porque sabe que en la selva de asfalto aún hay algo que puede merecer la pena, como una amistad impensable; una mujer que se halla en el punto de no retorno en el que cree que empieza a no ser necesaria para nadie encuentra una razón en un llanto escondido que le da fuerzas para seguir sintiendo, para seguir insistiendo, para seguir existiendo. Un poco más allá, entre el pulido metal de un deportivo insultantemente caro, un productor de cine experimenta en carne propia la violencia que, cegado por la codicia, fomenta con sus películas. Todos juntos forman el mosaico de ese corazón de urbe, de ese roce continuo que todos prueban en una forma de vivir tan falsa como esperanzadora, tan inútil como posible, tan verdadera...que hasta nosotros intuimos en el lento discurrir de una rutina que sólo podrá ser sacudida ante la visión aireada de la Naturaleza.
El aviso está ahí mismo, con un final que es sólo un respiro pero no una conclusión. Somos lo que padecemos y no lo que provocamos y encontrar un camino que nos haga salir adelante puede ser una tarea tan ardua que fácilmente podemos regresar a la misma corrupción que nos hace débiles y temerosos de perder lo que creemos nuestro. La felicidad nunca se encuentra en la vida llena de comodidades y eso también nos convierte en seres violentos, sedientos del más y peregrinos del menos. Amor. Amistad. Seguridad en otro. Satisfacción propia. Términos olvidados para los entregados al amasijo del seguir con una cuenta corriente saneada y bien alejados de los bordes que creemos peligrosos...y ni siquiera caemos en la cuenta de que esos mismos bordes están en el jardín, en el tornillo defectuoso de un coche, en el extrañamiento de la utilidad mientras la misma vida coloca al marido entregado al trabajo y a la amante y a los hijos comenzando a batir sus alas hacia la libertad. Sólo una mirada puede ser suficiente para darnos cuenta de que aún estamos, de que aún somos y de que aún podemos.
Dashiell Hammett decía que “las ciudades no son más que estados de ánimo” y esta película nos traslada su ánimo para decirnos que las cosas nunca son lo que nos hacen pensar, sino lo que nos hacen sentir. Sentir que, de alguna manera, hemos dejado huella en los demás es el oculto deseo de todos los corazones. Incluso eso mismo es lo que siente el corazón de una ciudad que mantiene algunos tejidos corrompidos...tal vez porque el estilo de vida que hemos construido entre todos no sea el más adecuado para dejar nacer los sueños.

viernes, 9 de octubre de 2009

YO VIGILO EL CAMINO (1970), de John Frankenheimer


El sheriff Tawes bordea el camino que separa el deber y el deseo, la ley de la violencia, el honor de la vergüenza. Es la ley en un agujero olvidado de Dios en algún lugar de Tennessee pero tiene una fibra moral que parecen las hebras de acero que atan la realidad. Su moral tendrá que enfrentarse al salvaje espíritu de la juventud que se le aparece en forma de una mujer. En su tormenta moral, encontrará el vacío de su propia identidad que hará que todos los demás, aquellos que le rodean, tengan la seguridad que él estará vigilando el camino.
Ésta película quizá fuera la última de la excepcional tanda de películas que John Frankenheimer dirigió en la década de los sesenta. Películas de un pulso firme que pusieron en su sitio la altura del director dirigiendo actores, con elementos de acción rodados con auténtica profesionalidad y con una carga expresiva en su interior de gran calibre. Ahí tenemos ese repóquer de ases que Frankenheimer dirigió: El tren, Siete días de mayo, Plan diabólico, El mensajero del miedo y El hombre de Alcatraz secundado por dos reinas de segunda mano como fueron Los jóvenes salvajes y Los temerarios del aire. Con Yo vigilo el camino llegó al final de su etapa más creativa para luego tan sólo lograr algún título aislado de renombre en una incomprensible carencia de ideas que tan sólo fue destello de lucidez en la durísima El repartidor de hielo, basada en la obra de teatro de Eugene O´Neill y en la maravillosa Ronin, con guión bajo pseudónimo del gran David Mamet.
En esta ocasión, Frankenheimer propone un drama ético que camina con cierto paso vacilante entre las fronteras del western y del cine negro aunque estéticamente pertenezca al primero. Para ello cuenta con Gregory Peck, más envarado que nunca para destacar la inquebrantable honestidad de su sheriff acompañado de la atractiva Tuesday Weld (por entonces, pareja de Al Pacino) y de un plantel de secundarios de leyenda como Estelle Parsons, Ralph Meeker y Charles Durning, todos ellos envueltos en el “country” de las canciones del mismísimo Johnny Cash. Y sí, quizá Yo vigilo el camino sea una película que es toda una declaración de intenciones del propio John Frankenheimer con la excusa del guión del reputado Alvin Sargent. Quizá quiso decirnos que él, al menos, vigilaría el camino para dejarnos un rastro de honestidad en una industria que tan sólo quiere comprar porque hay hombres que se dejan vender. Y lo hace con dureza. En esta ocasión no estamos ante un western amable, de tópicos y típicos elementos de disparos, caballos, buenos y malos. Hay todo un trasfondo psicológico en la historia que hace que caminemos por el borde de un cuchillo bien afilado mientras nos va cortando los pies en una sangría como rastro de una película en la que no tenemos más remedio que avanzar. Podríamos decir que es una mezcla, un tanto figurada, de Deliverance, de John Boorman y de Amores con un extraño, de Robert Mulligan, por muy extraño que parezca.
Interesante película, western atípico, dilema moral, incomodidad en la historia, la razón puesta en duda, la duda puesta en razón. Suficientes elementos como para no dejar pasar la ocasión de verla si somos capaces de llenar el tambor del revólver de nuestra moral con bastantes balas como para defendernos.

jueves, 8 de octubre de 2009

SI LA COSA FUNCIONA (2009), de Woody Allen


Cuando el actor Larry David se adelanta unos pasos del grupo donde está charlando con unos amigos y comienza a hablar a la cámara entablando un diálogo con el público, nos damos cuenta de que Woody Allen ha vuelto. Sí, sí, lo teníamos muy perdido desde Melinda y Melinda porque sus intentos londinenses y españoles sólo han sido meros ensayos que han tenido tan poca fortuna que parecía que podíamos llegar a la conclusión de que el ingenio del genio no era ingente.
Antes de que los puristas y amantes a ultranza del cine de Allen se lleven las manos a la cabeza, dejen que me explique, así podrán ir afilando los clavos con delectación. En esta película, Woody Allen nos habla exactamente de la misma teoría del azar que impregnaba su altamente sobrevalorada Match Point y, si se me permite la herejía, los resultados aquí son mejores porque nos encontramos de nuevo con el cineasta que nos enseña rincones de Nueva York que parecen hechos para ser escenarios de una película que trata sobre el amor, la misantropía, el sentido del humor destructivo que todos quisiéramos tener sin ninguna atadura educacional y la verdad sobre el suicidio, sobre el talento de Dios como decorador y sobre la natural tendencia de todo conservador a ser un liberal que convive en un largo e inacabable menáge a trois. Por si fuera poco, resulta que el jazz vuelve a salpicar con sentido del cinismo todos los escalones de la neurosis y la música clásica es una excusa para un medio y no para un fin. Es Allen. El mejor Allen. No ese otro que nos decía lo bonita que era Barcelona con cheque de por medio y se empeñaba en hacernos creer que Londres es el paraíso donde se encuentran las mujeres que siempre hemos deseado tener.
Por otro lado, siempre he mirado con desconfianza los devaneos de Allen con supuestos trasuntos de sí mismo con resultados bastante insatisfactorios (sin ir más lejos, ahí tenemos el desastre que fue Kenneth Branagh como protagonista de Celebrity) y, en esta ocasión, Allen acierta de pleno con la elección de Larry David. Viendo a este veterano humorista parece que estemos asistiendo al regreso de Allen a la interpretación pero con una mochila de años de más. En boca de él podemos escuchar algunos de los diálogos más agudos de los últimos años (“Boris, dinos algún lugar divertido al que ir aquí en Nueva York” “¿Qué os parece el Museo del Holocausto?”) y regresamos a ese farragoso mensaje sobre el azar, sobre que todo en la vida es producto de la casualidad y que, a veces, el tirarse por una ventana es lo mejor que te puede pasar porque puedes aterrizar encima de la mujer de tu vida pero todo esto mostrado aquí con inteligencia, con unas dosis de ironía que hacen que la sonrisa sea el telón de fondo de la carcajada, que también aparece con frecuencia. Suena la Quinta Sinfonía de Beethoven y, en ese momento, alguien llama a la puerta...¿Quién es? ¿El destino?...No, es tu madre....
Ah, que soy un pesimista, que no me gusta el Allen de Match Point pero me encanta éste que no duda en enseñarme un sentido del humor salvaje...Bueno, me gustaría poder contestarles como lo hace Boris Yelnikoff, el personaje protagonista, pero mejor voy a encerrarme en esa posición que hace que me crea que soy el único que tiene una visión global. Total, en cualquier momento puede que me dé cuenta de que lo mío era salir del armario, o que lo que me apetece realmente es enseñar la jugada del peón envenenado en el ajedrez y me dedique a dar clases en medio de un parque. Lo haré ahora mismo, sólo tengo que lavarme las manos mientras me canto dos veces el “Cumpleaños feliz”, así, quizá, no tendré que preguntarme si lo mío es felicidad o es el encuentro casual de unas fuerzas cósmicas que chocan y que dieron lugar a un falso intelectual en pleno proceso de desintegración como yo...El azar funciona...y si la cosa funciona...dejemos que funcione...¿no?

miércoles, 7 de octubre de 2009

LA CASA ROJA (1947), de Delmer Daves


Shhh...Shhh...Los susurros no se pueden ver. Los secretos no se pueden oír. Aprender a convivir con el terror puede ser la forma de crear a los monstruos más escondidos. Esta vez, el miedo flota entre el viento, entre el olor a campo y a río desbordado. La tensión es la inquietud que se adivina bajo un rostro que se deja ahogar en la furia del agua. Y entonces es cuando los jóvenes comienzan a sentir pánico. Cuando las sombras cobran vida y la penumbra es sinónimo del silencio. Y esas son las sensaciones cuando dejamos el mundo juvenil y nos adentramos en la lóbrega existencia de los adultos, siempre poseedores de pasados borrosos y vergonzantes. La música es la guía que nos enseña el camino por donde se sale del laberinto del horror mientras el impulso adolescente se sosiega y se hace mayor. Hacerse mayor...sí, quizá ése sea el mayor de los miedos.
De vez en cuando, el cine también oculta alguna joya que ha pasado desapercibida ante los ojos siempre expectantes de la historia. Y aquí se nos escribe con letra gótico-rústica un cuento de horror que es para jóvenes pero que también es para los que tienen algunos años de más y alguna inocencia de menos. Es una película ganadora para los sentimientos y algo perdedora para las motivaciones pero es efectiva, increíble, claustrofóbica en sus espacios abiertos y agorafóbica en sus interiores. Porque no estamos visitando el interior de una casa que guarda un secreto terrible. Estamos en el umbral de unas personas que intentan estrangular todo lo que no se quiere recordar. Y se adentra, con maestría de entretenimiento, en los tortuosos senderos de almas muertas, de cuerpos vivos, de miradas extraviadas, de pensamientos retorcidos, de nudos en el corazón.
Para todos aquellos que han llegado a enamorarse del cine clásico a edades tempranas, es una película que no se deben perder. Es descubrir tras las cámaras a un director excepcional como Delmer Daves. Es sumergirse entre las brumas de lo siniestro ante el rostro de marioneta de Edward G. Robinson. Es disfrutar con las notas en un pentagrama del maestro Miklos Rozsa poniendo melodía al horror. Es admirar la versatilidad de una actriz de la inmensa categoría de Judith Anderson. Es comprobar cómo se construye una trama con la lentitud necesaria, con el compás retardado para, luego, golpear las entrañas, la moral y la conciencia con la inesperada aparición de una maldición que perdura...como una película que deja un puñado de imágenes que el tiempo no puede borrar por mucho que se empeñe. Tal vez, luego, jóvenes y adultos miren despreocupadamente y con un gesto apenas rutinario si hay algo extraño debajo de la cama donde duermen. Dicen que ahí abajo se oculta un bosque que encierra nuestros pesares y nuestras pesadillas. Dicen que ahí abajo es donde se esconden los gritos de la noche.

martes, 6 de octubre de 2009

CAPRI (1960), de Melville Shavelson


El penúltimo título de la carrera de Clark Gable no deja de ser una comedia amable, de sonrisa en el corazón y de romanticismo en los labios (¿o es al revés?). Lo cierto es que no deja de ser una buena idea el juntar los nombres de dos estrellas de la altura de Clark Gable y Sophia Loren para que, al cabo de un rato de asistir a su proyección, te empieces a dar cuenta de que te estás sintiendo bien. No deja de ser curioso que Melville Shavelson (un director cuya mejor obra pasa por ser la estupenda comedia protagonizada por Henry Fonda y Lucille Ball titulada Tuyos, míos, nuestros) opte por un comienzo que pasa por moroso en el tiempo y de desarrollo deliberadamente lento pero las preferencias de Shavelson a la hora de contarnos su historia se inclinan pronto por el lado de Gable y le concede un barniz más brillante de lucimiento, un poco más de encanto y, debajo de nuestro bigote, se adivina también la sonrisa socarrona de un galán que, al final de su carrera, era algo más que un buen acompañante.
Es agradable ver cómo en medio de una comedia romántica una reina del sexo atrapa a un rey de Hollywood con el telón de fondo de esa perla mediterránea que es Capri y no cabe duda de que hay algo más que estilo cuando Gable pregunta aquello de “¿Cuántas personas se supone que duermen en esta isla?”. Quizá ése es uno de esos momentos en los que nos damos cuenta de que los grandes actores al principio, fueron muy pequeños e, incluso, llegaron a tener orejas de mono pero que la experiencia y el saber estar frente a las cámaras puede hacer que el público sólo mire al propietario de la ironía más elegante.
La dulzura es la mirada que preside toda la película para contarnos lo que no es más que una suave historia de amor. Puede que algunos agoreros piensen que el papel reservado a Gable merecía los trazos físicos de un actor más joven pero sus encantos son tales que hacen que inmediatamente nos olvidemos de lo que es una diferencia de edad que en la vida real nos resultaría insalvable. A ello colabora la plasticidad de una película que es agradable de ver, un guión que está salpicado con varias afirmaciones de una agudeza que sabe herir la cabeza y con un estupendo acompañamiento de Vittorio de Sica como soporte a una historia de amor que, aunque no ha quedado en los anales de la historia del cine, quizá tenga un pequeño rincón a todos aquellos a los que les gusta un trocito de color en sus vidas y un rato de diversión sin dificultades.
El único reproche que se puede hacer a una película que nació sin pretensiones, se desarrolló sin ambiciones y se estrenó con afán taquillero es que podría haber sido algo mejor, algo más trascendente, algo más curiosa en su búsqueda de la sonrisa inteligente pero es algo fácil de perdonar cuando ellas ven a un hombre de esplendorosa madurez como Gable, y cuando ellos quedan extasiados ante el mimo con el que aparece fotografiado una actriz con las curvas y el rostro de Sophia Loren en el punto más álgido de su explosiva belleza.
Así que ya saben. No es la película más maravillosa del mundo. No hay mensajes que descifrar. No hay profundidades que recorrer. Tan sólo es un entretenimiento que hace que la vista se relaje y todo sea un vivir delante de una cámara...aunque estén detrás viendo lo que pasa. Y ésta última frase, aunque parezca una contradicción, es una verdad tan grande como la belleza de la isla de Capri...¿o no?...

viernes, 2 de octubre de 2009

EL CAPITÁN BLOOD (1935), de Michael Curtiz

Cuenta la leyenda que un médico quiso curar a un herido. Los soldados irrumpieron en la casa del lesionado porque era un rebelde hacia la autoridad británica y al médico lo condenaron a galeras por colaboración con el enemigo. Así es como nacen las leyendas. Con unas sombras sorprendentes dibujadas en una pared de blanco y de negro. Con unos duelos a espada que hacen parecer que los filos comiencen un interminable cruce de palomas, como un cortejo de alas inquietas que terminan invariablemente en un beso teñido de sangre. Con unas sorprendentes coreografías que indican que hubo trabajo por parte de los actores, oficio por el del director e imaginación por el de los maestros de esgrima. Y así también nació una leyenda como Errol Flynn, el espadachín por antonomasia, el héroe perfecto, apuesto, brillante, galán, con un leve aire de pillo, con una acusada dosis de dignidad enfundada en la vaina. Y quizá, sólo quizá, nos hallemos ante una de las mejores películas de piratas de la historia.
Eso sí, siempre habrá un poco de justicia por allí, un romance por allá, dos o tres chistes colocados en alguna isla abandonada y unas olas que se transforman en testigos que van y vienen entre tesoros, rescates y desafíos. Obra maestra de esas que ya hemos demostrado sobradamente que no somos capaces de hacer, esta maravillosa película es diversión pura, es una sesión de tarde trasplantada a la noche, es la empuñadura del médico que fue pirata, del condenado que hizo justicia, del capitán que todo marinero quisiera tener...hay que estirarse bien para hacer que la punta de la espada se hinque en nuestro enemigo y mantener un rincón limpio de crueldad premeditada para conservar algo de lo que un día hizo que fuéramos honestos.
Y ante esas peleas nuestras sensaciones se convierten en botín de una película que atrapa como una nave que despliega todo el velamen para volar sobre el mar. Somos prisioneros inevitables del asalto del entretenimiento tejido con delicado encaje femenino. Queremos y soñamos con desenvainar ese acero que ni siquiera sabemos manejar y luchar en un abordaje imposible al lado del Capitán Sangre mientras intercambiamos sonrisas de complicidad y guiños de camaradería. Hoy atraca ahí mismo, en nuestro salón, un barco que hace sonar sus aparejos con el quejido propio del tiempo escapado, del momento que se transforma en suspiro, del instante fugaz de la felicidad que produce la evasión de la dictadura implacable a la que nos somete lo real. Hoy, tal vez, nos den alguna recompensa en piezas de oro por dejar que nuestro pensamiento sea tomado por sorpresa y nos dejemos arrastrar por las mareas de la aventura que nunca tuvimos, de la aventura a la que nunca jugamos, de la aventura de la que siempre escapamos porque la valentía es patrimonio exclusivo de las leyendas contadas. Dejemos que nos cuenten una.

jueves, 1 de octubre de 2009

EL SOPLÓN (2009), de Steven Soderbergh

Sí, todo el mundo lo hace. Los motivos pueden ser los más diversos: parecer más importante, no pagar, no deber, no cobrar, no ser, no saber. Se miente por arribismo, por codicia, por avaricia, por amargura, por despecho, por pasión. Incluso la locura puede ser el móvil de la mentira aderezada con algunos toques de idealismo más trasnochado que un “dabadabadá”. Pero lo más increíble de todo no es que se mienta. Lo más terrible es que todos, incluso los que no tienen nada que perder ni ganar, también lo hagan.
Y esta es la historia que, en esta ocasión, nos presenta Steven Soderbergh: la de un hombre que miente y que miente y que construye sobre esas mentiras otra mentira mientras alrededor suyo todo el mundo miente y nadie se atreve a decirle la verdad a la vez que, en sus propias mentiras, hay un algo que se parece a lo sincero sólo que está tan oculto tras tantas capas de falacia que no se puede vislumbrar.
Así pues, tenemos a un ejecutivo de empresa (posiblemente una de las clases de mentirosos más peligrosas y contumaces de nuestra estratificación sobre la falsedad) que, movido por la presión, comienza a mentir para salvar su cuello. A la par, roba, y para completar las tres bandas, se dedica a informar al F.B.I. con mentiras que tienen un fondo de verdad. El resultado de todo esto es que a los verdaderos culpables, aquellos que manipulan la información para aumentar el beneficio y que llegan a pactos que parecen sacados de las mismas entrañas del infierno, parecen ser mirados con apenas una mirada reprobatoria. Y el pelele, el tonto de turno, el idiota que ha destapado auténticas conspiraciones soltando faroles a troche y moche, acaba con sus huesos en la cárcel durante tantos años que parece que se le cae el pelo aunque, finalmente, obtiene el olvido social, esa memoria continuamente reseteada que se configura entre las filas de la opinión pública.
Con una historia difícil y, para qué negarlo, más farragosa que ligera por mucho que la quiera hacer pasar por una comedia, Soderbergh nos sirve un paquete que tiene más envoltorio que contenido y rellena algunos huecos con genuinas verdades de Perogrullo que ya han pasado por las mentes de los menos aventajados y se queda a medias en su intento de denunciar y hacer ver al espectador en manos de quién estamos cuando, simplemente, queremos comprar unas palomitas de maíz. El bueno de la película es tan estúpido que se hace millonario. El malo es tan listo que queda engullido por la vorágine de información a la que no se pone mucho interés en investigar. Éste es nuestro mundo, señores, el mundo en el que todos mienten.
Por otro lado, y siempre bajo las notas de una climática y evocadora música de Marvin Hamlisch que nos retrotrae a los noventa al compás de lo demodé, tenemos el flequillo de Matt Damon, centro y periferia de toda la historia. Y hay que reconocer la poca hondura dramática de este actor que hace que añoremos con todas nuestras fuerzas a Jack Lemmon y nos asustemos al ver lo que hubiera sido capaz de hacer el grandísimo intérprete con este papel de chupatintas que hace sudar sangre a todo el que se acerca a él, incluida a su familia. Al fin y al cabo, ese trastorno bipolar del que hace gala en todo momento le acerca a una verdad que tampoco le gustaría vivir y le convierte en uno más de entre la multitud. Nadie quiere ser el empleado gris de una aburrida compañía que te hace viajar aquí y allá para cerrar tratos de precios fijos con una competencia que se compromete a no vender más barato que tu. Es mejor ser confidente, una estrella de los servicios de inteligencia o, como yo, poseer una Cruz del Mérito Aeronáutico por concesión directa del Ministro de Defensa. Qué más da. Lo importante es ser el titular de cualquier periódico de larga tirada. Total, todo el mundo miente.