miércoles, 31 de enero de 2024

EL TERROR DE LAS CHICAS (1961), de Jerry Lewis

 

Herbert Herbert Heebert, así se llama el pavo, ha entrado a trabajar en una residencia para señoritas. Es torpe, aunque no tanto como se cree. Es bueno, porque su paciencia merecería estar honrada en los altares. Es servicial, porque le encanta sentirse útil. Mientras tanto, las chicas le marean, le encantan, le persiguen, le encargan todo tipo de encomiendas y él va de arriba abajo por esas interminables escaleras de la residencia, rápido, dispuesto, siempre alerta. Ah, y sin olvidar dar de comer a Baby, que es la mascota. Aunque no se sabe muy bien de qué tipo. El caso es que por allí pasan todo tipo de individuos con afanes no demasiado honestos, queriéndose llevar a las chicas a cenar y a lo que surja, y Herbert es como un perro guardián que debe oficiar las veces de tía metomentodo y asegurar la inocencia de sus protegidas. Luego, por supuesto, no hace más que cometer torpezas cuando hay millones de ojos mirando, pero eso es un pecado que se le perdona con facilidad. Él es muy amable. En realidad, a pesar de sus andares desgarbados y su difícil habilidad, es adorable.

Llega a ser sorprendente comprobar la tremenda pericia que exhibe Jerry Lewis como director en esta película en un aspecto que se suele destacar poco en el cine. En esta ocasión, el decorado es extraordinario, y el movimiento de cámara que pone en juego Lewis es magistral, yendo de una habitación a otra de esa residencia, subiendo y bajando los escalones alfombrados de rojo en uno de los mayores decorados interiores que se han construido nunca en unos estudios. Lewis, en un alarde que casi se puede considerar como sello propio, pone en juego una especie de número musical en el que el único baile es el paseo que se dan unos y otros, presenta de forma ágil, divertida y tremendamente hábil ese decorado que va a ser, prácticamente, el escenario único de las andanzas del pobre Herbert Herbert, un chico que, en el fondo, lo único que quiere es sentirse útil.

Así que hay que prepararse para que ocurra cualquier cosa, para una dirección preclara, para algunos gags realmente destacables, con la intervención de Mel Brooks en el guión de forma no acreditada pues la idea original partió de él, con la música como acompañante, con el buen humor de cierta clase porque, por una vez, aunque haya momentos típicos del Lewis más irritante, también hay humor sugerente y bien llevado. Así que, niñas, al salón. Herbert nos va a servir una cena de cierto interés que hace que las chicas que vivan en esa residencia no olviden al tipo más maravilloso que se puedan encontrar. Su nombre, aunque parezca mentira, es Herbert Herbert Heebert, así que es mejor que empecéis a llamarlo como Herbie. Es el terror de las chicas, pero no porque las conquiste sino porque todas lo quieren terroríficamente como el chaval más ideal para contarle problemas, hacerle encarguitos, ponerle en dificultades y reírse un rato.

martes, 30 de enero de 2024

BURLANDO LA LEY (1954), de Howard Koch y Edmond O´Brien

 

Barney Nolan está harto de que otros se lo lleven crudo y él tenga que estar trabajando para sacarse unos pocos dólares en comisaría. Su novia es un sueño de mujer y no va a permitir que tenga que enseñar las piernas como tabaquera en cualquier tugurio de mala muerte. Barney, en el fondo, no tiene ningún sueño de grandeza. Sólo quiere tener  suficiente dinero como para construir un futuro, vivir con tranquilidad al lado de la mujer  que ama y recibir, de vez en cuando, a algunos amigos para cenar y echar una partida de cartas. Son sueños de proletario, fáciles, pero inalcanzables para un modesto policía que tiene que arrodillarse en el fango, escarbar y extraer la mala hierba. La oportunidad está cuando Barney sabe que un corredor de apuestas que actúa como enlace para la Mafia, lleva una cierta cantidad de dinero encima. A ese tipo se le puede asaltar en un callejón, hacerle ver que se le lleva detenido y matarle. Es fácil, es limpio y puede ser muy rápido. El sueño, de repente, se halla a la vuelta de una esquina.

Mark Brewster es el compañero de Nolan. Ha sido su discípulo durante años y profesa una admiración por él que ha sido forjada por el tiempo y por la experiencia. Sabe que Barney merece la felicidad porque ha trabajado mucho, aunque ha tenido una cierta tendencia insana hacia la violencia, pero es un buen policía. Cuando se descubre el crimen, la espiral apunta hacia un plan cuidadosamente premeditado por Barney, pero Mark prefiere centrarse en los favores, en los días que han pasado juntos, en las enseñanzas que ha recibido, en tantos oscuros callejones en los que se han visto obligados a esperar a que salga el sospechoso de turno. No, no puede ser. Barney no puede haber hecho nada de eso.

Estupenda película independiente que sorprende porque en la dirección se encuentra el propio protagonista, Edmond O´Brien, acompañado del mítico guionista Howard Koch. Entre ambos, construyeron una película pequeña, pero irremediablemente interesante, con secuencias de acusada originalidad como el tiroteo en una piscina cubierta, y con una cuidadísima dirección de actores que hace que el propio O´Brien realice uno de los papeles más agresivos de su carrera, con una mirada hiriente durante todos y cada uno de los minutos que aparece en escena salvo en los que comparte con Maria English en el papel de su novia. Y no sólo eso, en la piel de su gran amigo, aparece un actor habitualmente tan limitado como John Agar que, sin embargo, está extraordinariamente afilado, buscando respuestas e intentando comprender las actitudes de su amigo. El resultado es una película ciertamente vibrante, de asumida modestia, pero de momentos de cierta brillantez.

Y es que no es fácil enterrar todas tus creencias con tal de tener una posibilidad para el día de mañana. Ese policía que decide cruzar todas las líneas rojas no hace más que exhalar un grito de auxilio, que se ahoga dentro de su obligación en el trabajo y hacia la ciudadanía, a la vez que clama por un poco de realización personal. Algo que se nos suele olvidar con bastante frecuencia cuando pensamos en cualquier servidor público. Y más aún si llevan un arma al cinto.

viernes, 26 de enero de 2024

LORD JIM (1965), de Richard Brooks

 

El caos emocional preside todos los rincones tropicales de esta película que habla sobre la delgada separación que existe entre la cobardía y el heroísmo. Tal vez, como dice el protagonista, el cobarde y el héroe no sean más que personas absolutamente normales que, en un momento dado, hacen algo que se sale de lo normal. Ese marino entusiasta que, llevado por la sugestión, comete un error de bulto y abandona el barco que capitaneaba cuando no era necesario, se convierte en un hombre que busca la redención entre las hojas de las plantas gigantes. No le falta bravura a Jim y, sin embargo, para el resto de su vida, tendrá que luchar con la etiqueta de ser un cobarde. Para ello, lo dará todo por los nativos, tratará de poner fin al reinado de un señor de la guerra que trafica con armas e impone su particular sentido de la ley, responderá erróneamente de la caballerosidad de un tipo que no es más que un cazador furtivo y, al final, en una última mirada a su alrededor, creerá que el cielo le recibe con campanillas porque ha conseguido lavar su nombre manteniendo su palabra.

Jim es uno de esos héroes emocionales que, cuando algo comienza a salir mal, se paraliza en su empuje porque debe controlar la percepción de las consecuencias. Si no, es posible que su corazón le impulse a salir corriendo, abandonando a los que más quiere. Ese armador que es casi como su padre, esa chica que le mira de un modo con el que nadie más ha conseguido mirarle, la paz que tanto ansía dentro de un paraíso de lluvia y cielo…Todo acabará destruido por culpa del maldito honor que perdió en una noche de tempestad y pánico, tan borrosa como húmeda, tan maldita como verdadera.

Además del caos emocional del personaje, se nota que rodar esta película en medio de la jungla no fue más que una fuente de problemas para el director Richard Brooks. De alguna manera inexplicable, hay fallos de continuidad, como si hubiera unas cuentas escenas desechadas por imponderables que no se repitieron y que hace que, en algún momento, la película avance a trompicones. Algunas cosas no están bien explicadas cuando, en realidad, los diálogos son absolutamente deliciosos en cuanto a su profundidad porque hay verdaderas y valiosas disquisiciones sobre la naturaleza del hombre y sobre su comportamiento. La interpretación de Peter O´Toole es espléndida porque sabía a la perfección cómo conjugar la tormenta interior de su personaje en la borrasca de su rostro sin necesidad de decir nada. Y a su lado se mueve un elenco extraordinario encabezado por James Mason, Paul Lukas, Eli Wallach, Curd Jurgens, Jack Hawkins y un espléndido Akim Tamiroff. Todos estos nombres, aval más que suficiente para cualquier título que quisiera tener una salida de éxito en los sesenta, parecen no tener algunos momentos de lucimiento como si también se hubieran quedado en la moviola. Aún así, Lord Jim tiene momentos espléndidos aunque, en todo su metraje, la verdadera batalla está en el interior de los personajes y no en los acontecimientos que les rodean. Y voy a decir algo bien a las claras, a ver si los dos o tres listos que aún pretenden dar lecciones se enteran bien. No se parece en nada a Apocalypse now. Una película no se parece a otra porque salga un río y una barca. Ni tampoco porque aparezca un señor de la guerra cuyas intenciones son bien distintas a las del coronel Walter E. Kurtz. Sólo tiene un nombre en común y es el de Joseph Conrad, autor de esta novela y de El corazón de las tinieblas en la que se basa la película de Francis Ford Coppola. A piarlas.

jueves, 25 de enero de 2024

LA ZONA DE INTERÉS (2023), de Jonathan Glazer

 

Todo parece estar en un bucólico orden. La madre prepara una sorpresa en el jardín para celebrar el cumpleaños del padre. Él es un oficial nazi que aquella mañana, como siempre, tiene que acudir al trabajo. Hay besos y carantoñas. Hay cariños y regalos. El padre se cala su gorra y sale por la puerta del jardín, se dirige a su oficina. En realidad, su actitud es igual a la del patrón de una fábrica. Sólo que en esta ocasión, el producto fabricado es la muerte.

Así, de una forma incómoda y cortante, nos vamos dando cuenta de que la estancia de esa familia justo en el borde exterior del campo de exterminio de Auschwitz, se acerca mucho a lo idílico. Tienen un río cerca en el que se pueden bañar, aunque, de vez en cuando, puede que tengan que compartir el agua con unas molestas cenizas. Poseen una piscina con tobogán, un huerto con calabazas, un cenador, una pequeña terraza y sirvientes gratis. No cabe duda de que el Teniente Coronel Höss y su esposa, la encantadora Hedwig, han conseguido llevar la vida que siempre han deseado. Su existencia transcurre apacible, con juegos por doquier, con los niños siempre dispuestos, con días de verano encantadores en la campiña polaca…sólo que su vecino se llama horror y su familia es la atrocidad.

Ello no es óbice para que no se disfruten las cosas. Al fin y al cabo, como bien observó Hannah Arendt en el proceso contra Adolf Eichmann, la banalidad del mal no realiza ningún examen de conciencia. El trabajo ha de hacerse y, simplemente, se hace. Sin más consideraciones. El continuo rugir de los hornos, los gritos, los disparos, las llamaradas de unas chimeneas, eso son cosas a las que cualquier hijo de vecino se puede acostumbrar. Es como el tráfico en la gran ciudad, más o menos. Sin más. Aquí de lo que se trata es de conseguir la máxima calificación de la afamada eficiencia alemana. Y que no trasladen al padre porque aquello, como bien dice su suegra, es el paraíso.

No es muy corriente destacar el sonido como el principal protagonista de una película, pero en esta ocasión, es así. El ruido de fondo que envuelve toda la acción es un recordatorio continuo de esa crueldad que está siendo obviada de una manera insultante porque es como si no existiese en el devenir de esa familia perfecta, usufructuaria de una casa amplia e inmaculada, poseedora de una normalidad que llega a ser espantosa. Su trabajo y su actitud llegan a ser tan rutinarios y vulgares como el de las señoras de la limpieza de un museo del holocausto. El horror sigue llamando a nuestras puertas para pedir, como buen vecino, una pastilla de jabón…

Jonathan Glazer, después de aquella marcianada que dirigió en Under the skin articula esta película como un aldabonazo a las conciencias con tendencia al olvido…o, mejor, al sobreseimiento de la realidad. Más vale pasar por encima de las incomodidades a las que nos obliga la vida y centrarse en lo que se ha concedido por razón de galones. No tiene ninguna importancia ser el jefe de unos altos hornos de carne humana, más tarde no faltará el cigarrillo degustado con calma en la noche polaca, o la alegría de ver a los niños chapoteando en una piscina con un muro gris tras el que se esconde lo innombrable. El resultado es una película difícil, ciertamente rígida, devastadora en algunas de las reacciones, agresiva en sus exposiciones, transgresora en cuanto hace posible algo al confrontarlo con su opuesto, depositando la esperanza en el negativo, con el gris en la imagen y el negro en la moral. No obstante, no se preocupen, cuando salgan del cine bastará con una reflexión de unos tres o cuatro minutos y luego saltarán por encima de sus aristas. 

miércoles, 24 de enero de 2024

EL CASO COLLINI (2019), de Markus Kreuzpaintner

 

No es muy frecuente hallarse con un recién licenciado en Derecho que, de alguna manera, siente que tiene que devolver todo lo que ha conseguido en un país que no era el suyo. Hijo de madre turca y padre alemán, fue adoptado por un industrial teutón que no dudó en educarle como un hijo más, dándole estudios, formación e incluso una relación sentimental con su propia hija. Sin embargo, el chico está lejos de imaginarse que su primer caso de defensa en una corte iba a ser el asesinato del hombre que le adoptó en manos de un misterioso italiano que se niega a decir ni una palabra. El chico es abogado, quiere demostrar que lo es y tendrá que vérselas con gigantes del Derecho en la acusación popular y, sobre todo, en la particular. Es todo un reto que haría que cualquiera  se echase atrás. Y, como no podía ser menos, hay más, mucho más en este caso de lo que a primera vista pueda parecer.

Ese hombre que tan bien se portó con él, ese industrial millonario que todo lo podía y que tan tierno se mostraba, sirvió en la Segunda Guerra Mundial como Oficial de las SS en la Italia ocupada. E hizo cosas que harían volver el rostro a cualquiera que quisiera mirarlas. Y nunca fue procesado por crímenes de guerra porque una oportuna ley estableció que las acciones de represalia no podían ser consideradas como tales. Una forma como cualquier otra de barrer todo lo que estorba debajo de la alfombra. Al mismo tiempo en el que ese abogado trata de hallar la verdad y otorgar justicia como forma de homenaje a Alemania, se destruye su mundo y todo en lo que había creído. Aquella chica de la que se enamoró en su día, ya no le mira igual. Aquellos sueños en los que había sido educado, ya no tienen el mismo sentido. Y todo en una corte que tendrá que decidir qué paso con ese italiano silencioso que, al final, hablará con sus lágrimas.

Excelente película alemana que trata de ajustar cuentas con un pasado que quiso ser casi ideal en la posguerra, haciendo creer que todos los que habían abrazado la causa nazi fueron juzgados por los tribunales de justicia para que la nueva Alemania creciera sin elementos tóxicos en sus principales estamentos. Nada más lejos de la realidad. Más gente de la que se creyó llevó con orgullo la esvástica. Lo único que se necesitó es que guardaran silencio sobre lo que había ocurrido y sobre lo que habían creído. Si alguien indiscreto preguntaba, nunca se sabía nada. Y otro tanto con un buen puñado de hijos de aquella generación que claudicó en la diferencia entre legitimidad y justicia, justificándose de manera cobarde y tremendamente cínica para poder seguir encarando el día siguiente.

El director Markus Kreuzpaintner agarra la historia por las solapas y tarda algo en centrarse, como si tratara de dar algunas cosas por sabidas o se hubiera dejado un par de fotogramas importantes en la sala de montaje, pero consigue una película muy notable, muy sincera y muy necesaria para decir a las claras que no todo fue un intento honesto de ofrecer una cara limpia al resto del mundo. A menudo, se consiguió cambiando los mecanismos más internos de la justicia que, rara vez, es ciega.

martes, 23 de enero de 2024

LA DALIA NEGRA (2006), de Brian de Palma

 

Dos tipos se conocen en la policía. Los dos han sido boxeadores de cierto renombre y, aprovechando la circunstancia, el departamento de relaciones públicas decide organizar un combate entre ellos para recaudar fondos y elevar la consideración de la institución ante los ciudadanos. El Señor Fuego y el Señor Hielo. Poco podrían prever que, en realidad, esos motes algo solemnes que se les pone para atraer gente al combate, en realidad, les va muy bien. El Señor Fuego es Lee Blanchard. Un policía visceral. Un poco nublado en sus razones que no discurren con facilidad porque el nerviosismo y la impulsividad presiden todas sus acciones. El Señor Hielo es Dwight Bleichert, un joven apuesto, de altura considerable, fuerte y agradecido, de raciocinio frío y meticuloso. Él trabaja en los casos con lentitud, pero con seguridad. Es como su gancho de izquierda. Ambos traban una amistad de tanta longitud que llegan a formar un triángulo de pasión con Kay, una chica preciosa, elegante y tremendamente sensual. Todo parece ir sobre ruedas con sus placas, sus carreras, sus ambiciones y sus relaciones. Ideal.

Sin embargo, un brutal asesinato parece que se cuela en los resquicios de sus vidas algo vacías. La obsesión comienza a tomar cuerpo y no es fácil quitarse de encima la visión de un cadáver horriblemente mutilado de una chica que, con la documentación cinematográfica que se dispone, era auténticamente encantadora. Hacen mal. Se acercan demasiado a la víctima y ello no les deja calibrar con objetividad las pruebas que van recogiendo. Quizá haya demasiado vértigo en las alturas. Y el deseo se mueve por las calles de Los Ángeles como si fuera una película en busca de su bobina.

No cabe duda de que Brian de Palma es un director lo suficientemente cualificado como para llevar a buen puerto esta ficción del famoso asesinato de “La Dalia Negra”. No obstante, de Palma parece no querer contar la historia y comete un error de bulto seleccionando a dos actores tan limitados como Josh Hartnett y Aaron Eckhart para los papeles protagonistas. Acierta plenamente con los femeninos, con Scarlett Johansson y Hillary Swank y, por supuesto, uno de los principales atractivos de la película reside en la maravillosa ambientación con la que dota a toda la historia, sumergiéndonos en esos años cuarenta en los que Hollywood comienza a ser sólo vicio y corrupción y dejando de lado cualquier mitificación dentro del género negro. La resolución del caso es algo informal, poco convincente, como si a de Palma le interesaran más los personajes que el motivo y eso diluye la aparente fuerza de un caso que, aún hoy en día, permanece sin cerrar. La pluma de James Ellroy, con su novela original, se nota con su retrato nada amable de todo lo que subyace tras el cascarón de la fama aunque la mayor parte sea un invento que pudo ser realidad a poco que uno se esfuerce en el sector de la imaginación. Y, de alguna manera, de Palma también deja entrever ese regusto por la truculencia del que tanto ha hecho gala en otras ocasiones.

Todo esto no deja de ser una pena porque, con esta película, Brian de Palma perdió su última oportunidad para mantener en alto una carrera muy irregular en sus años más difíciles. Todo lo que hizo, a partir de este momento, resultó muy mediocre, muy indigno de su virtuosismo innegable y de ser uno de los principales miembros de su generación. Y de Palma nos ha dejado momentos de cine que han acabado por ser imborrables. Si esta película hubiera sido mejor, quizá habría unos cuantos más.

viernes, 19 de enero de 2024

FALLEN LEAVES (2023), de Aki Kaurismaki

 

Dos seres de un país ordenadamente nórdico ya tienen muy poco que perder. Él, está enganchado a la botella. Ella, está enganchada a la soledad. Aceptan todo lo que les viene encima. No importa nada de eso. No importa el desempleo, la frustración, la decepción continua de un mundo que parece sobrevivir en el silencio. Van al karaoke para divertirse una noche y todo es espectacularmente anticuado. Mientras tanto, en la radio, la guerra de Ucrania bombardea los oídos de los que tratan de buscar alguna luz en ese país en el que la noche parece haber vencido al día. El amor frío existe. Es aquel en el que hasta la sonrisa es seria.

Ni siquiera hay besos en la historia de amor. Sólo hay una especie de convencimiento inamovible de que son tal para cual. En realidad, son hojas caídas de un árbol desvaído, que sienten, pero que ya no padecen. Sus sentimientos parecen estar tan congelados como el ambiente y hasta los momentos de comedia son premeditadamente espontáneos, muy divertidos, pero sin ninguna risa. La vida se empeña en golpearles hasta el aburrimiento y ellos están hechos del mismo hielo que les rodea. Finlandia no es un país amable con los fracasados. Ese paraíso de estabilidad y progreso también está repleto de trabajos de tercera en condiciones de cuarta, de abusos continuos más propios de la cultura mediterránea, de jóvenes que no dudan en robar a cualquier borracho que ha decidido calentarse con sus propios medios, de seres ahogados en su frustración que hacen cualquier cosa ante la posibilidad de la compañía. Ni siquiera hay cuidado. La dejadez es el santo y seña del ciudadano sin estudios que trata de salir adelante aunque cada día sea exactamente igual al anterior. Son hojas caídas, sí. No tienen color. No tienen estabilidad. Sólo tienen perseverancia en mantener su sitio en el suelo.

El director Aki Kaurismaki consigue una película que resulta tremendamente divertida en su vertiente más irónica. Sus personajes, desgraciados, candidatos permanentes a la mediocridad más gris, sueltan sus chistes sin mover ni un músculo, huyendo de la perplejidad y prisioneros del aburrimiento miserable. Apenas llega a los noventa minutos de duración y es inevitable no desarrollar un profundo cariño por esos personajes que deambulan de aquí para allá porque eso es lo que toca, no porque eso sea lo que desean. Y dentro de esa demoledora crítica hacia la sociedad y el modo de vida finés, Kaurismaki nos regala la perplejidad de la pasión más fría, esa que parece que no existe, pero que está incrustada en corazones sin palpitar. Los silencios elocuentes se suceden y hay un factor decisivo en todo el argumento y es la presencia palpable de la mala fortuna. Un teléfono que se pierde resuelto con la perseverancia de la espera, un tranvía inoportuno cuando la decisión aparece, un encuentro que no fructifica porque, dentro de la más terrible mediocridad en la que viven, ni siquiera saben reconocer la oportunidad. Todo es un rompecabezas pasional que no halla solución en esas miradas que desean decir todo y son incapaces de articular una palabra más que la irresistible querencia de estar el uno con el otro. El amor frío tiene estas cosas. Tarda en manifestarse. Le lleva el doble de tiempo.

Así que es fácil enamorarse y no decir nada. Basta con demostrar con actos que crees que alguien es importante para ti. Sólo de ese modo, el día vencerá a la noche tan larga que siempre se cierne sobre Helsinki. Más deprimente que nunca, más mediocre que nunca. Cosas del frío. Cosas verdaderas.



jueves, 18 de enero de 2024

VALLE DE SOMBRAS (2023), de Salvador Calvo

La moral y la voluntad son dos capas de hielo muy delgado que se quiebran con facilidad cuando se obtiene el punto de vista de otra perspectiva. La irresponsabilidad, a veces, se paga muy caro y más aún si el entorno de belleza se torna de una hermosura tan salvaje como inhóspita. La tragedia, en las cumbres, se vuelve aún más solitaria, más desoladora, más completa y el deseo de justicia se puede atenuar cuando se asiste a otras desgracias que también llegan al centro del corazón. La nieve es el pasaporte para intentar el regreso y la confusión se acelera al volver al movimiento frenético de lo más parecido a la civilización.

En algún lugar de los Himalayas se comete un asesinato. Y eso, que se asemeja a lo fundamental, acaba por ser un obstáculo que hay que salvar para continuar en el mundo llano. Las reglas saltan por los aires y el deseo es sólo una huella en el blanco virgen. La ascensión por unas escaleras es, quizá, lo más duro cuando se ha subido hasta el punto más culminante de la amargura. Tal vez porque lo que significa realmente es comunicar que para algunas personas, ir allí, donde el mundo se encrespa con olas de roca, ha sido un viaje sin vuelta, una locura de olvido que ya es permanente, un cariño que se ha quedado, para siempre, en algún barranco sin nombre.

El director Salvador Calvo renuncia a la aventura e, incluso, al posible misterio himalayo para retratar, supuestamente, la historia de una superación a la desgracia. Se olvida de demasiadas cosas para tomar a la película en valor y ahí tenemos a un tipo que se sube una cuesta que haría pensárselo dos veces al senderista más osado cuando se tienen dos muletas para suplir una pierna malherida. Sin lugar para la duda, también incluye la consabida escena de sumergirse en unas aguas en la que el más dotado de grasa no duraría más de dos minutos sin entrar en una hipotermia galopante. Para rematar la faena, el trabajo de Miguel Hernán como protagonista desprecia el poder de una mirada que puede ser una de las más fascinantes del cine español actual para colocar en su lugar la de un individuo que no parece estar cómodo en ninguna parte salvo para saltarse las normas que, además, no le lleva a ningún sitio. A su favor, la espléndida fotografía de Álex Catalán, navegando entre unos paisajes vertiginosos e impactantes y la banda sonora muy bien trabajada de Roque Baños. El resto, teniendo un prometedor material de partida, se queda en una historia sin más aquél que ese hielo que se rompe al renunciar a la caza, al interés, porque se considera que lo único es la batalla para superar una pérdida que, sencillamente, se antoja casi en imposible.

Por el sendero, algo de filosofía budista, un conato de atracción, un inglés de traca que hace que todo suene falso, un retrato de infantil irresponsabilidad al irse allí donde da la vuelta el aire para fumarse unos cuantos petardos de marihuana delante de un niño completado con llevarle a una fiesta rave y mucha historia detrás sin describir nada porque, en realidad, no sabemos absolutamente nada del protagonista. Lo mismo podría ser un barrendero barcelonés que un oficinista de las Ramblas. Son las consecuencias directas de la fascinación por un paisaje impresionante y pensar que lo que se cuenta es importante, pero no tanto.

Así que mejor abrir bien los ojos, porque aparte de los riscos y las cimas por encima del resto de la Humanidad, también es posible que allí donde apenas queda oxígeno haya traficantes a los que les molesta que husmeen en sus plantaciones y malvados dispuestos a acabar con todo lo que esté vivo a su alrededor. Mucho cuidado. Incluso en lo más escarpado, existe la muerte. Basta un empujón.

 

miércoles, 17 de enero de 2024

TOM WILKINSON: EL ÚLTIMO DESAFÍO

 


Tom Wilkinson era uno de esos actores que hizo de todo en teatro y que, sin embargo, no conseguía despuntar en el cine. De cuidadosa preparación dramática, fue actor habitual en las producción de la Royal Shakespeare Company o del National Theatre, interpretando a Ibsen, T.S. Eliot, Arthur Miller, Anton Chejov, Edward Albee, Thomas Bernhardt, Carlo Goldoni, Christopher Marlowe, Noel Coward, Ben Johnson, Robert Bolt, Samuel Beckett, William Shakespeare, Edgar Allan Poe, Arthur Conan Doyle, Bertolt Brecht, Moliére, Darío Fo, Kafka, Lorca…y compartiendo cartel con nombres tan ilustres como Paul Scofield, Judi Dench, John Neville, Ian McKellen, Brian Cox, Albert Finney, Ralph Richardson, John Gielgud, Ben Kingsley, Brenda Fricker o Cyril Cusack. No le faltaban tablas. Sin embargo, a pesar de varios intentos, no conseguía despegar delante de las cámaras e intervino en apenas cinco películas desde su debut en 1976 con el prestigioso Andrzej Wajda en La línea de sombra, una adaptación de Joseph Conrad casi reservada al circuito de arte y ensayo, hasta que lo podemos ver en un papel muy secundario en En el nombre del padre, de Jim Sheridan, incorporando al fiscal que se enfrenta a Emma Thompson.

Él decía que no había desafíos a la hora de interpretar un buen papel. Eso era sencillo. Lo difícil y el verdadero reto era interpretar un mal papel. Y que él no tuvo nunca ninguna prisa. A la hora de elegir sus trabajos se hacía sólo tres preguntas: ¿Hay alguien en el mundo que sea capaz de interpretar este papel mejor que yo? ¿Es bueno este papel? ¿Me voy a divertir haciéndolo? Así de sencillo era su punto de vista. Y parece ser que contestó correctamente a estas tres preguntas cuando aceptó el papel que le granjeó fama y fortuna en Full Monty, después de intervenir en otras películas que también empezaron a hacer de él un rostro reconocible en todo el mundo como Sentido y sensibilidad o Los demonios de la noche. Ese Gerald arrogante, que se cree mejor que sus compañeros de striptease en la Inglaterra más deprimida por la reconversión industrial y que se pone a bailar sin vergüenza pero con inhibición en la cola del paro, vale por toda una carrera.

A partir de ese momento, el nombre de Tom Wilkinson es sinónimo de calidad. Se revela en el cine como un actor tremendamente seguro, con mucho peso, que siempre otorga un sello de categoría a cualquier película en la que interviene. Y llega a ser impresionante en algunas de sus actuaciones. Ocupa el lugar del atribulado productor que, sin embargo, está carcomido por el veneno del teatro en Shakespeare in love, resulta implacable en El patriota y es, sencillamente, magistral en esa película mágica, arrebatadora y anímicamente arrasadora como es En la habitación, realizando una interpretación extraordinaria al lado de Sissy Spacek y que le proporciona una nominación al Oscar que se quedó sin premio, pero que hubiera merecido sin lugar a ninguna duda.

Interviene en La joven de la perla, dando cuerpo y alma a la época de Rembrandt, y resulta divertidamente serio en Olvídate de mí. Encarna a un sacerdote consumido por la culpa, por el remordimiento y por la asunción de una derrota frente al mismísimo Diablo en la aceptable El exorcismo de Emily Rose y Woody Allen le reclama para ser el punto más fuerte de una débil película como es El sueño de Casandra. A continuación, realiza una interpretación maravillosa como ese abogado que es incapaz de plegarse a las reglas y elige a la locura como única vía de escape en Michael Clayton, de Tony Gilroy y su transformación física y actoral resulta asombrosa en Rocknrolla. Secunda a Tom Cruise en una conspiración para matar a Hitler en Valquiria, de Bryan Singer, que resulta fallida por los tremendos problemas en su rodaje y nuevamente da pruebas de la enorme calidad como uno de los contendientes encarnizados de Duplicity. Trabaja con Roman Polanski en uno de los papeles secundarios, aunque decisivos, en El escritor y es un creíble enlace de control en la estupenda La deuda, al lado de Helen Mirren.

Robert Redford le requiere para uno de los múltiples personajes de La conspiración, de extenso reparto, sobre la trama urdida para matar a Abraham Lincoln, y da otra lección de saber estar, con comedimiento, mesura y contención en El exótico hotel Marigold. De alguna manera, también da vida al gran Stefan Zweig en El gran hotel Budapest y, como no podía ser menos, asume los rasgos del Presidente Lyndon Johnson en Selma. Quizá su última gran lección en el cine fuera ese abogado listo y premeditadamente metódico en Negación, representando legalmente a Rachel Weisz y haciendo que la película se eleve a alturas sorprendentes desde el momento en el que aparece. A partir de ahí, tal vez sus elecciones no fueran las mejores y se apagó ligeramente aunque, hay que señalar, que su trabajo para televisión fue superlativo, un medio al que acudió con mucha frecuencia y en el que hay que destacar su trabajo al lado de Nicole Kidman en el telefilm Normal, una película que aborda la temática transexual muchos años antes de las reivindicaciones del colectivo.

Tom Wilkinson decía que actuar es fácil cuando se comparte escena con buenos actores. Con él, desde luego, debía ser muy fácil y ha sido, de alguna manera, el último representante de esa tradición de actores clásicos británicos que han llenado de clase y precisión cada papel que han desempeñado. Con toda seguridad, se le echará de menos porque, esta vez sí, decidió aceptar un último desafío. Ya podías haber rechazado este mal papel, aunque hay que reconocer que nadie en el mundo podía hacerlo como tú.

martes, 16 de enero de 2024

LA CALLE DEL ADIÓS (1979), de Peter Hyams

 

El destino es aficionado a burlarse de los actores de la vida. A veces, lo imposible ocurre y todos somos ignorantes de lo que realmente estamos haciendo. Un piloto destinado en Inglaterra, ocupado en realizar misiones sobre suelo alemán, se enamora de una enfermera que es el cielo que él tanto ve y la Tierra que tanto ama. Es hermosa, cautivadora, inteligente, única. En el fondo de sus ojos, se ven todas las pasiones y todas las derrotas y el piloto no puede creer que haya tenido tanta suerte. Sin embargo, el destino se empeña en hacer fintas inesperadas y no sabe que esa chica tan adorable está casada. Y ella no se lo dice. Él continúa con sus arriesgadas misiones y, en una de ellas, debe rescatar a un agente infiltrado tras las líneas enemigas. Sí, estoy seguro de que ya atisban cuál es el engaño del hado. Efectivamente, ese agente que se juega el pellejo y que debe ser extraído con urgencia, es el marido de la chica. Así que amante y marido, ignorantes de quiénes son el uno y el otro, deberán cooperar para salvar la vida. Y se caen bien. Y llegan a apreciarse.

Así que el destino, carcajeándose desde su púlpito de marionetas, ha juntado lo imposible y esos personajes deberán poner la vida en manos del otro en el teatro de operaciones europeo de la Segunda Guerra Mundial. Y ambos están deseando regresar a los brazos de la misma mujer. Sólo que, para ellos, es distinta. Y todo se confunde mientras las bombas caen, los disparos muerden con su silbido buscador, los escondites parecen empujar para hacerlos visibles y las noches se hacen eternas en algún lugar de Europa. Mala cosa es el amor. Aunque, a lo mejor, puede ser la salvación. Cada uno deberá jugar sus posibilidades tal y como las entiende.

Peter Hyams, un director siempre sólido y que, además, resulta admirable por la atención minuciosa que siempre ha prestado a la fotografía en sus películas, dirige esta equilibrada mezcla de melodrama y aventuras con Harrison Ford, Christopher Plummer y Lesley Anne Down de protagonistas. Excelente con su visión de la vida en retaguardia, salpicada de alarmas antiaéreas, sustos y calles mojadas con los platos siempre medio vacíos, resulta casi apasionante en su exposición de la aventura en la que se ven envueltos esos dos hombres secuestrados por la pasión y por su deber que no dudan en poner sus vidas en peligro con tal de que el otro llegue de nuevo a los brazos de la misma mujer amada. Por supuesto, el destino, al final, tendrá que decidirse porque no puede permanecer jugando irresponsablemente con el sentimiento y la trayectoria de tres personas que, en el fondo, no han hecho ningún mal, pero el color de la ciudad que espera, con sus uniformes marrones y sus lágrimas secas sigue ahí, temblando ante el próximo bombardeo y sin saber si unos ojos serán el embalse de todas las inquietudes o si habrá que cerrarlos ante la insistente presencia de la muerte. Todo ocurre en una calle. Esa misma que ya ha entonado demasiadas despedidas.

viernes, 12 de enero de 2024

VIDAS PASADAS (2023), de Celine Song

 

A veces, el amor, a pesar de que está ahí, se queda quieto, esperando una oportunidad que nunca llega. Es una especie de cazador solitario que se agazapa detrás de un árbol o de unos matojos, aguardando una presa que no aparece. Puede que haya sido lo más importante para dos personas, pero nunca llegó. El tren siempre partía dejando a los dos pasajeros sin premio. Tal vez porque la vida tiene muchos reinicios, pero el amor no. Está ahí siempre. Sin moverse. Propicia que todo el bosque se llene de flores, pero nunca da el sol. Trata de elevar las sonrisas a la categoría de besos, pero se quedan en meros reflejos de un agua que sigue su curso.

Eso es lo que ocurre con dos niños a los que se les escapa su ternura con paciencia, con un puñado de juegos en común, con un buen manojo de inquietudes en sus sueños. Deben separarse, pero, de alguna manera, nunca se olvidan. Están ahí porque se sonrieron con los corazones. Es como si su alma supiera que el otro es su par, pero su razón les lleva por caminos muy diferentes. Años después, la tecnología hace posible un reencuentro virtual, pero eso no tiene futuro. El intento se estrecha y se ahoga. Las obligaciones llaman. La vida aprieta.

Por fin, cuando ambos tienen sus rumbos bien trazados, un viaje desencadena un último encuentro. Más que una visita, es una despedida. Nunca se besaron. Nunca hubo nada más que presentimiento común, nunca estuvo el amor que sentían. Lágrimas de silencio correrán por sus venas, intentando hacerse una idea del tiempo que han perdido. Sin embargo, la vida pasó y ya no se puede volver atrás. Es lo escrito de forma indeleble. Aunque su amor también sea imposible de borrar, imposible de vivir, imposible de hacer.

De todo ello, ambos extraerán un mensaje de que, en realidad, son lo que fueron. Las vidas que se presentan a lo largo de una existencia conforman todo lo que es una persona y hay varias para ser vividas. Incluso hay alguna que mereció serlo, pero que no tuvo su oportunidad. En todo caso, el ser humano en el que los dos se han convertido llevará encima la mochila de unos sentimientos que compartieron aunque no exteriorizaron. Y así, el amor se irá en un taxi, para no volver, porque, de algún modo, ya cumplió su misión. Los dos fueron conscientes de la enorme fortuna de amar y de haber sido amados y eso es algo que no todo el mundo es capaz de sentir. Por mucho que en el camino se queden varios besos deseados, varias caricias anheladas, varias miradas cómplices, varios momentos de silencio elocuente…

Estamos ante una historia de amor que nunca fue, pero que sí estuvo. Y aunque, quizá, no todos hayamos podido vivir algo así, la película toca sensaciones que sí se nos aparecen como perfectamente reconocibles. Y somos él. Y somos ella. Y somos dos, aunque sólo seamos uno. Y somos dos, aunque sólo deseáramos ser uno. Habrá un tercer actor en la historia al que le tocará el papel más ingrato, pero que demuestra que en el amor también hay dosis muy generosas de bondad. Del cine se sale con muchos sentimientos encontrados, queriendo decir grandes cosas de forma discreta, como esa vez en la que sentimos que nos seguía la sombra de su sonrisa, o que se nos aparecían todos los caminos y todos los cariños, a pesar de que no íbamos a transitar por ninguno. La luz de la ciudad ahoga esas lágrimas que, a buen seguro, derramamos alguna vez en silencio y que valen más que cualquiera de estas palabras escritas.



jueves, 11 de enero de 2024

LOS QUE SE QUEDAN (2023), de Alexander Payne

 

Uno de los errores docentes más clamorosos es que el maestro, llevado por el convencimiento acumulado a través de los años, llegue a la conclusión de que sus alumnos no tienen el más mínimo interés por aprender absolutamente nada. Eso, en muchas ocasiones, es cierto, pero no siempre es así. El profesor, desde el principio, debe tratar de hacer que su asignatura sea atractiva transmitiendo, al menos, pasión por lo que se enseña. Muchos han sido los que han caído en el adocenamiento, en la seguridad de que, se haga lo que se haga, no se va a conseguir la apertura de las puertas mentales de sus pupilos, así que, lo mejor, es no hacer nada y anclarse en el desprecio.

Quizá, en un internado de élite, a principios de los setenta, haya unas vacaciones de Navidad que propicie que algunos alumnos se queden en compañía de un profesor pestilente, odiado y lejano porque, desde su asignatura de Historia Antigua, está convencido de que a ninguno de ellos les interesa las guerras púnicas, la toma de Cartago o las teorías de Demócrito. Quizá, para afinar aún más la situación, algunos consigan irse en el último momento y se forme un triángulo imposible entre el profesor, un alumno y la cocinera del colegio. El primero ha sido un ser sin rumbo que se quedó varado en la playa de su propia institución de enseñanza. El segundo es un prometedor estudiante que tiene grandes capacidades de reacción con su consabida porción de irresponsabilidad juvenil. La tercera es alguien que ha sufrido una pérdida irreparable y que trata de seguir adelante, aceptando lo que la vida ofrece a pesar de que su rabia arde en el interior. Los tres cambiarán sus vidas, convirtiendo sus deudas en pagarés sin fecha y uno de ellos asumirá un sacrificio que le condenará, seguramente, al anonimato, a la soledad más arrasadora, a ser alguien perdido en un universo que ni siquiera reparará en él.

Paul Giamatti realiza una interpretación portentosa en la piel de ese profesor de ojo perdido en más de un sentido, siendo dramático, cómico, compasivo, realista, pesimista, optimista, soñador de manos vacías, pensador de razones perdidas, decepcionado, con el billete de vuelta comprado desde el principio, sin más horizonte que la siguiente lección, patético en muchas ocasiones, con demasiados defectos y casi ninguna virtud. Él es el centro y periferia de la película, llevando encima una parte importantísima de una historia que oscila entre la comedia ligera e inteligente y el drama leve y listo. A ello ayuda la comedida dirección de Alexander Payne, que vuelve con sus historias de seres humanos en situaciones, en principio, rutinarias que se tornan en extraordinarias porque, al fin y al cabo, sólo se vive una vez aunque no todos lo sepan comprender. El resultado es una excelente historia de relaciones, de pasiones y de agresiones que hace que el espectador conecte en todo momento con los miedos y reacciones de los personajes, siendo, incluso, parte activa en el desarrollo.

Así que, como buenos maestros, no dejemos que la tiza anquilose el entusiasmo. No cabe la menor duda de que la profesión de docente es la más ingrata del mundo y que, básicamente, consiste en intentarlo todo desde el cero cada día. Nada se consigue por conectar un día, porque al día siguiente se volverá a tener a un grupo de enemigos dispuesto a torpedear cualquier atisbo de conocimiento transmitido. El reto es decir las palabras justas, sin caer en la payasada y en los vanos intentos de empatizar a cualquier precio. La respuesta está ahí mismo. En el conocimiento y en las ganas. Tal vez, los romanos sabían aguantar tres años asediando una ciudad sin perder la moral con tal de llegar a la victoria. Los maestros deberían ser los centuriones de la constancia.

miércoles, 10 de enero de 2024

EL DOBLÓN BRASHER (1947), de John Brahm

 

Todo comienza como si fuese un caso más en la carrera siempre mediocre, aunque honorable, de Philip Marlowe. Una buena señora entrada en años quiere que recupere un doblón de incalculable valor que su propio hijo le ha robado. No es la primera vez que Marlowe tiene que vérselas con algo así. Ya se sabe. El tipo anda mal de recursos, el doblón está guardado bajo llave y sólo ve la luz de vez en cuando y es un medio fantástico para salir del bache teniendo en cuenta que, por supuesto, hay que recuperarlo más tarde. Sin embargo, parece que alguien quiere tapar algunas pistas de la investigación del inefable detective privado porque empieza a llenar el camino de cadáveres. Esto ya es menos normal. Los cuerpos tapan las evidencias y se convierten, a su vez, en nuevas evidencias y el asunto se enreda más allá de lo razonable. Las pesquisas se convierten en obstáculos peligrosos y el día se va oscureciendo hasta llegar a lo negro. Las mujeres no son lo que dicen ser, los hombres tampoco y Marlowe parece un tigre en medio de la selva. No sabe hacia dónde tirar, pero sabe que no se debe encontrar con alguien que parece tomarle como si fuera la presa ideal. Y todo por un doblón. No, no es así. Hay algo más que un simple doblón detrás de todo ello. Y la trama se complica por momentos.

Uno de los principales inconvenientes de esta competente adaptación de la novela de Raymond Chandler La ventana alta es la elección de su protagonista, George Montgomery. Es un hombre de físico agradable, pero sin dobleces. Sus trajes están demasiado bien planchados, sus expresiones son demasiado claras, sus ojos son demasiado nítidos. El resto de aspectos dentro de la película son impecables. La dirección es estupenda, los secundarios están espléndidos, el argumento está convenientemente simplificado para hacerlo fácilmente descifrable para los espectadores menos avezados y el conjunto final es más que notable. Sólo que Marlowe no es ese tipo con los ojos entornados, esforzado por mantener su honestidad en un mundo corrupto, con los malditos policías entorpeciendo su trabajo, pero con su moral intacta. George Montgomery, un actor limitado, no puede llegar a tanto y eso, aunque en algunos pasajes puede carecer de importancia, se nota en algunos tramos. Y es una pena. Esta es una película que merecería una segunda versión con algún actor con más arrugas en el rostro y menos colonia en el cuello.

Así pues, hay que seguir las pistas de ese doblón histórico que, por supuesto, tendrá sus réplicas más variadas para enmarañar más el asunto porque, como habrán adivinado, no es sólo la inocente jugada de un niño de mamá que decide robarlo para salir de un apuro o, incluso, para tener efectivo como regalarle un collar de abalorios a una nena. No, todo es mucho más oscuro, más apasionante y más enredado. No hacía falta un Marlowe tan aseado para pasearse por el lado más tenebroso de la alta sociedad. Al fin y al cabo, quien osa hacerlo suele acabar limpiándose el fango en una tintorería.

martes, 9 de enero de 2024

PAYCHECK (2003), de John Woo

Una cantidad con ocho cifras por dos años de memoria. Es un trato justo. Con ese dinero ya no habrá necesidad de borrar más recuerdos para salvaguardar la confidencialidad de empresas ambiciosas que no destacan, precisamente, por sus escrúpulos. Los inventos tratan de llegar un poco más allá, bucear en la tecnología para ofrecer lo último, lo más nuevo, lo mejor, lo impensable. Y un ingeniero inventa lo impensable. Tanto es así que, antes de que su memoria se vea borrada, se envía a sí mismo una serie de objetos aparentemente vulgares, sin ningún valor mientras renuncia a los noventa millones de dólares en acciones de una firma que quiere llegar más lejos que ninguna otra. Algo muy extraño. La memoria de los últimos dos años ya no existe y resulta incomprensible que alguien haya renunciado a esa increíble cantidad de dinero y sólo haya dejado la pista de un sobre lleno de cosas inútiles.

Sin embargo, es posible que en la vida nada sea inútil. Los objetos inanimados, que significan muy poco por sí solos, pueden tener un uso insospechado. Sólo hay que saber para qué sirven en casos de necesidad. Y va a haber mucha necesidad. Son veinte objetos. Veinte nadas. Y, no obstante, se convierten en veinte todos cuando el FBI y la propia empresa le persigue de forma implacable porque algo de lo que ha inventado no va bien, o no va a ser utilizado correctamente, o sea nocivo. Es imposible de saber porque él no se acuerda. Al fin y al cabo… ¿quién quiere acordarse de las cosas que se han hecho mal aunque hayan salido bien?

Partiendo de un apasionante relato de Philip K. Dick, John Woo se olvida de los efectismos tan propios de su filmografía para armar una película tremendamente entretenida, llena de misterio, anclada en un futuro que, atendiendo a las apariencias, parece algo mejor, pero que, si se bucea en él, trata de anular la individualidad y alcanzar el paraíso capitalista a golpe de fronteras prohibidas. La película tiene acción y, sobre toda la trama, planea un halo invisible de intriga… ¿Para qué son los objetos? ¿Qué ha inventado el ingeniero? ¿Por qué lo persiguen? ¿Qué es lo que hay que hacer cuando no se recuerda algo? El resultado va sobre ruedas, con una narración ágil, con espléndidas escenas de acción y con un sentimiento de que el futuro nunca es halagüeño por mucho que lo parezca.

Así que es tiempo de saber para qué sirven las cosas. Quizá haya algo que no nos permita ver la realidad y la auténtica riqueza. Quizá, cuando la memoria se nubla, es cuando más se pueda tener la certeza de que alguien te ha amado incondicionalmente. Quizá los que eran amigos no lo son tanto y los que siempre lo han sido, lo sigan siendo. El trabalenguas imposible del tiempo vivido que se une peligrosamente con el que queda por vivir. Y, al final, tendrá que haber alguna sonrisa porque no se puede perder así como así un cheque de ocho cifras. Puede que la respuesta esté en el futuro…

jueves, 4 de enero de 2024

EL PEOR EQUIPO DEL MUNDO (2023), de Taika Waititi

 

Una urgencia familiar de tipo doméstico me ha tenido ocupado todo el día y me ha sido imposible subir el artículo prometido para el día de hoy. Mis disculpas.

Demasiado a menudo olvidamos que el fútbol es sólo un juego. Y que, como tal, la primera obligación de todo el que lo practica es divertirse. Si todo se subordina a la competición, a la victoria, al triunfo que, muchas veces, también lo convertimos en personal, el juego pierde su esencia y su razón de ser. En ocasiones, es mejor perder siempre que la sensación es que se ha hecho junto a un grupo de amigos. Eso pasó con la Selección Nacional de Samoa Americana que, durante más de diez años, fue considerado el peor equipo del mundo porque, sencillamente, eran incapaces de marcar un gol mientras eran goleados con resultados escandalosos.

Buscando una razón, llega allí alguien que, en su día, estuvo cerca del éxito. Se trataba de un holandés que, en su carrera profesional como jugador, militó en el Amsterdam y, después, fue seducido por los cantos de sirena de la liga profesional de los Estados Unidos a raíz del éxito que tuvo en su día el Cosmos de Nueva York, que fichó a figuras de la talla de Pelé o Franz Beckenbauer. Harto de una vida que le ponía siempre al borde del fracaso, cayó en desgracia y lo único que le ofrecieron fue entrenar a esa selección de fútbol compuesta por unos cuantos aficionados no profesionales que, de paso, tampoco sentían la magia del deporte.

Con métodos inusuales y con la certeza de que el fracaso iba a ser algo permanente en él, consiguió hacer un equipo que tuviera cierto entusiasmo. Se convenció de que jugar al fútbol, en realidad, era una reunión de buenas personas y que, lo de menos, era el resultado. No consiguió nada más que marcar goles, pero la selección de Samoa Americana abandonó el puesto 204 de los combinados nacionales mientras él consiguió comprender unas cuantas cosas de la vida.

Sin dejar de visitar los tópicos de una película de estas características y dirigiendo de una forma realmente torpe las secuencias futbolísticas, Taika Waititi continúa con ese estilo de sonrisa, algo socarrón, que se dedica a poner en ridículo muchas de las costumbres y reacciones típicamente occidentales frente a circunstancias desconocidas que dejarían perplejo a más de uno. Michael Fassbender se presta a desplegar un repertorio de expresiones incómodas, haciendo ver que su personaje es incapaz, incluso, de disfrutar de los tremendos paisajes que se le ofrecen en una vida tranquila mientras busca desesperadamente fórmulas para salir del agujero anímico en el que se encuentra. El resultado es una película amable, sin demasiadas pretensiones, que se mueve fácilmente por el terreno de la comedia y que, por el camino, ofrece una mirada sin forzar sobre el colectivo transexual.

Y es que la vorágine de la adrenalina competitiva nos hace olvidar las sensaciones verdaderamente importantes. Algo así como lo que ocurre con la vida misma sólo que trasladada a un campo de juego con unas porterías. Esforzarse es noble. Llegar a competir es necesario. Compartir el balón con una serie de personas que también quieren hacerlo contigo es toda una experiencia. Sólo así es posible que llegue el triunfo en los equipos que están acostumbrados a perder de forma humillante. Y es que el deporte sí que puede canalizar una serie de frustraciones, de limitaciones afectivas, de desorientaciones permanentes que, en muchas ocasiones, se quedan enquistadas en el interior de todos nuestros objetivos. Quizá el secreto está en marcar simplemente un gol. Puede que no dé la victoria (o sí), puede que no sea importante, pero será la rúbrica indeleble de que el sudor y la verdad merecieron la pena.