jueves, 31 de octubre de 2019

SECRETOS DE ESTADO (2019), de Gavin Hood


Mañana, día 1 de noviembre, es festivo, así que no habrá artículo. Retomaremos el ritmo normal a partir del martes día 5. Mientras tanto, los que no viajéis, id al cine. Es como irse de vacaciones.

El tiempo ha sido el primero en proclamar que la mayor arma de destrucción masiva es la mentira. Con ella, se socava la democracia, se crean leyes para intentar perpetuarla, se pervierten los principios más elementales de los derechos humanos y sirve como la hipócrita cortina de los intereses más variados. Contra ella, sólo vale la propia conciencia. La certeza de que la verdad es la que guarda la paz, la que aún nos hace personas y la que intenta prolongar la libertad.
Y no importa cómo se puede ejercer la verdad. Se pone en práctica desde un oscuro puesto de traducción, o desde el peligroso abismo de la prensa, vendedora de verdades como mentiras y viceversa, o desde la acérrima defensa de los valores a través de la legalidad vigente. Lo importante es no perder la esencia que hace que no soportemos el sufrimiento a tres mil kilómetros de distancia, en algún país que parece que no existe, condenado para expiar los pecados de la exaltación. Sólo así, como ciudadanos, podremos darnos cuenta de que los políticos nos mienten continuamente, nos manipulan sin piedad, nos obligan a la beligerancia y nos clavan su propia subjetividad ideológica.
No cabe duda de que Gavin Hood sorprendió gratamente hace unos pocos años con la excelente Espías desde el cielo, pero en esta ocasión yerra el tiro por muchas millas. Pretende explicarnos una historia que recuerda de refilón a la reciente La espía roja en cuanto a motivaciones de sus protagonistas, con un estilo cercano a John Le Carré y lo que consigue es una película aburrida, sin gracia, lenta, de fácil olvido y monotonía asegurada. La historia que nos cuenta, siendo interesante, acaba por convertirse en una letanía sobre lo buenos que debemos ser desde nuestras vidas grises aunque ello conlleve la traición ingenua. Además, Keira Knightley, sobre la que gira toda la película, no acaba de dar con el tono a su personaje y palidece en escena desde el mismo momento en que aparece Ralph Fiennes. Irregular y errática, dan ganas de revelar unos cuantos secretos echándose una buena siesta mediada la trama.
Mientras tanto, tal vez podamos examinar un poco nuestra propia conciencia y averiguar si nosotros, en la piel de la protagonista, haríamos lo mismo al descubrir las sucias artimañas del poder para llevar a cabo sus objetivos o si, por el contrario, colaboraríamos con el asesinato en silencio. Cuidado, no respondan demasiado deprisa. Calmen las entrañas y, con serenidad, solucionen el dilema ético. Es posible que muchos llegáramos a la conclusión de que el silencio conviene desde el egoísmo y que basta con cerrar los ojos para hacer que toda la jugada no exista. Y no olviden que todos, sin excepción, tenemos algo que perder.
Así pues, hay que revisar concienzudamente nuestros principios, que están siendo puestos a prueba todos los días. Y verlos con claridad. Evitar miradas de reojo y lanzarse a la opción que más cuadre con nuestra personalidad. Puede que usted, el de la tercera fila, tenga un instinto rebelde y humanitario, pero el señor de su lado piense lo contrario. Y ahí es donde se mueve la duda y la convicción. Dos palabras que apenas significan nada a no ser que nos paremos a pensar en ellas. Y, quizá, en un futuro utópico que nunca llega, podamos vivir en un mundo que ha dejado la mentira atrás y ofrece la verdad hasta sus últimas consecuencias. 

miércoles, 30 de octubre de 2019

EN EL ESTANQUE DORADO (1981), de Mark Rydell



Pasar unas vacaciones con unos ancianos no es el mejor plan para un chico en edad difícil. Y más aún si resulta que son los padres de la novia de tu propio padre. Antológico. Magistral. ¿Qué va a hacer allí con dos viejos decrépitos a la orilla de un lago? El aburrimiento será memorable. Como si lo viera. Y, sin embargo, ese viejo gruñón, al que nada le parece bien, acaba por resultar fascinante. Tal vez por su cáustico sentido del humor o porque, en el fondo, conoce muy bien la psicología adolescente. Por ahí puede que crezca algo. Una relación impensable. El viejo Norman nunca se ha llevado bien con su hija y, no obstante, abre un canal de comunicación con el chico y todo se vuelve del revés. El viejo Norman tiene una esposa, la vieja Ethel, que parece comprenderle muy bien. Es muy raro todo esto. El padre del chaval tiene una novia y se va a Europa con ella. El padre deja al hijo al cuidado de los padres de ella. El padre de ella nunca ha sabido buscar puntos en común con su hija, pero sí lo consigue con el hijo de su novio. De locos. Demasiado complicado para tantas arrugas en la piel.
Es posible que, si se piensa un poco, la familia sea lo más importante y la falta de comunicación con ella, el mayor de los pecados. Más que nada porque, cuando nada se pueda salvar, se lamentarán todos los errores cometidos, todas esas verdades que debieron decirse en su momento. La natural expresión de un padre al sentirse orgulloso de su hija. El impulsivo “te quiero” que puede decir ella en un momento dado. La mirada sabia y siempre calmada de la madre. Errores, errores. Todos vienen a visitarte cuando más paz deseas. La tensión ya se ha sentido bastante a través de los años y esa chica jamás comprendió a su viejo. Y ese viejo jamás comprendió a su chica.
Tal vez habría que dedicar un monumento a esta película. Sí, porque en ella, Henry Fonda da una lección de interpretación magistral al lado de Katharine Hepburn en la única película que hicieron juntos. Ellos son la sabiduría total que se pasea de un lado a otro de la escena con todos los movimientos medidos, todos los gestos precisos y todas las inflexiones de voz adecuadas. Casi se pueden intuir sus miradas de amor como verdaderas…quizá porque son tan buenos actores que no puedes quedarte indiferente viendo cómo trabajan. A su lado, descolocada y tratando de encontrar algún resquicio donde colarse en el cariño de su padre, Jane Fonda, bellísima y aún niña, con gestos de desamparo y de incomprensión ante esa demencial química que desprenden su padre y su hijastro. ¿Es que tendría que haber naufragado ella en una isla en medio del lago para conseguir su cariño? No. Es que ya tenías que haberte dado cuenta de que sólo hay dos personas que habitan en el corazón del viejo. Tu madre y tú. Y sin vosotras, él no es nada. Quédate un rato mirando al estanque dorado. Puede que así te des cuenta de cuál es la cantidad de cariño que puedan tenerte tus padres.

martes, 29 de octubre de 2019

UN INVESTIGADOR MUY PRIVADO (1978), de Jeremy Paul Kagan



Atrás quedaron aquellos tiempos en los que el pelo largo y la pancarta eran verdaderos signos de identidad de una generación contestataria. Ya nadie se acuerda del “haz el amor y no la guerra” y es tiempo de resolver misterios que no tienen demasiadas respuestas. Algo así como la vida, que entra siempre por la fuerza. Bien lo sabe el detective Moses Wine, que, no hace demasiados años, protestaba con una cinta en la cabeza, la barba bien tupida y el ánimo encendido contra la guerra de Vietnam. Ahora ya está aquí el desencanto y todo el mundo sabe que no hay nada más desencantado que un detective privado. Y más aún si se trata de investigar una dudosa campaña política. Moses no sólo tiene que vivir de un oficio en el que la basura se nota demasiado. Tiene también que hurgar en ella. Al fin y al cabo, él tiene problemas para desarrollar cualquier aspecto de su vida, pero… ¿quién no lo tiene?
El sentido de la confusión puede que sea la mejor arma de Moses Wine. Él sabe muy bien lo que es vivir dentro de ella y, sin duda, este es un misterio que plantea más preguntas que respuestas. Si se juntan unas cosas y otras, él es el mejor investigador para resolver algunos extremos. Otros se quedarán en la incógnita. Sin embargo, Moses sabe que es imposible obtener una solución a todo. Sólo lo suficiente como para que la vida no se escape de control. Él añora otros tiempos de griterío y protesta, pero ahora tiene un 38 en el bolsillo y eso, en el fondo, también es una forma de gritar y de protestar. Las cenizas de la contracultura no crearán ningún ave fénix, pero las ascuas siempre dejan un poso de justicia en un mundo que cada vez es menos justo.
Richard Dreyfuss realiza un espléndido trabajo en la piel de Moses Wine, un rebelde que ha caído en tiempos demasiado duros y que trata de hacerlos más soportables a través de un trabajo sucio. Desde su mirada terriblemente decepcionada, podemos atisbar la desolación de toda una generación de jóvenes que creyó que era posible cambiar el mundo en los años sesenta y que se dio cuenta de que los setenta enterraron todas las intenciones mientras los sueños se esfumaban en la dura realidad. Mientras tanto, ahí está la intriga que trata de resolver con profesionalidad porque sabe que, en el fondo, también llegó la hora de pagar con su compromiso todas las exigencias que se atrevió a hacer en el pasado.
Moses Wine podría ser la pesadilla de todos los grandes detectives que han pisado una película. No tiene las cosas claras, nunca las tuvo. Sólo sabe que tiene que demostrar con su trabajo que la honestidad aún existe, por mucho que se esfumara a través de los turbulentos años de barricadas y consignas. No hay mujeres fatales. Sólo ex mujeres que saben que Moses sigue buscando aunque nadie sabe muy bien el qué. Quizá sea el destino del hombre moderno. Quizá Moses Wine sea la representación más nítida del inconformismo que atenaza a los que, alguna vez, creyeron en algo.

viernes, 25 de octubre de 2019

EL CORAZÓN DEL ÁNGEL (1987), de Alan Parker



Las deudas suelen olvidarse con demasiada facilidad. Más que nada porque se prefiere no pagar y lo malo es que hay algunos cobradores que llevan un cuidadoso registro de morosos. Parece que hace algo más de calor de lo habitual y Harry Angel debe buscar aquello que se le escapa. Ni siquiera sabe muy bien qué es, pero debe hacerlo. Quizá, un día, vendió su alma al diablo y el precio fue olvidarse de las cosas que hace mal. Y no hablamos de un mal menor, precisamente. Las calles de Nueva York se tornan en las de Nueva Orléans y por allí abundan los ritos ancestrales, con cuellos de gallo cortados y sangre sobre la piel. El sudor ya no es tal. Ahora es un condimento indispensable para moverse por las intrincadas calles del infierno. Puede que todo sea tan sencillo como coger un ascensor con la última parada en el sótano. Puede que haya fenómenos un tanto inexplicables en la maraña de sensaciones que parecen emanar de una investigación que se antoja tan complicada como fantástica. El cine negro se pasea de la mano con el mal y, a menudo, hay que arrojarse a las mismas entrañas de la oscuridad para descifrar el enigma. Basta con degustar con delectación un huevo y la inquietud asoma sin saber muy bien por qué. Harry Angel es detective privado. Louis Cypher es su cliente. Y lo único que hay que hacer es buscar al hombre adecuado.
En el universo de sensaciones en las que tiene que bucear Harry Angel, también se encuentran las suyas propias. Hay algo que le incomoda, que no sabe muy bien qué es, pero que está ahí, estorbándole en la espalda, en el corazón y en el interior. El blanco y negro se funde con el rojo y lo que es amor, es furia. Difícil investigación para el pobre Harry. Es posible que no quiera encontrar lo que tiene que buscar. Él presiente lo que es, pero es que él no es quien dice ser y nada es lo que parece. El ambiente es plomizo y las ropas se pegan a la piel bañadas en el agua de la angustia. Las uñas en la madera. El deseo en la muerte. La sensualidad sugerida. Baila el mal. Y hay corazones que se tienen que extraer porque han jugado con lo que no debían.
En su época, se dijo que Mickey Rourke, durante el rodaje de esta película, no hacía más que acercarse a Robert de Niro para decirle que era mejor actor, que tenía más éxito y que eso la gente lo notaba. El actor italoamericano sólo le miraba y le castigaba con el látigo de la indiferencia, lo cual encrespaba a Rourke. Lo cierto es que, en su día, se habló mucho de este viaje a las tinieblas y, pasados los años, ha caído en el olvido, como las deudas que se deben pagar. Ahora mismo, estoy apretando el último botón del ascensor y las rejas se suceden delante de mí y tengo la sensación de que este artículo no es suficiente para hacer justicia a la película de Alan Parker. Puede que llegó la hora de que el diablo se coma otro huevo duro.

jueves, 24 de octubre de 2019

EL ASESINO DE LOS CAPRICHOS (2019), de Gerardo Herrero



El tipo ha emprendido una guerra contra la élite. Tal vez no quiere que determinados cuadros estén en manos que sólo conocen una buena parte de fraude y una pequeña porción de arte. Cree que la belleza es sólo patrimonio de los que la entienden, por mucho que sea algo grotesca, caricaturas de un pueblo que no sabe reírse de sí mismo salvo que haya mucho público delante. Y ya llega un momento en que se empieza a no distinguir entre una idea y un fingimiento.
La Inspectora Carmen Cobos es ácido. Lleva demasiadas patrullas nocturnas a sus espaldas y no está para historias. La vida empezó a tirar de sus piernas hace algún tiempo y, desde entonces, va cuesta abajo. Salta de cama en cama, trata de obtener unos fugaces instantes de algo parecido al cariño y paga siempre con la indiferencia y el desprecio. Ha tenido que enseñar la placa en demasiadas ocasiones y el cansancio se ceba en sus ojos de expresión que buscan razones como alimento. Realmente no posee nada. Sólo el trabajo. El ir y venir diario en busca de algún asesino que mantenga su mente ocupada. Y aún así, trata de encontrar motivos para seguir en el fondo de un vaso, en el fondo de un insulto o en el fondo de la nada.
La Subinspectora Eva González es esperanza. Para ella, hay vida después de la última detención. Cree que las personas no deben dejar de serlo sólo porque tienen la obligación de realizar un trabajo sórdido e ingrato. En su rutina, hay algo más que investigaciones, callejones sin salida, violencia y desprecio. Guarda respeto por todo y por todos. Es algo ingenua, pero los días curarán esa enfermedad. Trata de establecer contacto y, casi siempre, recibe un portazo en las narices. Sólo tiene su inteligencia, su tesón y su aprecio incomprensible por todos. Incluso por quien la mira y sólo ve una suerte inalcanzable y una existencia envidiada en odio. A veces, se distrae un poco, pero es eficiente y está ahí en todas las situaciones en las que el ánimo trata de hacer mella. Ella tiene motivos para seguir y no los busca en ningún sitio.
Gerardo Herrero ha dirigido esta película con cierta elegancia aunque, en algunos pasajes, parece como alargada en exceso. La persecución que se emprende hacia un asesino en serie que plantea su misión como una lucha de clases bajo la premisa de que ninguna fortuna es honesta llega a ser apasionante en algunos tramos, pero también previsible. La sobriedad es el santo y seña, pero se olvida en el desenlace. Quizá demasiadas contraindicaciones para un director que siempre ha sabido ser elegante y muy preciso, conectando siempre con un género que suele dominar con cierta altura y que, en esta ocasión, se pierde un tanto tratando de encontrar un equilibrio entre caso y persona. Y eso que las chicas, Maribel Verdú y Aura Garrido, dan lo mejor de sí mismas con un aire de vuelta de todo y de naturalidad urbana.
Las mujeres tienen una ventaja sobre los hombres a la hora de investigar. Son perseverantes y creativas. Huyen de los procedimientos habituales y tocan las hebras ignotas de la noche y de lo improbable. Goya se presenta como un móvil a tener en cuenta y el esperpento del coleccionista de arte toma un interesante cuerpo alrededor del misterio. Lo que no saben es que la insistencia es la mejor arma a la hora de saltar los muros de calles sin salida y que la traición, presente en todos los ámbitos, es mucho más fuerte en los altos ambientes del Barrio de Salamanca. La pintura se adentra en el espíritu y, por eso, los criminales pueden tirar de la fantasía que otros reflejaron. Sólo es necesario componer una perfecta puesta en escena.

miércoles, 23 de octubre de 2019

SANGRE FÁCIL (1984), de Joel Coen



El destino juega muy malas pasadas. A menudo, las personas son las que lo propician con sus actos, pero él va por libre y, si es necesario dar una vuelta de tuerca a los acontecimientos, lo hace. Un viaje en medio de una tormenta. Unas fotos indiscretas. Un marido loco de celos que contrata a un detective privado para que mate a los amantes. Un mechero dejado descuidadamente encima de una mesa y tapado con unos peces malolientes. Un disparo con la pistola de la mujer. Tres balas. El gatillo que se mueve sin resultado. Una luz encendida a destiempo. Un tipo que debería estar muerto y es enterrado vivo. El sur árido. Nada es casual. Los malentendidos se suceden. Él cree que ella es la asesina. Ella cree que él ha hecho algo malo. El amor imposible. El destino se ríe. Tan alto y tan fuerte como una mano atrapada en el quicio de una ventana. Nada sale como estaba previsto. Los amantes no estarán juntos. El marido no obtendrá venganza. El detective no conseguirá el dinero. Y la vida seguirá con ese afán por ser inescrutable, indescifrable, ininteligible. Derramar la sangre es muy fácil, sí. Limpiarla, no tanto.
El ritmo es tan pausado como esas líneas que engulle el coche a su paso por la carretera. Los silencios se suceden como los huecos vacíos del tambor de un revólver. La historia es terrible porque va dejando demasiados muertos y el destino ahí sigue, impasible, con media sonrisa y ojos crueles. Sin mover un músculo de más. Sin cometer un error de menos. Sí, porque en esta historia bastaría con que una sola cosa saliera bien para que todo lo demás fuera diferente. Así, huiría el fatalismo. Al final, sólo quedarán las lágrimas por haber desatado la burla del hado. Y ya no habrá nadie que quite la sangre que se ha derramado a espuertas.
La primera película de los hermanos Coen, de asumida modestia, delata ya la personalidad de unos cineastas únicos que, con muy pocos medios y muy pocos actores, urdieron una terrible historia de asesinatos y pasiones. Entre medias, ya asoman algunas constantes de su filmografía posterior. Las cañerías, la secuencia onírica de rigor, la introducción en la trama por parte de un narrador cualquiera, el asesinato inesperado que hace bajar las cejas fruncidas de inmediato, la corta inteligencia de sus personajes, el paisaje como protagonista y esa sensación que te dejan siempre de que no es necesario entender nada porque las cosas ocurren porque sí.
Además de todo ello, ya se intuye la gran actriz que ha llegado a ser Frances McDormand y hay excelentes trabajos por parte de Dan Hedaya y del estupendo Emmett Walsh en la piel de ese detective privado que no admite risas, desagradable en su aspecto y que exhibe el suficiente aplomo como para burlarse también de la muerte que a todos aguarda con una última carcajada. Quizá, después de verla, sea el momento de agazaparse y procurar pasar inadvertidos frente al destino cuando salga de caza. Es un rival temible.

martes, 22 de octubre de 2019

LA PIEL SUAVE (1964), de François Truffaut



Sé lo que sientes, Pierre. Acaricias su piel y es como si el mundo entero, con todas sus sensaciones, viniera a verte. El sentimiento de culpabilidad se deja atrás con tanta facilidad como la caricia que prodigas en la curva de sus piernas. Las manos ruegan por estar juntas, los labios desean encontrar el tope de sus anhelos, los ojos sólo quieren ver la complicidad que se emana en el aburrido París que te ha tocado vivir. Has escrito unos cuantos libros de éxito y eres un autor respetado en el mundo editorial. Te invitan aquí y allá, para que vayas a hablar sobre tal tema o a presentar cual película. Y ahí es donde perpetrarás el engaño aunque deberías saber, Pierre, que nada es como te lo imaginas. No podrás tener un rato de intimidad con la chica de tus sueños, con discreción y relajación, con la sensación de que el tiempo se escurre entre la suavidad de tus dedos. Igual que su piel. Su piel suave. El papel en el que ella escribe cuánto te quiere.
Sin embargo, calculas mal, Pierre. Cuando tu mujer te descubre, crees que aún tendrás un refugio al que ir y que deberás dar un paso al frente en una relación que, hasta el momento, sólo ha vivido porque era clandestina. Con todos sus errores e inconvenientes, era una relación ideal. No, Pierre. En el momento en el que te pones las gafas y haces planes de futuro, pierdes tu segunda opción. Y es entonces cuando el sentimiento de pérdida invade todo lo que haces porque te das cuenta de que has jugado muy mal tus cartas y la estabilidad ha huido y la aventura se ha fugado. Estás en tierra de nadie, tratando de encontrar unos brazos donde escribir tus siguientes líneas y el destino, trágico, implacable y mortal, te encontrará tomando un café y leyendo el periódico. Pasaste de una vida tranquila a una soledad abrupta, y de ahí a un final inesperado. Es como el amor que, en el fondo, transita desde la ilusión a la decepción, y de ahí a un vacío desolador. Aún tienes el tacto de su piel entre los dedos. Aún quieres la tranquilidad a un paso. Y no sabes moverte, Pierre, te tienen que empujar.
François Truffaut dirigió esta maravillosa historia de no amor porque, tal vez, sabía demasiado bien que ese Pierre Lachenay indeciso y voluble también era él mismo tratando de encontrar el auténtico rostro del amor. Así que, Pierre, no te preocupes. Se te retrató con la clara escritura de quien sabía de lo que hablaba y así todos supimos que las cosas no son blancas, ni negras, que sólo son blancas o negras dependiendo de nuestros propios actos y que el secreto no consigue apagar la conciencia de lo equivocado. Aunque la búsqueda sea inevitable.

viernes, 18 de octubre de 2019

GÉMINIS (2019), de Ang Lee



El problema de dedicarse durante mucho tiempo a lo mismo es que llega un momento en que ya se plantean demasiadas consideraciones de índole moral. ¿Se hace el trabajo bien? ¿Se hace con eficacia después de tantos años? ¿Se mantiene la ilusión? ¿No ha salido dañado nadie que no debiera? Todas estas preguntas de fácil respuesta se convierten en auténticos muros infranqueables cuando la profesión resulta ser peligrosa para la salud ajena. Es lo que tiene el honrado oficio del asesino profesional al servicio del espionaje.
En este caso, se presenta un problema aún mayor. Tal vez, llegada la hora, el individuo en cuestión se plantee el retiro. Es lo que se llama un cabo suelto, porque el tipo sabe lo que no debe y puede hablar lo que no conviene. Así que la jubilación no va a ser dorada, ni tranquila. Se va a mandar a otros profesionales del ramo para que solucionen la cuestión. Y uno de ellos es tan bueno como él.
El contrincante resulta ser él mismo, pero con unos cuantos años menos. Esto de la clonación ha prosperado una barbaridad. Sus movimientos son los mismos, las tretas son las habituales, la precisión es matemática. Así que es doble o nada. O dos de la misma sangre o se termina el juego. Y aún hay otro elemento más en el tablero. No es nada intrascendente, todo lo contrario. Es fundamental. Se trata del dolor. Del exceso de conciencia. De la seguridad de que, aunque se hace un trabajo necesario para salvaguardar a la patria, va minando el ánimo en cualquiera. Incluso en la copia humana de uno mismo. Se trata de crear al soldado perfecto, al que mata sin remordimiento, al que dispara sin pestañear.
A partir de aquí podemos asegurar que Ang Lee ha conseguido visitar el género de acción con cierta solvencia, con unos efectos especiales que, en algunos momentos, acaban por ser algo chapuceros y con una banda sonora espectacular de Lorne Balfe. El trabajo de Will Smith es esforzado, aunque algo monocromático. Y atención a Mary Elizabeth Winstead porque se revela como una dama que, sin tener demasiada cancha para demostrar lo que vale, aún consigue un trabajo notable. Algo peor está Clive Owen, como si no se creyera demasiado su papel. El resultado es entretenido y eficaz, con algunas secuencias de indudable mérito, intentando descifrar el jeroglífico de la mente retorcida del hombre que se dedica a limpiar los trapos sucios de una agencia de espionaje. También hay caídas en el tópico a pesar de que algunos planteamientos son originales y más que atrayentes. No es fácil acabar con nuestro doble, más vale acercarnos a él y proponerle un trato, no vaya a ser que sólo pidamos unos cuantos tiros y nos quedemos por debajo del mínimo.
Así que es tiempo de mirar hacia el interior para saber interpretar al enemigo. Todo se puede reducir a acabar con la figura del padre y la fantasía está servida también en algunos fragmentos. Se trata de acabar con quien puede manchar la reputación o entorpecer las funciones de un secreto que se halla bien guardado. La bala va de un lugar a otro y la lucha será encarnizada. Al fin y al cabo, no todos los días uno puede acabar consigo mismo y vivir para contarlo. Las noches se hacen largas viviendo dobles vidas de largas pesadillas y el menor ruido puede acabar con la duermevela. A todos se le ve venir. Y a la única que no se espera es a la bestia que habita en nuestro interior. Lo peor es que todos la llevamos dentro.

jueves, 17 de octubre de 2019

DÍA DE LLUVIA EN NUEVA YORK (2018), de Woody Allen



A veces, el destino sonríe, parece que te ofrece unas horas de asueto en medio de la rutina. Y entonces sueñas con compartir unos ratos que se pueden antojar inolvidables con la chica a la que quieres. Al fin y al cabo, te encanta su sonrisa, su ingenuidad, su entusiasmo contagioso, sus ojos azules… Tal vez representa un poco el lado luminoso de tu vida que, con cierto peligro, coquetea sin ambages con el abismo. Más que nada porque, si no, esa vida es un cúmulo de aburrimientos. Los estudios, la asistencia a fiestas donde todo el mundo dice las mismas obviedades y distintas pedanterías, la normalidad aceptada como meta. Todo eso está muy bien, pero hay que romperlo de vez en cuando.
Y lo que creías que era una sonrisa del destino se convierte en una burla cruel porque esos momentos que habías soñado se transforman en pesadillas inalcanzables, frustraciones insuperables, tiempo perdido tratando de encontrar unos minutos de felicidad. En ese viaje hacia la nada, y de paso que tratas de encontrar un rumbo, te topas con la crisis de alrededor. Todo el mundo está en crisis. El director, el guionista en su matrimonio, el galán conquistador, la chica del beso, la meretriz de las copas e, incluso, tu propia madre. Todo parece girar en torno a un caos que no se termina de comprender por una sencilla razón. No es el mundo el que está en crisis. No es tu alrededor el que busca razones para salir adelante. Eres tú.
Así que en ese universo de cultura fingida, de pintorescos encuentros y de errantes y homéricas idas y venidas, las nubes muestran con prístina claridad que hay que cambiarlo todo para encontrarse a uno mismo y estar satisfecho. Quizá la respuesta esté en el fondo de una copa de vino, o en una risa insoportable, que también las hay. O en una melodía susurrada al piano hablando de pérdidas y derrotas que pudieron ser gloriosas victorias. El momento es lo que importa y tal vez el tiempo tenga la clave.
Woody Allen vuelve para ofrecernos por enésima vez la misma historia de siempre. Y, por enésima vez, funciona de nuevo. Nos lleva de la mano, quizá con un punto más de parsimonia, por Nueva York y nos demuestra que en ese corazón de octogenario también hay frustraciones y anhelos aunque se empeñe en dar una imagen de viejo pesimista. Ojalá nunca deje de hacer películas porque, aunque nos cuente lo mismo una y otra vez, nos otorga una lección de vida, un minuto de esperanza a la salida, unos cuantos ratos de cálida belleza y unos acordes que ofrecen la posibilidad de que todo esté bien encajado en nuestras vidas. No es la mejor película de Allen, pero es tan buena como ligera, tan verdadera como agradable y tan deliciosa como encantadora. No, que Woody Allen no deje nunca de hacer películas.
La lluvia cae para ser testigo de los bajones de nuestra propia naturaleza, como días de otoño que se acuestan en nuestra piel para levantarse bajo la protección de nuestro calor. La indecisión y el error forman parte de la naturaleza humana hasta tal punto que se podría decir que son cualidades inherentes al hombre y a la mujer. Y, sin embargo, seguro que hay algún secreto que nunca ha sido desvelado y que, al salir a la luz, regala todo el sentido a este amontonamiento de ruido y furia que nos asola y nos aturde. Ojalá todos tuviéramos la mirada clara para ser capaces de mirar al cielo y disfrutar de la nada de un techo infinito vestido de blanco. Puede que ahí, nuestra mente imite al exterior y podamos ver con claridad cuál es el camino que debemos tomar. Como si fuera tan fácil.

miércoles, 16 de octubre de 2019

LLAMARADAS (1991), de Ron Howard



El fuego toma aliento y luego expira su lengua amarilla en busca de presas a las que devorar. Es una bestia a la que hay que controlar con todo lo que se tenga a mano, porque la lucha contra él debe ser con la inteligencia como arma. El valor también se acepta, pero cuidado con él, puede arrojar al más temerario a las mismas fauces del infierno. El fuego, en el fondo, es como el pasado, que se revive una y otra vez, haciendo heridas en lo que más querías. Por eso, es difícil vislumbrar el destino cuando todo arde alrededor. Por allí, la corrupción política. Por aquí, la tergiversación del cariño. El tiempo pasa y, a menudo, no cierra las cicatrices. Suena la alarma. Hay que salir corriendo. Cualquier segundo puede valer una vida humana. El fuego espera, con sus ojos de rojo intenso, con su capacidad para colarse por los resquicios más impensables, con su sed de destrucción. Quizá se trate de hacer que los hombres cobardes, los que nunca sirvieron para nada, se conviertan en los más valientes.
Husmeando por los rincones chamuscados, se halla un investigador que probó la marca del fuego en su piel. Es tranquilo y metódico y sabe lo que se hace. Él es el que decide si el incendio fue fortuito o provocado y las pistas están allí mismo, bajo una montaña de cenizas. Es tan concienzudo que no se olvida de ir todos los años a una junta de rehabilitación para demostrar a los vocales que los pirómanos no tienen curación porque sabe perfectamente que, si pudieran, prenderían fuego al mundo entero. Para él, es una cuestión evidente. Para los demás, el engaño puede funcionar. Puede que ese individuo sea el mejor maestro para alguien que intenta buscar sin encontrar respuestas. Puede que, al fin y al cabo, el menor de los hermanos McCaffrey se haga un bombero de verdad. En medio del calor abrasador, alguien lo proclamará.
La mayor virtud de esta película, aparte de la aparición en pantalla de unos sobrios y extraordinarios Robert de Niro y Donald Sutherland, es el manejo del fuego como un personaje más en la interminable lucha que se emprende contra él. Aquí vemos sus formas, sus hechizos, sus atracciones y sus devastaciones. Por otro lado, la película se resiente de un actor tan limitado como William Baldwin, que es incapaz de dar profundidad a un personaje que sí la tiene. Está bien dirigida por Ron Howard, con un notable sentido del espectáculo y de la acción. Contiene un homenaje a esos luchadores de casco y manguera que tratan de protegernos a todos de la amenaza de las llamas y hay entretenimiento, con sentido, con ardor y un buen vaso de agua.
Y es que no es fácil decidirse a luchar frontalmente contra esa criatura que se mueve y parece que piensa como un dragón de ciudad. Las construcciones con vigas de madera ayudan poco y habría que tener siempre en cuenta que, cuando un bombero llega a una casa, no la conoce en absoluto. Tal vez, por eso tienen el valor de adentrarse en ellas. Si lo pensaran y la conocieran, aparte de un tiempo precioso, verían que allí hay gato encerrado desde que se plantaron los cimientos. Casco, chaqueta, manguera, agua, por favor. Y apártense. Los escombros suelen aliarse con el insinuante baile de la llama viva.

martes, 15 de octubre de 2019

CÓMO CASARSE CON UN MILLONARIO (1953), de Jean Negulesco



Cazar a un millonario al vuelo suele ser cosa fácil cuando se tiene un buen envoltorio. Pero quien se lo propone, se olvida de algo. Y es esa cosa llamada amor. Puedes encontrar al jugador de ventaja que quiere lo que todos quieren y da el pego durante un tiempo, por mucho que se esconda detrás de un parche en el ojo que lo hace más interesante. Puedes topar con el ricachón casado que quiere algo de diversión y que todo se hace, de alguna manera, escondido, furtivo, cansado y sin pizca de gracia. O, incluso, puede que te encuentres al maduro que se siente solo y que se siente irremediablemente atraído por ese toque de elegancia que las mujeres estilan de vez en cuando. Lo que ya es de matrícula de honor es darte de bruces con un individuo que esconde su fortuna para estar bien seguro de que le quieres por lo que es y no por lo que tiene.
Así que las cartas están dadas, muchachas. Una de vosotras es algo escéptica, elegante, con un toque de ironía y otro de cinismo. Otra es una miope que ve menos que un murciélago y que tiene mucha gracia en sus despistes sin gafas. Todo porque cree que una mujer tras unos cristales graduados pierde todo el atractivo. Y la última es avispada, lista, bastante pizpireta, con un toque inocente de sensualidad. El caso es que las tres sois un lujo para la vista y también, ¿por qué no decirlo? Un gozo para la inteligencia. Y, sin embargo, lo que encontráis es a un tipo que tiene árboles, pero no dinero; a otro tipo que tiene un apartamento y problemas con Hacienda…pero no dinero; y aún otro que tiene… ¿qué tiene? Tener, tener, siempre ese maldito verbo acompañado del sustantivo “dinero”. ¿Por qué no “amor”? ¿Por qué no “complicidad”?....Muebles arriba, muebles abajo y mientras tanto, las oportunidades escapan. Y, sinceramente, demasiados problemas sólo para no admitir que todas las mujeres tienen, también, su rincón reservado al romanticismo.
Entonces hemos quedado que la fórmula para casarse con un millonario es mostrarse atractivas, insinuantes, sin dar ni un poquito de más, y dejar un poco con la miel en los labios. Y no os dais cuenta de que, sólo con veros, la miel ya está en los labios. Casarse con un millonario es una tarea muy dura, durísima. Casarse por amor, lo es aún más.
Jean Negulesco dirigió esta película con pulso sensible y elegante, sin dejar nunca de dar lo mejor para que los espectadores vieran lo mejor y así puso a hombres como Cameron Mitchell, David Wayne o un William Powell lleno de clase para que Lauren Bacall, Betty Grable y Marilyn Monroe hicieran sus sueños realidad. Sólo que, a veces, los sueños son un pálido reflejo de la realidad…o no son realidad, directamente. Cuidado con el escalón, que te vas a tropezar. Cuidado con no dar, que no vas a conseguir. Cuidado con creer, te puedes dar un batacazo histórico. Y además… ¿quién no se enamoraría perdidamente de estas tres chicas?

viernes, 11 de octubre de 2019

EL CRACK CERO (2019), de José Luis Garci



Algo antes que la primera vez que nos encontramos con él, Germán Areta vuelve para contarnos qué había sido de su bigote en los días de incertidumbre que siguieron a la muerte de Franco. Tal vez porque España es uno de los pocos países del mundo donde sus conciudadanos se odian o porque es muy posible que, de higos a brevas, son capaces de ponerse de acuerdo y tirar hacia adelante. Eso no es fácil para el detective privado Germán Areta. La ciudad está cansada, con su blanco y negro de nostalgia para una época que nunca volverá, con su honestidad intacta y con pocas razones para ponerse de acuerdo consigo mismo.
En este áspero país donde todos queremos llevar la razón, husmear en las altas cloacas termina por ser tan duro como bajar a las propias alcantarillas. Un modisto que se suicida, un antiguo compañero, una pregunta continua, una asociación pintoresca. Areta vuelve y todos abrimos bien los ojos para que no se nos escape ningún detalle, ni tampoco ninguna línea de agudeza y sarcasmo en un contexto valleinclanesco en el que sólo se premia a los malos. Rocky sigue son sus relatos boxísticos, don Ricardo está ahí para deber favores porque siente que el pasado, en algún momento, saldrá al encuentro, la oficina no es la misma, y el “Moro” Cárdenas se halla, como hombre para todo, con la respuesta afilada y la dejadez encima. Hay que ir un poco más acá para contar algo nuevo bajo la pátina de ese Madrid brillante y en rápido cambio. Y si se hace con la compañía de un tipo que anda mucho, duerme poco y lo que ve no le gusta nada, mejor que mejor.
José Luis Garci vuelve con sus personajes más carismáticos, tal vez, para echar una última mirada a unos tiempos que han sido arrastrados por el olvido y la tontería. Y hay que reconocer que lo hace de forma inteligente, sutil, con diálogos bien amarrados y algún fleco suelto con esa historia paralela que parece que confluirá en algún momento y, sin embargo, desaparece. Bueno es el trabajo de Carlos Santos, aunque hacer olvidar a Alfredo Landa es poco menos que imposible. Mejor es el de Miguel Ángel Muñoz que compone un “Moro” en la misma estela que el de Miguel Rellán y con las mejores réplicas del guión. Creíble es el de Pedro Casablanc en la piel del “Abuelo”, tratando de remedar gestos y expresiones del inolvidable José Bódalo. El resultado es una película tranquila, notable, sin llegar al nivel de sus secuelas, pero erigiéndose como último testigo de aquel ambiente, de aquellos modos, de aquellas luces difuminadas de la villa nocturna, de aquellas piedras que, de alguna manera, parecían tener un color diferente, esperando el alba de las nuevas esperanzas.
Hoy ya es otra vida y, aún así, algo del espíritu de Germán Areta todavía anida en el interior de los hombres que ansían una sociedad en pacífica convivencia, con la honradez y la ética como valores principales, aguantando como héroes con ese trabajo que, a menudo, es un castigo y tratando de buscar la felicidad sin descanso, por mucho que lluevan los desperdicios de la corrupción. Y eso tiene mérito desde aquellos años de cambio e inquietud, siempre pendientes del disparo en la noche o de la puerta echada abajo. Quizá Areta sea una especie de guardián que, lo mismo que Philip Marlowe, trata de hacer que la vida de los que le rodean sea un poco más llevadera. Y para empezar, envido, envido y a pares tres. 

jueves, 10 de octubre de 2019

JOKER (2019), de Todd Phillips



Cuando se ha vivido probando el odio con los labios es muy difícil adaptarse a una sociedad que destaca por su incomprensión. Los tiempos ahogan al débil, lo marginan, lo desprecian y lo aplastan y, a menudo, se es demasiado pequeño como para rebelarse. Tal vez se debería mirar un poco hacia fuera y un poco menos hacia adentro, renunciando, aunque sólo sea durante un par de minutos al día, al egoísmo que tanto caracteriza a la gente. Nadie se da cuenta de que estamos fabricando una buena cantera de villanos sin alma.
Y da igual que esa ira vengativa se dirija hacia los ricos porque, simplemente, es la otra cara de la misma moneda, corriendo, además, el peligro de hacer que justos paguen por pecadores. No resulta difícil caer en la tentación de creer que el mundo conspira contra uno mismo y que es la hora de reírse de verdad, por mucho que la risa sea considerada una enfermedad. Arthur Fleck, el payaso de la risa patética, crece hacia la crueldad y nadie va a poder pararle.
Aún resulta más sangrante si la vida está jalonada de mentiras y medias verdades, porque llegará un momento en que no se sabrá si se está soñando o viviendo la realidad. Sólo es cuestión de prestar unos pocos minutos de atención hacia quien no ha sentido el calor del aplauso, o del cariño momentáneo de un público voraz y veleidoso. La maldad toma cuerpo y va a ser dentro de esa cultura de devolución del sentir, de inmediatez estúpida que exige reacciones desmedidas y definitivas para acallar al rival. Así es cómo se obtiene atención. Total y absoluta. Incluso puede que el asunto acabe en vítores.
Joaquin Phoenix realiza un esfuerzo titánico en su impresionante interpretación. Ríe trágicamente, cuenta chistes con tristeza, establece contacto con todos a través de su viaje hacia la psicopatía hasta llegar a comprenderlo sintiendo algo parecido a la simpatía. Sin duda, es uno de los trabajos del año y merece todas las nominaciones al Oscar porque juega con su rostro y su mirada, con su cuerpo y su gesto, con su infantil inmersión en el mundo del estrellato esporádico, con su sueño ingenuo y tierno. El exceso, aquí, se vuelve recurso y Phoenix es un torbellino que apenas se puede contener. Por el otro lado, no es una película redonda. Vemos cómo Robert de Niro se revuelve incómodo en su papel y algunas cosas están explicadas con alfileres. Sin embargo, la película se centra, se mueve y vive alrededor de Joaquin Phoenix y el resto, sin dudarlo por un segundo, es fácilmente perdonable.
La carcajada del villano, que se hace y nace y no al revés, resuena en los tímpanos con insistencia porque se puede intuir que hay lágrimas entorpeciendo sus escalones. El patetismo y la deformidad interior causan cierto rechazo aunque es evidente que gustará a esos incondicionales que se creen diferentes. El sentimiento de venganza se apila ladrillo a ladrillo en la debilidad del payaso. Y la explosión de violencia y de hábil elipsis asegura que esta película, en el fondo, no va de orígenes de supervillanos a la espera de la madurez del superhéroe, sino de drama de marginación y soledad culminado con la sangre que siempre pide la multitud. En el fondo, el Joker da a la gente lo que, en realidad, desea y por eso es un malvado que cae simpático a los apóstoles del asalto al convencionalismo. No se cae en la cuenta de que eso no trae nada bueno y de que, con toda probabilidad, se acabará persiguiendo por los pasillos al tipo que cuenta un chiste y no admite la frustración del silencio. 

miércoles, 9 de octubre de 2019

EYES WIDE SHUT (1999), de Stanley Kubrick



Ojos ampliamente cerrados. Ojos de marido que tiene celos de una ensoñación, de algo que nunca existió salvo en la mente de su atractiva esposa. Ojos que buscan respuestas a un enigma que no tiene solución. Todo lo contrario. Cuanto más se profundiza en él, más enrevesado se vuelve todo. La tentación aquí y allí, el agradecimiento casual, el destino caprichoso, la incomprensión en un momento tan inoportuno como el dolor, la noche que envuelve, la noche que atrapa, un ritual. Es mejor, tal vez, cerrar ampliamente los ojos.
Y quizá el vaivén del destino de una sola noche sea tan irónico que se puede comprobar que la inocencia está manchada y que el sueño sólo puede seguir hacia adelante. Las miradas, después de abrir los ojos, ya no son iguales. Hay un matiz vicioso, una verdad enmascarada que no se atreve a salir. Puede que, en el fondo, todos llevemos un antifaz estando en nuestros momentos más íntimos. O que nos guste juguetear con los sentimientos para encontrar problemas donde no los hay. Una simple imagen que nunca ocurrió puede llegar a obsesionar y las conversaciones se alargan, los coqueteos se acortan y la noche no termina nunca, nunca. Éste es un relato soñado. Un relato en el que el bien se confunde peligrosamente con el mal, en el que la virtud puede trocarse en defecto, en el que el sexo parece caminar por las calles húmedas tratando de acotar el territorio de la pasión. No hay salvación. Y si la hay, es posible que venga de alguien inesperado.
Mucho se habló de Eyes wide shut cuando se estrenó y, desde luego y para no variar los presupuestos habituales sobre los que se mueve el cine, fue recibida con una cierta dosis de perplejidad y unos cuantos vituperios que incluían la certificación de la senilidad del gran Stanley Kubrick, Como siempre, se había adelantado a su tiempo. Aún asumiendo de que el montaje con el que se estrenó no era el definitivo debido a la costumbre del director de modificarlo hasta el mismo momento en que se exhibía, Eyes wide shut gana con el tiempo. Parece como si las serpientes oscuras de la irritación se movieran con más sentido, como si el problema inexistente que plantea comenzara a tomar forma. La disección de la capacidad de comunicación de una pareja aparentemente feliz se convierte en un arma arrojadiza que causa angustia, desesperación y un paseo al mismo borde de la derrota. Kubrick, como siempre, nos vuelve a dar otra lección.
Y es que no es fácil llevar a cabo una película que te habla mucho más de sensaciones ignotas antes que las percepciones físicas que todos hemos experimentado. El estilo es suave, inquietante a cada minuto, haciendo al espectador partícipe de esa misma inquietud que experimenta el protagonista a pesar de que no hay ningún motivo como para sentirse inquieto. Quizá Eyes wide shut es una de esas películas únicas que deben verse con los ojos ampliamente cerrados, tratando de retener solamente ese cúmulo tan contradictorio de sensaciones que se puede experimentar con el sonido, con el diálogo y usando exclusivamente la imaginación. No es fácil. Por el camino pueden intentar obtener respuestas de algo que no merece ni un signo de interrogación.

martes, 8 de octubre de 2019

THE RELIC (1996), de Peter Hyams



Los misterios de la Naturaleza pueden ser tan fascinantes que, incluso, llegan a causar terror. Basta con imaginar un material genético existente en algún lugar recóndito de la selva que sea capaz de fusionarse con cualquier ser vivo y crear un nuevo ser híbrido con características de ambos contribuyentes. Apasionante. Tanto es así que es difícil pensar que el tipo que lo descubrió pudiese estar convenientemente metamorfoseado y de vuelta a casa, a la civilización. Sí, simplemente ha salido de caza y está intentando mantenerse vivo a base de cabezas abiertas como una nuez. Al fin y al cabo, los hipotálamos cerebrales están deliciosos y puede ser una oportunidad más para ver de nuevo a esa doctora… ¿cómo se llamaba? Ah, sí, Margo Green.
Tan delirante argumento podría haber caído en las insondables garras de la mediocridad más profunda de no haber estado un director de solvencia comprobada como Peter Hyams. Un director que nunca destacó demasiado, pero que hizo frente con profesionalidad a todas las historias que cayeron en sus manos intentando, cuando menos, ofrecer un producto digno. En ocasiones, sacando petróleo de pozos muy secos, como puede ser en Atmósfera cero, Capricornio uno o la estupenda buddy movie Apunta, dispara y corre y en otras errando el tiro por mucho como en la floja Más fuerte que el odio. En esta ocasión, realizó un digno trabajo con muy poco material (apenas un monstruo moviéndose por los rincones de un museo) y, a pesar de que algunas secuencias contienen efectos especiales algo trasnochados, la tensión está ahí, palpándose en el ambiente de alta alcurnia y baja intelectualidad que se puede citar alrededor de un santuario de la cultura por una simple cuestión de pose, arribismo y arrogancia. Tengan cuidado. Si se acercan a uno de esos sitios, es posible que una criatura les clave los colmillos y traten de sacarles desde la cartera hasta el corazón.
Y es que la investigación biológica puede llegar a ser algo muy peligroso si se juega con ella. No importa que todo surja a partir de una expedición imposible a través de una selva imaginaria y unos cuántos parásitos inexplicables. Lo importante aquí es seguir la evolución de los acontecimientos, sufrir en la oscuridad, espantar el miedo y expresarse en sintonía. El horror se siente durante todo el tiempo, como algo siniestro que se mueve, piensa y siente sólo para alimentarse y seguir existiendo. Es como ese monstruo que siempre creíamos que existía en el armario cuando éramos niños. En esta ocasión, el monstruo es de verdad y hará que miremos por encima del hombro con la inquietud como única compañía.
En ocasiones, la superstición puede servir para espantar los temores. De hecho, si creemos que los males provienen porque pasamos por debajo de una escalera o porque se nos cruza un gato negro podremos engañarnos más sobre la existencia de criaturas que, en este caso, no son sobrenaturales sino, simplemente, naturales. Sí, es cierto, esto es serie B y está a muchas leguas de acercarse a otras producciones mucho más acabadas, pero no dejen nada en manos de la suerte. Échense sal sobre los hombros, nunca pasen el tercero y no viajen ni en martes, ni en trece. Puede que una criatura salida de las mismas entrañas del infierno de la genética esté esperando para absorber su ADN como si fuera un buen vino. ¿No les agrada la idea?

viernes, 4 de octubre de 2019

THE LAUNDROMAT: DINERO SUCIO (2019), de Steven Soderbergh



Cada vez es más cierta aquella frase tan manida de que ninguna fortuna ha sido amasada de forma honesta. La jerga legal y económica ha enmascarado, además, los intentos por mantener ocultos los millones de esas ratas que tanto daño han hecho a las personas normales, golpeadas por desgracias, necesitadas de dinero o, simplemente, poseedores de una inversión minorista con el fin de rentabilizar sus pequeños ahorros. Esos roedores de ambición no se plantean ninguna cuestión de conciencia. Son delincuentes de la ética, que se amparan en los resquicios de un sistema imperfecto y que precisa de una reforma que iguale la ley a la honradez. Eso nunca lo verán nuestros ojos.
Los llamados “papeles de Panamá” destaparon el enorme entramado de sociedades pantalla que fueron creadas de forma ficticia para tapar la acumulación de riquezas con el fin de no pagar impuestos porque la elusión fiscal no es la evasión fiscal. La primera, orilla la obligación de cumplir tributariamente. La segunda, es un delito. Así que, tal vez, en alguna oficina perdida de algún paraíso financiero, haya un don nadie que se decida a entregar pruebas que evidencien que vivimos rodeados de depredadores feroces, capaces de atacar las mismas bases de nuestra vivencia y convivencia con tal de añadir ceros a esa empresa de nombre improbable controlada por otra firma radicada en cualquier parte del mundo. Los que pagan todo eso, siempre son los mismos.
No deja de ser farragosa y difícil toda esta arenga basada en tasas, impuestos, escrituras, cesiones y códigos y es muy posible que el director Steven Soderbergh lo sepa desde el principio. Al fin y al cabo, el guionista de la película es Scott Burns, que ya escribió la pesada El soplón, así que, con cierta inteligencia, el director lo salpica todo de un cinismo de humor residual, con unos narradores elegantes como Gary Oldman y Antonio Banderas, que explican todo al detalle. Desde la invención del dinero como medio para no matarnos para conseguir la supervivencia hasta el defectuoso entramado legal que se revela como inútil más allá de cualquier consideración moral. Por el camino, nos encontramos con Meryl Streep, con Sharon Stone, con James Cromwell o con David Schwimmer para que no nos perdamos en todas esas historias que no convergen, pero sí parten del núcleo principal de la avaricia y el soborno tornándose una especie de Traffic seguido de muchos ceros. El resultado final es una película ágil, a ratos divertida, a ratos pesada, muy ácida y que desvela una serie de terribles verdades dejándonos con la certeza de que la inestabilidad está ahí mismo, a la vuelta de cualquier esquina. Y de que la culpa de todo la tiene un gobierno complaciente que permite que esto ocurra.
Así que es el momento de guardar el dinero debajo del colchón y tratar de cobijarse en el refugio más próximo. Esas doscientas cincuenta mil empresas gestionadas por un luminoso bufete de abogados panameño es sólo una gota de agua en el océano. Y todo el dinero acumulado en ellas no ha sido empleado para pagar ni un solo céntimo de impuestos. Y así es cómo todo se tambalea y sólo se salvan los quince millones de millonarios y los dos mil multimillonarios que hay en el mundo. El resto asistiremos, aterrorizados, al fin de nuestra existencia razonable para volver a ser una tribu hambrienta de papel-moneda. 

jueves, 3 de octubre de 2019

MIENTRAS DURE LA GUERRA (2019), de Alejandro Amenábar



Nada se consigue con la razón durante una guerra. Excepto, quizá, la muerte de la vida. Nadie atiende a consideraciones de carácter moral cuando la ideología se impone con tal fuerza que no deja lugar a otra opinión. Ni siquiera cuando esas consideraciones están basadas en el conocimiento, arma eficaz contra la manipulación. Puede que don Miguel de Unamuno tratara de apoyar múltiples ideas hasta llegar al convencimiento de que el fascismo y el bolchevismo son las dos caras de la misma moneda.
¿Por qué hay que arremeter contra catalanes y vascos cuando todos somos españoles? ¿Por qué el entendimiento debe pasar por el frentismo y por el fanatismo? ¿Por qué se pueden decir tantas barbaridades contra un hombre al que, fundamentalmente, lo que le dolía era España? Nadie sale bien parado de este intento. Ni el intelectualismo, paralizado por un liberalismo de salón que no fue obstáculo para salir corriendo; ni la República, afectada de un tancredismo acuciante que negaba pan y paz para aquellos que creyeron en ella; ni los sublevados, poseedores de la fuerza para vencer sin necesidad de persuadir. España tropieza otra vez en la misma piedra. Y es incapaz de hallar soluciones que contenten a todos.
La razón está pasada de moda. No importa la moderación, ni la voz de la conciencia, ni el patriotismo llevado con el corazón y no con la espada. España sufre y muere siempre. Las conspiraciones se suceden porque allá arriba, en lo alto, sólo hay unos cuantos inútiles sin más oficio ni beneficio que su propio egoísmo. La libertad es una dama insaciable, que exige sacrificios y altruismos. Y mientras no nos quepa eso en la cabeza, volveremos a los gritos y a la crispación, a la destrucción de lo establecido por el mero hecho de extender una forma de pensar. Sea de un lado o de otro. Y todos, sí, seguimos siendo españoles. Aunque, a veces, deseemos cercenar de una vez por todas la piel de toro y volver a tener razones para espetarnos a la cara las verdades del barquero.
Alejandro Amenábar, más allá de unas declaraciones desafortunadas, modifica a su conveniencia lo que el cine pide, que no es más que ficción. Y está legitimado para ello. A ver si ahora vamos a tomar a Espartaco por un santo, a Freddie Mercury por un pobre chico que sólo quería vivir su vida de forma sana y diferente, a Mozart por un adulto con complejo de niño malcriado, o a Robin Hood como el único arquero del mundo capaz de partir por la mitad una flecha clavada en un blanco con otra flecha. Amenábar coge como base el relato de Luis Portillo El último discurso de Unamuno y da una idea de una España que se odia hasta el punto de autodestruirse, con culpas repartidas y honradeces pronunciadas. No es un panfleto. Es, más bien, un aviso. Y una mirada sobre un hombre íntegro que siempre quiso lo mejor para el país. Más pan, más paz y, también, más cultura.
No se puede pasar por alto el excelente trabajo de Karra Elejalde en la piel del inmortal escritor, aunque miedo da pensar si Amenábar hubiera puesto a su otra opción en la cabecera de cartel, Miguel Rellán. Y estupendo es el retrato del dictador que hace Santi Prego, lejos de caricaturizaciones grotescas y ridículas, otorgando respeto a un militar que puede que lo fuera todo, excepto estúpido. Lo cierto es que Mientras dure la guerra, a pesar de todos sus defectos es una buena película que invita a la reflexión. E, incluso, lo hace con cierta valentía. Sin trincheras. Sin disparos furtivos. Sólo con la razón.

miércoles, 2 de octubre de 2019

UNA HISTORIA DE VIOLENCIA (2005), de David Cronenberg



La vida, en algunas ocasiones, requiere soluciones drásticas. Es posible que, en un momento dado, un hombre sin alma se dé cuenta de que sí la tiene y que debe empezar a buscarla porque se mira en el espejo y sólo ve un monstruo. Demasiados huesos rotos, demasiadas palizas mortales, demasiados disparos a medianoche. Es hora de desaparecer y deshacerse del pasado de una vez por todas y experimentar a vivir algo que, sencillamente, es la existencia de un hombre normal. Una casa en algún sitio perdido, una chica, una familia, hijos, un pequeño y próspero negocio en una comunidad que cuida de los suyos. Tal vez, cuando la gente habla de felicidad, se refiere a esto. A una perfecta normalidad. Lástima que el mundo sea un pañuelo.
Un pañuelo para secar unas cuantas lágrimas al ver cómo se escapa la felicidad tantas veces trabajada. Un pañuelo para quitarse el sudor de la frente con el que uno se gana el pan. Un pañuelo para limpiar la sangre que, sin duda, va a tener que correr con ligereza. Un pañuelo porque de todos los establecimientos del mundo, esos dos desalmados, espejos de quien dejó todo atrás, tuvieran que entrar en su negocio, en esa cafetería. Sólo que querían algo más que un café.
Y así el presente se esfuma como por arte de encantamiento y el pasado vuelve con más fuerza que nunca. Es fácil reconocer a un tipo cuando sale en la prensa y su rostro ha sido el más buscado en el mundo de los bajos fondos. El cataclismo familiar ocurre, a pesar de que el engaño se prolonga tanto como se puede, y todo por lo que se ha luchado se vuelve banal, fútil, inútil, leve. Ahora se trata de asesinar al pasado que se empeña en volver. Y para ello va a haber que aceptar lo que uno ha sido, decirlo, afrontarlo y actuar en consecuencia. Y esas consecuencias no van a gustar a unos cuantos. Es el precio que se paga por sacar del anonimato a quien lo buscó conscientemente.
A pesar de ello, en la familia, algo hace que se mueva el suelo, como si hubiera una pizca de morbo en quien rechaza, o una migaja de violencia escondida en la inocencia. Los genes se heredan, y es el momento de acabar con cualquier posibilidad de volver al pasado para siempre revisitándolo unas pocas horas. Ya no más cafés. Ahora es cuando hay sufrir, matar, ajustar cuentas y tener aún más clara la idea de dónde se halla la auténtica familia.
Quizá ésta sea la mejor película que haya hecho nunca un realizador tan irregular y tan personal como David Cronenberg. Supo rodearse de un reparto competente que dio cuerpo y forma a las circunstancias que agobian al hombre pretendidamente normal bajo el rostro de Viggo Mortensen, la sensualidad y amargura de María Bello (una estupenda actriz habitualmente desaprovechada) y la siniestralidad diversa que exhiben dos actores de la talla de Ed Harris y William Hurt. Se trata de contar una historia de violencia…pero esa historia no es la que vemos, es la que arrastra ese hombre normal a sus espaldas, como si quisiera abandonarla y pegarla dos tiros.

martes, 1 de octubre de 2019

DREAMGIRLS (2006), de Bill Condon



Estoy sentado en la butaca, esperando que se produzca la magia de la imagen en esa pantalla blanca que me mira orgullosa. En la sala, hay una leve música de fondo. Ignoro si pertenece a la película o no, pero lo dudo. No voy con muchas esperanzas. La verdad es que ir a ver un musical basado lejanamente en los avatares de Diana Ross y las Supremes no es que me atraiga demasiado. Me imagino una película con amor, con algún elemento discordante, música de los sesenta y, sobre todo, de los setenta, y un festival a cargo de Beyoncé Knowles, que es la estrella del momento. Las luces se apagan. Comienzan los consabidos anuncios y trailers. Quizá la semana que viene vaya a ver ésta otra. Seguro que voy más animado, más entonado.
La luz de la pantalla se ilumina y la película empieza. Veo que hay cierta clase en la presentación y, sin quererlo ni beberlo, estas tres chicas que cantan como ángeles me hacen bailar los pies con Move, una canción que sirve para introducir al grupo. La fotografía es buena y hay una virtud que me encandila: la realización opta por la elegancia. ¿Quién es el director? Ah, sí, Bill Condon, aquel que dirigió esa maravilla llamada Dioses y monstruos. Los planos son fijos, nada de cámara al hombro, los números musicales se ven y cada canción supera a la anterior. Y me fijo en algo que me llama muchísimo la atención. No es un festival a cargo de Beyoncé Knowles, sino que la estrella de la película se llama Jennifer Hudson, una chica de color de altura considerable y cuerpo nada discreto que exhibe una voz prodigiosa, actuando con alma y soltura, soltando auténticas filigranas vocales que dejan a Beyoncé con un papel agradecido, pero menor. Por ahí está también Eddie Murphy en un registro muy poco habitual. Un cantante que recuerda vagamente a James Brown y que también demuestra lo bien que domina el arte de la música. La película me está llevando en volandas, hasta que sale Jennifer Hudson y canta ese tema, increíble, lleno de furia y sentido titulado And I am telling you I´m not going y siento que la emoción me recoge y que los ojos se me humedecen. A través de una canción estoy sintiendo que no siempre se valora el inmenso talento que puedes llegar a tener, que el hecho de ser guapa o ser feo también cuenta, que más vale no exigir tu lugar en el sol si no quieres perder tu sitio en la sombra. Yo caigo con Jennifer Hudson en esa canción, y me lleno de rabia, y de rencor y de aire comprimido en mis pulmones.
A partir de ahí, la película decae. Es muy difícil igualar esa cima en la trama y en la música, pero aún así, ves el mundo de intereses que se forma alrededor del éxito y, a pesar de que todo se dirige hacia un pequeño final feliz, te das cuenta de que la película está bien dirigida, bien interpretada, bien cantada, bien escrita, con sus grandes historias y sus historias pequeñas, con los detalles escogidos para que todo tenga su importancia y, sobre todo, con Jennifer Hudson haciendo que apriete los puños y clame por una pírrica victoria en el devenir de estas chicas que no son las Supremes, pero que colocaron toda una antología del soul con enormes dificultades técnicas en sus voces a través de las composiciones modernas de un musical que hace que no quieras levantarte de la butaca en la que te habías sentado, algo derrotado, en un principio. No, no es una obra maestra, es una buena película que se oye, se ve y, también, se siente. Sólo la historia de tres chicas de ensueño que quisieron dedicarse a lo que más les gustaba.