Mañana, día 1 de noviembre, es festivo, así que no habrá artículo. Retomaremos el ritmo normal a partir del martes día 5. Mientras tanto, los que no viajéis, id al cine. Es como irse de vacaciones.
El tiempo ha sido el primero en proclamar que la mayor arma de destrucción masiva es la mentira. Con ella, se socava la democracia, se crean leyes para intentar perpetuarla, se pervierten los principios más elementales de los derechos humanos y sirve como la hipócrita cortina de los intereses más variados. Contra ella, sólo vale la propia conciencia. La certeza de que la verdad es la que guarda la paz, la que aún nos hace personas y la que intenta prolongar la libertad.
Y no importa cómo se puede ejercer la verdad. Se pone en práctica desde un oscuro puesto de traducción, o desde el peligroso abismo de la prensa, vendedora de verdades como mentiras y viceversa, o desde la acérrima defensa de los valores a través de la legalidad vigente. Lo importante es no perder la esencia que hace que no soportemos el sufrimiento a tres mil kilómetros de distancia, en algún país que parece que no existe, condenado para expiar los pecados de la exaltación. Sólo así, como ciudadanos, podremos darnos cuenta de que los políticos nos mienten continuamente, nos manipulan sin piedad, nos obligan a la beligerancia y nos clavan su propia subjetividad ideológica.
No cabe duda de que Gavin Hood sorprendió gratamente hace unos pocos años con la excelente Espías desde el cielo, pero en esta ocasión yerra el tiro por muchas millas. Pretende explicarnos una historia que recuerda de refilón a la reciente La espía roja en cuanto a motivaciones de sus protagonistas, con un estilo cercano a John Le Carré y lo que consigue es una película aburrida, sin gracia, lenta, de fácil olvido y monotonía asegurada. La historia que nos cuenta, siendo interesante, acaba por convertirse en una letanía sobre lo buenos que debemos ser desde nuestras vidas grises aunque ello conlleve la traición ingenua. Además, Keira Knightley, sobre la que gira toda la película, no acaba de dar con el tono a su personaje y palidece en escena desde el mismo momento en que aparece Ralph Fiennes. Irregular y errática, dan ganas de revelar unos cuantos secretos echándose una buena siesta mediada la trama.
Mientras tanto, tal vez podamos examinar un poco nuestra propia conciencia y averiguar si nosotros, en la piel de la protagonista, haríamos lo mismo al descubrir las sucias artimañas del poder para llevar a cabo sus objetivos o si, por el contrario, colaboraríamos con el asesinato en silencio. Cuidado, no respondan demasiado deprisa. Calmen las entrañas y, con serenidad, solucionen el dilema ético. Es posible que muchos llegáramos a la conclusión de que el silencio conviene desde el egoísmo y que basta con cerrar los ojos para hacer que toda la jugada no exista. Y no olviden que todos, sin excepción, tenemos algo que perder.
Así pues, hay que revisar concienzudamente nuestros principios, que están siendo puestos a prueba todos los días. Y verlos con claridad. Evitar miradas de reojo y lanzarse a la opción que más cuadre con nuestra personalidad. Puede que usted, el de la tercera fila, tenga un instinto rebelde y humanitario, pero el señor de su lado piense lo contrario. Y ahí es donde se mueve la duda y la convicción. Dos palabras que apenas significan nada a no ser que nos paremos a pensar en ellas. Y, quizá, en un futuro utópico que nunca llega, podamos vivir en un mundo que ha dejado la mentira atrás y ofrece la verdad hasta sus últimas consecuencias.