viernes, 21 de marzo de 2025

LOS CANALLAS DUERMEN EN PAZ (1960), de Akira Kurosawa

 

Todo comienza por una flor puesta oportunamente en la ventana de un edificio hecho de pastel. Parece una frase extraída de las mismas entrañas del surrealismo, pero no es así. Un hombre se casa con una mujer. Él tiene éxito. Es heredero de un imperio, pero su padre se arrojó, aparentemente, desde una ventana. Alguien desconocido, ha intentado dejarle una pista. El pastel de bodas es una réplica del edificio empresarial que se erige como sede del éxito paterno. Y ahí mismo, desde esa ventana en la que tenía el despacho, hay una flor roja que, por momentos, parece negra. Parece que la venganza ha tocado una ventana y es hora de ajustar cuentas.

El hombre sabe que su mujer le ama apasionadamente, pero está dispuesto a llegar hasta el final para averiguar quiénes fueron los instigadores de ese aparente suicidio. Ya se sabe, en cualquier caso, que lo que más daño puede hacer a los empresarios es tocarles el bolsillo porque creen que lo que hay dentro se lo tienen más que ganado. Así que por ahí va a empezar. Realizará una serie de jugadas económicas de altos vuelos que irán vaciando las reservas de aquellos supuestos amigos que no hicieron nada por salvar a quien más quería. Amistades así también se tienen en el infierno. Y el hombre va a hacer todo lo posible para convertir un imperio empresarial en la misma residencia del diablo.

Akira Kurosawa realizó esta adaptación de Hamlet en clave japonesa y empresarial. Con parecidas intenciones a la que realizó Helmut Kautner en Alemania apenas cinco años antes con el título de El resto es silencio, Kurosawa se centró en el camino de venganza que emprende el hijo del empresario que, al fin y al cabo, también acaba con él mismo, con su felicidad y con la de los que le rodean. El resultado es una película apasionante en su fotografía y realización, con tintes de cine negro moral, tendiendo a una serie de personajes que siempre guardan la apariencia de respetabilidad y terminan siendo verdaderos sicarios de lo ajeno. Toshiro Mifune resulta especialmente admirable por esa permanente duda que le atenaza y que, sin embargo, vence con mayor decisión porque lo único que le hace vacilar es el amor que siente por su mujer, moderna Ofelia, que sabe que, si lleva a cabo todas y cada una de sus intenciones, acabará pudriendo su propia alma. Si hay que poner algún inconveniente a esta película es que se torna algo farragosa en algunos pasajes que tratan de incluir un contexto meramente comercial a la muerte, cuando, probablemente, sea todo algo más sencillo.

Así que tengan cuidado con las indirectas, con las conspiraciones, con los verdaderos verdugos de la honestidad. No son fáciles de identificar porque suelen ir impecablemente vestidos, con gafas que esconden la expresión de sus ojos y las intenciones obtusas, pues sólo persiguen engordar sus carteras y adelgazar los ánimos ajenos. Una vez que se inicia el desahogo del rencor, nadie se puede quedar a medio camino. Los días se harán más largos…y las noches serán eternas.


jueves, 20 de marzo de 2025

LEE MILLER (2023), de Ellen Kuras

 

Detrás de las razones que impulsan a una mujer que ha probado el éxito en las pasarelas para irse a la primera línea del frente, hay muchos argumentos personales. Quizá la certeza de que la ociosidad no aporta nada en una situación de emergencia, o que el mundo merece saber lo que está ocurriendo en medio de las trincheras. Sin embargo, esa extraordinaria mujer, llena de valor, tiene que batallar en medio de un ambiente de hombres que no ven con buenos ojos que ellas se arriesguen, que solamente otorgan pases militares y que, cuando todos los obstáculos se han salvado, lo que ella encuentra en Europa es un horror que va más allá de todo lo imaginable.

Eso hace que su mirar esté lleno de tristeza. Nunca podrá recuperarse de lo que ha visto porque es de una crueldad sin límite aunque ella no deje de pensar en ningún momento que es algo que todos deben conocer para que no se vuelva a repetir. Su forma de entornar los ojos dejará ese matiz de experiencia que ha llevado hasta ahora y se tornará en un permanente aviso de que ha perdido toda la esperanza en la Humanidad. Seguirá con el hombre de su vida, criará a un hijo y no dejará de intentar hacerlo bien, pero la tristeza será tan abrumadora que nunca jamás volverá a hablar de lo que vio, de lo que fotografió y de lo que sintió.

En esta película de Ellen Kuras hay más cine que en todas las nominadas a la edición de los Oscars de este año. Y no es una película redonda. Parece que se entretiene demasiado en algunos pasajes y quiere hacer un excesivo énfasis en determinados sentimientos, pero contiene una maravillosa interpretación de Kate Winslet, que otorga al personaje de Lee Miller muchísimos matices, además de una saludable vena artística desinhibida que hace que su trabajo sea el de una gran actriz dominando todos los resortes del drama. El ambiente bélico está bien captado, con momentos de gran peligro y, sobre todo, el horror innombrable que Lee Miller descubrió con sus fundamentales fotografías sobre el exterminio sistemático de un tercio de los judíos de toda Europa y su lucha para que se publicaran que, curiosamente, acaba por ser una de las razones más poderosas para su silencio. El resultado es una película con momentos absorbentes, antes que brillantes, con secuencias estupendas como el instante en que ella se introduce en la residencia habitual de Adolf Hitler y realiza una instantánea memorable. Además, habría que destacar la valentía de Winslet, dejando bien a las claras que no está en su mejor momento físico, pero aprovechando la circunstancia para otorgar mayor credibilidad a su personaje. Ya van quedando pocas actrices como ella.

Tal vez haya que comprometerse un poco en este mundo confuso, que intenta imponernos por la fuerza determinadas actitudes. Puede que alguien, en algún lugar, tenga los suficientes redaños como para contar la verdad y desmontar tanta mentira y tanta información falaz. No hay nada como plantarse allí donde caen las bombas y contarlo, contarlo seriamente, contarlo con rigor. Eso es lo que merece el mundo. Lo demás son sólo falsos deseos para gozar de los quince minutos de fama de los que hablaba Andy Warhol. Sin embargo, para hacer todo eso, hace falta sufrir mucho, dar más, pensar todo, moverse con pericia, saber lo que se hace y para qué y dejarse de egoísmos, de conveniencias, de veleidades ideológicas. Lee Miller pagó un alto precio para contar la verdad y para dejar testimonio de ella. Y los más cercanos a ella tardaron mucho en saber qué es lo que había visto con sus ojos inundados en tristeza.

miércoles, 19 de marzo de 2025

EL GRAN MIÉRCOLES (1979), de John Milius

 

Tres amigos que están locos por el surf. Y los años pasan por encima de ellos como las olas que tantas veces les han engullido. Siempre salieron a flote, de una u otra manera. Con ayuda de los otros, o no. Lo peor fue aquella vez en que tuvieron que ir a tallarse para acudir al frente del Sureste Asiático. Hicieron todo lo posible por librarse, menos uno de ellos. Matt tuvo problemas con el alcohol y, aún así, fue el mejor. Se subía a la tabla de surf con tanta facilidad que parecía que fuese un autobús de lengua sobre el agua. Matt, quizá, era el más guapo. Ese chico con el que toda mujer sueña. Brillante, atractivo, un punto insolente, otro punto rebelde, lo justo en juergas, lo indicado en atrevimiento. Algo que fascinaba con el contrapunto de la botella. Pero aún así, podría ir con la mayor borrachera del océano, pero se subía a la tabla y se acabó. El alcohol se evaporaba. Sólo existía la espuma, el surcador y él.

Jack era el responsable. Quizá era el que se metía en menos líos. Su cabeza siempre estaba sobre los hombros y su risa también era más difícil. Le gustaba subirse a la tabla sobre las olas sólo porque sus amigos lo hacían. Su responsabilidad le llevó a Vietnam y a no fingir una cojera o una locura temporal. Iba y ya está. Tres años allí. Regresó. Y lo primero que hizo fue ir a la playa para surfear. Es el espectador sereno de las proezas de Matt. Es el amigo que siempre te da el punto de vista razonable. Aunque, hay que reconocerlo, a Jack le gustaba la fiesta y, además, tenía una madre que era la misma encarnación de la paciencia.

Leroy era el más irresponsable. Si había una pelea, allí estaba. Si había que beber, se ponía ciego. Si había que ir con chicas, las cogía a pares. Sin embargo, también tenía un profundo sentido de la amistad. Puede que no todo lo que hiciera fuese legal. El dinero fácil también atrae desde las crestas de agua, pero era capaz de tirarlo todo por la borda con tal de estar bien con esos compañeros con los que compartió inquietudes, olas, sonrisas de complicidad y futuros nunca cumplidos.

John Milius dirigió esta película, sencillamente, porque le gustaba el surf. Cuando su anterior película, El viento y el león, se confirmó como un éxito, se sintió con dinero y fuerzas suficientes como para abordar la historia de su pasión. Cuando la película fracasó estrepitosamente, no pudo entender que al público no le interesara algo como el surf que, para él, era mucho más importante que cualquier otra cosa. Si bien es cierto que, en algunos momentos, la película adolece de una continuidad coherente y que, sobre ella, planea un sentimiento de nostalgia hacia una juventud que se aleja de forma implacable, igual que una ola que besa la orilla, la historia sobre la lucha con la vida y el mar de estos personajes acaba por ser un lugar común en la leyenda de todos los que nos acercamos. El gran miércoles  es ese día en el que la Naturaleza brinda crestas de tantos metros que apenas se pueden contar. Estos chicos volaron, cayeron, casi se ahogaron y permanecieron. Y lo hicieron sabiendo que tenían un hermano al lado.

martes, 18 de marzo de 2025

UN CRIMEN PERFECTO (1998), de Andrew Davies

Hay muchas diferencias entre esta versión de la obra teatral de Frederick Knott y la que realizó Alfred Hitchcock en 1954 con Ray Milland, Grace Kelly y Robert Cummings en los papeles que aquí asumen, con mucha distancia, Michael Douglas, Gwyneth Paltrow y Viggo Mortensen. Es cierto que la versión del maestro del suspense está más constreñida a la obra de teatro, utilizando prácticamente un solo escenario, bastante funcional, por otra parte, y sosteniendo el suspense a través del movimiento de la cámara y de sus actores, con una narración clara, concisa e irremediablemente magnética. En esta ocasión, Andrew Davis maneja con soltura el aireamiento necesario para la historia, para que no vuelva a ser otra visión de la obra de teatro. La actualiza, la traslada de Londres a los altos ambientes de Manhattan, cambia la profesión de los protagonistas. El tenista pasa a ser un financiero de Wall Street, el escritor transita hacia la pintura y ella ya no es una mujer ociosa, ni mucho menos, sino que es asesora del alto representante de los Estados Unidos en la ONU. Falta ese giro genial en el que, fracasado el crimen (no siendo tan perfecto como sugiere el título) se pasa a la acusación de ella para que, sin remisión, acabe siendo condenada a muerte. Ya se queda, simplemente, en asunto de celos. El facineroso que era víctima del chantaje se une con el amante. El inspector ya no tiene tanto protagonismo. Quizá todo esto sea la diferencia entre el cine de antes y el de ahora. Puede que el espectador de hoy, desde hace unos años, ya no tenga tanta paciencia para ver cómo se articula un crimen perfecto con una habitación y una escalera.

Y es que, ya se sabe, el dinero es el más poderoso de los móviles para cometer un asesinato. Aunque hay que reconocer que también hay condimentos de orgullo en la planificación. No en vano, no puede ser que el primero que pase con una cara bonita y aires bohemios se beneficie de la esposa de un tiburón de las finanzas. Eso no es así. No es tan sencillo. No es tan plano. Habrá que dejar las llaves en su sitio y las ofertas bien claras. Dinero a cambio de la vida. La vida a cambio del dinero. Todo es un círculo vicioso que converge en la figura de ese tipo que está perdiendo su fortuna y que ahora desea la de su mujer para no ir a la cárcel por deudas. Los crímenes están llenos de arrugas. Nunca es el tacto liso de la piel de una mujer. Siempre hay alguna que otra imperfección que pone en su lugar a quien ha estado subido en su torre de cotizaciones, empréstitos y valores mobiliarios. Es sencillo. Una llamada telefónica y el drama acaba. Sólo que quien debe ser, no es. Y, mientras tanto, hay que hacer cábalas sobre lo que ha pasado, lo que va a pasar y la muy delgada línea que separa la culpabilidad de la inocencia no totalmente limpia. ¿Verdad, señores? No basta una rubia para sustituir la sensación perdida del cariño.

 

viernes, 14 de marzo de 2025

TODOS RIERON (1981), de Peter Bogdanovich

Tener una agencia de detectives en pleno Manhattan parece bastante prometedor. Y más aún cuando está especializada en seguimientos para probar infidelidades. Dos clientes encargan dos trabajos. Por un lado, la mujer de un rico comerciante italiano. Por otro, una chica de ensueño. Así que John Russo y su socio se ponen a trabajar y a seguir a esas señoras que tanto prometen así, de lejos. La cuestión se complica y se le da una vuelta de tuerca de más al asunto cuando Russo se enamora de su presa, y su compañero Charlie Rutledge hace lo mismo con su seguida. Así que Nueva York, así, como quien no quiere la cosa, se convierte en el escenario de unos encuentros rocambolescos porque resulta que las dos señoras son inocentes de toda sospecha…hasta que conocen a estos dos señores que las siguen para probar sus culpabilidades…que sólo lo son cuando los conocen y comienzan a simpatizar el uno con el otro. Sí, todos rieron, aunque nadie lo diría.

La canción They all laughed de George Gershwin flota en el ambiente mientras dice aquello de “Todos se rieron de Cristóbal Colón cuando dijo que el mundo era redondo. Todos se rieron de Edison cuando grabó el sonido. O cuando le dijeron a Marconi que la conexión inalámbrica no podía ser. También se rieron cuando dije que yo te quería…”. De esa manera, se va articulando una historia que es una comedia, sin duda, pero que, de algún modo, también es enormemente melancólica porque son cuatro seres que buscan la felicidad en una ciudad hecha de rincones de cemento en los que esa felicidad hace tiempo que no se posa. Puede que, al final, como también dice la canción “todos tengan que comer un trozo de pastel de humildad” porque la vida, también ella, esboza una sonrisa burlona cuando juega sus bazas.

Peter Bogdanovich escribió y dirigió esta película que pasa por ser el último papel protagonista de Audrey Hepburn. Algo que no deja de ser extraño teniendo en cuenta que no dice ni una palabra de diálogo hasta que no pasa la primera hora de película. Ben Gazzara incorpora a John Russo, un hombre que está de vuelta de todo pero que aún ha sacado un billete de ida para algo que no ha vivido nunca. John Ritter incorpora a Charlie, el socio de Russo, con su habitual vena divertida e incrédula y, por supuesto, la malograda Dorothy Stratten, modelo de Playboy asesinada por su marido poco después de concluir el rodaje, es su objeto de deseo. El resultado es una película divertida, suave, propia de Peter Bogdanovich, que no tuvo ningún éxito porque, debido al asesinato de Dorothy Stratten, que también mantenía romance con el director, ninguna distribuidora quiso hacerse cargo del estreno y el propio Bogdanovich tuvo que poner de su bolsillo cinco millones de dólares para que se pudiera ver, aunque de forma muy limitada. Hoy desaparecida y tremendamente olvidada, Peter Bogdanovich siempre sostuvo que ésta es la mejor y más preferida de todas las películas que pudo hacer. Y es comprensible, porque es un tipo de cine que ya no se hace. Hecho con elegancia, con un admirable equilibrio entre la comedia divertida y la melancolía nostálgica. Yo que ustedes, también reiría.

jueves, 13 de marzo de 2025

MICKEY 17 (2025), de Bong Joon-Ho

 

Aunque su mejor película, de largo, es Memorias de un asesino en serie, resulta sorprendente que un director como Bong Joon-Ho, que estremeció las taquillas de medio mundo con su oscarizada Parásitos, elija esta película a continuación. Demasiado deudora del más que discutible humor coreano, Mickey 17 acaba por ser un distopía algo marciana que trata de extraer las carcajadas más gamberras a través de la historia de este inadaptado que es reimpreso en tres dimensiones, cual facsímil cada vez más falso, porque ha pedido ser un individuo prescindible en la nueva sociedad de un planeta lejano al que se ha ido a colonizar bajo el mando de un loco de la colina que tiene más de un punto en común con Donald Trump.

Y así, como el tipo es un poco inútil y ha decidido declararse en esa condición, le van empleando para los distintos experimentos necesarios para servir como conejillo de indias. En todos y cada uno de ellos, muere. En ese momento, se le reimprime, se le inserta una memoria con sus recuerdos propios, y vuelta a empezar. Si una vez se le utiliza para comprobar el efecto de los virus presentes en el aire de ese planeta, en otra se le encarga un trabajo imposible en el espacio exterior. Es morir y morir y morir otra vez. Una muerte tras otra. Y, como su inteligencia es más bien cortita, se lo toma con cierto humor de perdedor.

Al otro lado, la clase dirigente. Déspotas, estúpidos hasta decir basta, con la palabra justa para enardecer los ánimos y prometer recompensas que nunca se conceden. Colonización a cualquier precio con un mínimo afecto por la vida humana. Por ahí también andan una especie de gusanos, habitantes originales del planeta en cuestión, que parecen animales, pero que no lo son. Tienen su lenguaje propio y, además, son más hábiles políticamente que el cerdo pseudonazi que comanda a los humanos. Todo muy gamberro.

Bong Joon-Ho destila bastante coherencia en el desarrollo del argumento. En esta ocasión, al contrario que en La sustancia, los sucesivos clones viven con los recuerdos del anterior y todo tiene una cierta lógica. Sin embargo, la película tiene un error de base de bastante enjundia y es que, al menos para el público en general, no tiene gracia. Pretende ser una fábula de ciencia-ficción que no se toma en ningún momento en serio, que acaba por ser su mayor virtud, pero que no arranca ni una leve sonrisa en el grotesco ir y venir de ese héroe que anda regular de listeza y que, en el fondo, todo le da bastante igual porque no tiene un lugar donde vivir. Es como si Terry Gilliam le hubiera echado una mano (y esto no lo digo al azar) al director coreano y tuviéramos uno de esos cuentos algo recargado de estética, bastante largo de narración y que tampoco es que sea nada espectacular. Eso sí, no faltarán los amantes de la hipérbole que, con imperativos categóricos, dirán que es una maravilla de las maravillas maravillosas que sólo podían salir de la mente de un genio.

Robert Pattinson encabeza el reparto con un doble papel que, realmente, demuestra muy poco. Al pobre Mark Ruffalo alguien le debería decir que tiene la suficiente capacidad como para hacer un papel normal y no siempre el de alguien desatado y fuera de los cánones normales de la interpretación después de Pobres criaturas y ésta. Sorprende ver bastante desencajada a una actriz habitualmente tan centrada como Toni Collette y, prácticamente, se podría decir que la mejor actuación de la película corre a cargo de la gusana reina. Y es que no es fácil ser un buen facsímil. Entre otras cosas, porque querer la originalidad a través de un humor que, ni mucho menos, es gracioso, puede echar por tierra cualquier intento de calidad. Si van a ir a verla, no sean copias. Sean originales.

miércoles, 12 de marzo de 2025

LA BESTIA HUMANA (1938), de Jean Renoir

 

Jacques Lantier es uno de esos maquinistas de tren que tienen el rostro ennegrecido por el hollín y sólo las arrugas de su cara permanecen inmaculadas. Ha visto mucho humo saliendo de la máquina de muchas vidas y ha ahogado sus miserias en alcohol. Eso hace que, de vez en cuando, tenga algún que otro acceso violento que él, un hombre hecho y derecho, justifica algo ingenuamente diciendo que es un defecto genético porque sus antepasados bebían como una locomotora consumiendo carbón. A su lado, un individuo nada recomendable que tiene unos celos compulsivos por su esposa. Cuando se entera de que ella tiene una aventura con un tipo de ciertas posibilidades, lo asesina asegurándose de que ella esté presente para que sea cómplice del crimen. Lantier, en su laberinto interior, comienza a tejer un plan porque desea a la chica. La locomotora va a hacer sonar el silbato y las vías van a converger en un inevitable desvío hacia el destino.

Jean Renoir se decidió por adaptar este drama de Emile Zola porque retrataba fielmente las debilidades del ser humano cuando el deseo se interpone. Años después, relajando notablemente el personaje del maquinista, Fritz Lang realizó otra versión con el título de Deseos humanos, convirtiendo el melodrama pasional en algo muy cercano al cine negro. Renoir no huye del folletín criminal, lo ensalza y lo retrata con extraordinaria habilidad, a pesar de que, quizá, ninguno de sus protagonistas cuenta con el beneplácito del público. En cualquier caso, vuelve a hacer una gran película, llena de caminos quemados, de llamas, de piel oscurecida, de corazones carbonizados…

Y es que, quizá, el continuo trato con máquinas ardientes hace que los últimos resquicios de humanidad sean convertidos en cenizas de bestia, impresos en la corrupción más profunda del alma. Lo impensable sólo puede llegar cuando nos dejamos arrastrar por el deseo, cuando no ponemos freno a la fantasía que, por aquellas burlas del destino, se hace posible cuando las circunstancias se hacen presentes por un cúmulo de actitudes y casualidades. La bestia, al igual que la locomotora, es insaciable. Quiere más combustible porque es adicta al fuego interior. Convierte en humo los sueños, los cambios, las verdades y las razones. Y avanza inexorablemente hacia esa vía muerta de la que será muy difícil salir. Hombres y mujeres transformados en bestias sedientas de pasión y, con tal de alcanzar el máximo de placer, se devorarán unos a otros sin piedad, sin conmiseración, sin ningún argumento posible. Sólo permanecerá el colmillo goteando sangre y la locomotora exhalando ese suspiro de vapor en algún apeadero desierto. Mala será la solución. Peor será el desenlace.

A veces, escribiendo sobre las traviesas de lo que nunca se alcanza, uno llega a atisbar el lado más oscuro de nuestra personalidad. Deseando ser consumido por las llamas porque, de no ser así, no quedará más que el instinto más primario del animal que somos. ¿El amor? No me hagan reír. Ese sólo queda para los ingenuos que no van en tren.