jueves, 23 de marzo de 2023

BAJO TERAPIA (2022), de Gerardo Herrero

 

Gerardo Herrero es, tal vez, uno de los mejores directores y productores de cine de género que hay en España y, lamentablemente, no es demasiado reconocido. A él le debemos pequeñas joyas como aquella extrañísima y fascinante Desvío al paraíso, o las fascinantes memorias bosnias de Arturo Pérez Reverte en Territorio comanche, o la excelente incursión en la incoherencia del homicidio en plena batalla de la División Azul en Silencio en la nieve y, por supuesto, la coproducción de una película de leyenda como es El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella. En esta ocasión, adapta con precisión y descaro la obra de Matías del Federico con la colaboración de unos intérpretes que parecen hechos a medida para someterse al psicoanálisis más crudo bajo la forma de la problemática de pareja.

El resultado llega a ser fascinante porque todos ellos ponen la carne al asador, convenciendo desde el principio con sus hastíos, sus vergüenzas, sus frustraciones, sus ilusiones, sus desvaríos, sus amarguras y sus rencores. En poco tiempo, podemos asistir a un compendio bastante detallado de actitudes que deterioran la vida en pareja hasta hacerla aburrida, prescindible e, incluso, absurda. No hay nada de comedia en todo ello, aunque haya alguna muestra de humor que entra de lleno en la propia idiosincrasia latinoamericana. Predomina una sensación de desengaño, de aires de vuelta en unas parejas que ya se han dicho de todo y que, pese a todo y contra todo, aún quieren seguir unidas…o no. Por eso, quizá, a Freud no le gustaba demasiado el psicoanálisis, porque era mejor pasar a la acción y hacer que el verdadero enfermo, el que está encallado en su propia obcecación basada en la negatividad y en el tancredismo, pague por sus pecados, que suelen ser muchos y graves.

Y es que no hay nada como sincerarse como extraños porque, entre tanta verdad, siempre suele colarse alguna mentira. Ése es el gran mal enfermizo que atenaza a una buena parte de la Humanidad. Nos gusta mentir. Estamos como locos por mentir. Nos hace parecer mejor de lo que somos, nos coloca en un lugar privilegiado, nos construye toda una barricada en contra de los ataques exteriores. En algún sitio de un interior huidizo, siempre hay un hálito de verdad, pero no quiere salir porque esa verdad, escondida en una mazmorra, tiene miedo de la luz. Y a Freud le encantaba la luz, aunque para llegar a ella hubiera que recorrer el largo túnel del psicoanálisis, tratamiento que consiste en reconocer las razones de la oscuridad.

Todo se concentra en unas cuantas maniobras de distracción que, a su vez, van poblando de mensajes en un entorno totalmente controlado. Es como si la frustración y la rabia oculta fuera un cerdo al que se le pincha una y otra vez hasta que gruñe y suelta toda la porquería. Y es terrible. Es insana. Es rechazable. Es penosa. Y hay que extirparla con urgencia porque esa porquería es la que corrompe toda base de convivencia y de respeto, todo rincón de raciocinio en una situación que ha dejado de ser razonable desde hace mucho tiempo. Tomemos una copa y vayamos con calma. Es hora de dejar que la gente hable con libertad y que los demás veamos hasta dónde se llega con determinadas actitudes. La fría y atónita verdad era el verdadero objetivo de Freud porque en ella se encierran todas las respuestas. Y Gerardo Herrero, una vez más, vuelve a demostrar por qué es tan buen director, cómo mima a sus elencos y consigue que nos sintamos parte de una terapia que conseguirá extraer lo mejor de nosotros mismos. 

miércoles, 22 de marzo de 2023

ATRÁPAME SI PUEDES (2002), de Steven Spielberg

 

No hay muchos alicientes en una vida honesta y habitual, así que lo mejor es convertirse en ratón dentro de un bidón de leche y, a base de patalear, convertir la leche en queso. Falsificar, en el fondo, es un arte y este chico que apenas está saliendo de la adolescencia trae en jaque a medio FBI porque es un artista de la doble cara. Ha conseguido viajar por todo el mundo sin pagar un centavo echándole bemoles. Sin más. Tiene talento. Todo el mundo tiene talento para algo sólo que, a menudo, no se descubre para qué. Y este fulanito lo tiene para que nada sea verdad sin dejar de tener la apariencia de serlo. Puede conseguir lo que quiera. Cuando quiera. Como quiera. El FBI, si lo pilla, será por un golpe de suerte y porque el agente Hanratty es un perro de presa lleno de paciencia y de calma, que sólo espera el momento adecuado mientras va cerrando cuidadosamente todas las salidas posibles y extiende la red para que el individuo caiga por sí solo. No, no es nada fácil atrapar a un tipo que es más escurridizo que una anguila y que es capaz de imitar cualquier firma, de encontrar los puntos más débiles de cualquier sistema de autenticación y que, además, le gusta vivir bien. Atrápalo si puedes.

Con una puesta en escena que se acerca con premeditación y alevosía a Stanley Donen, Steven Spielberg articuló una película apasionante que se inspira en buena medida en El gran impostor, de Robert Mulligan, que, en aquella ocasión, tuvo a Tony Curtis como protagonista. Sin embargo, Spielberg es más elegante, más certero, más apasionante en el desarrollo de la historia de este fuera de la ley que tomó el pelo al más pintado y llegó a trabajar para el FBI como experto en falsificaciones. Los cheques, las tarjetas de crédito, las tarjetas de fidelidad, los títulos universitarios…nada tenía secretos para él así que es mejor unirse al diablo antes que combatirlo. Se lo pensó y se lo repensó, pero, al final, decidió estar en el lado correcto. Mientras tanto, buscarlo se convirtió en una tortura a través de todo el país y buena parte del extranjero. Tom Hanks incorpora al agente del FBI en un deliberado tono menor, con una interpretación basada en sugerir, en describir que, en el fondo, ese agente tiene una vida por mucho que esté entregado a su trabajo. Leonardo di Caprio convence como ese experto en falsificaciones con cara de niño que aprende rápido, huye con ligereza y se escapa por los pelos. La película, por otro lado, es un prodigio de ritmo, de situaciones, de diálogos y de mentiras y, sin mayores pretensiones, trata de entretener con altura y firmeza.

Y es que el oficio de falsificador, eso sí, sin pertenecer a ninguna organización mafiosa, trabajando sólo para sí mismo, no deja de tener un lado apasionante porque se comprueban los resquicios por los que se puede introducir el individuo que siempre quiere vivir al margen. Todos ellos son ratoncitos que, a base de pataleo, convierten la leche en queso y que trepan, trepan, suben, suben y que, como Ícaro, acaban derritiendo la cera de sus alas. Fírmeme este cheque, por favor…

martes, 21 de marzo de 2023

LA TAPADERA (The front) (1976), de Martin Ritt

 

Es tiempo de canallas. Y, en esos días, no se podía escribir con libertad. Y si lo hacías, era más que probable que fueras citado por el maldito Comité de Actividades Antiamericanas para que delatases a cuantos compañeros pudieras. Para un simple trabajador de un restaurante, con deudas de juego, es fácil prestar el nombre para recibir un dinero sin esfuerzo y sin apenas compromiso. Sólo hay que acceder a hacer un favor a un amigo para que pueda seguir escribiendo, luego vendrá otro, y luego, quizá, otro más. Así, un don nadie se convierte en el mejor escritor de guiones de Hollywood. Sólo para que la infamia no se adueñe de las líneas. Howard Prince es ese no-escritor que tiene que mantener la apariencia de intelectual cuando, en realidad, no sabe ni quién escribió Hamlet. Sólo para que unos cuantos valientes que están incluidos en las listas negras puedan sobrevivir. No saben hacer otra cosa y, además, han luchado mucho para poder firmar sus propias páginas. Sin embargo, cuando el fascismo se mueve, se siente y actúa, la primera víctima siempre es el libre pensamiento. Hasta un paleto como Howard Prince lo sabe.

Y, por el camino, habrá también algún cómico que pierda las ganas de hacer reír porque ya nadie le da trabajo. Total, en los años treinta fue a alguna reunión del Partido Comunista, o, por ligarse a una chica, participó en una manifestación de trabajadores. ¿Qué más da? Sólo hay una ventana abierta cuando todas las puertas están cerradas y el silencio abre un abismo que no se puede salvar cuando la gente sólo mira y calla. Ya no valen las viejas amistades, las viejas carcajadas, los viejos chistes. Todo se ha ensuciado y la risa aparece con una horrible mueca de amargura. El derecho al trabajo es inalienable y en aquellos tiempos, tiempos de canallas, ni siquiera eso era algo seguro.

Woody Allen protagoniza una película basada en un material ajeno y dirigida por Martin Ritt. Lejos de la comedia, aunque contiene momentos de humor de cierta clase, se puede sentir, con una realización suavemente triste, la desesperación de aquellos hombres que veían descubiertas sus creencias en aras de un supuesto control de ideas para los medios de comunicación de masas. La televisión y el cine lo eran en aquellos días. Y muchos de ellos se quedaron por el camino. Pero, yendo un poco más lejos, coloca la situación en la piel de un hombre normal, sin formación, sin más preocupaciones que las habituales de un ciudadano cualquiera, por mucho que le guste el juego. Al final, Howard Prince, tendrá que tomar partido sin tener en cuenta el próximo cheque y, lo que es aún más difícil, su inmerecido prestigio entre la profesión. No en vano, era supuestamente el autor de unos cuantos guiones que, en realidad, era el producto de varios cerebros trabajando como siempre lo hicieron. Y es que la libertad es tan escurridiza y manipulable como un argumento de película. En esta ocasión, el hombre deberá ser…un hombre de verdad. Y dirá lo que es necesario decir. Breve, conciso, certero y definitivo.

viernes, 17 de marzo de 2023

CLIENTE MUERTO NO PAGA (1982), de Carl Reiner

 

Todo empieza como siempre. Una mujer que parece inacabable que entra en el despacho porque cree que la muerte de su padre no fue un accidente. Es la misma historia una y otra vez. Por eso, Rigby Reardon tendrá que husmear en un montón de teléfonos que hace mucho tiempo que dejaron de funcionar, y hablar con una retahíla de personajes que pueblan la imaginación de quienes tuvieron la suerte de estar con ellos en alguna ocasión. Parece mentira, pero esta es la única oficina de detectives en la que el cliente muerto, no paga. Reardon se mete en un lío que tiene muchos agujeros, igual que un queso Gruyere. Incluso tendrá que llamar a algún amigo para que le eche una mano, un tal Philip Marlowe. El ambiente se diluyó en los sueños. El humo de los cigarrillos nunca fue real. Y, sin embargo, Reardon volverá a aspirarlo porque, al fin y al cabo, es un placer volver con humor a los lugares que uno conoce. Hablar con gente que ya pateó esas calles no deja de ser un privilegio. Y esta historia, por mucho que uno quiera odiar, lo es.

Steve Martin asume los rasgos de Rigby Reardon, y Rachel Ward es la vertiginosa cliente del detective privado. En los interminables callejones, Martin se encontrará con Humphrey Bogart, con Barbara Stanwyck, con James Cagney, con Alan Ladd, ese hombre que se llama a sí mismo “El Exterminador”…. Son cheques en blanco para pagar ese trabajo tremendo, de horas y horas en la sala de montaje y en el plató que realizó Carl Reiner para rendir un homenaje con sonrisa al cine negro. Ese mismo de sombreros de ala ancha, maldades sugeridas, pistolas que encajan como un guante en la mano y bultos sospechosos bajo la americana. La turbiedad asola por todas partes y se agradece el tono, en ocasiones, demasiado grueso que imprime Reiner a una historia que asoma la cabeza por originalidad, inteligencia y amor por el cine. Es imposible dejar de ver esta película, porque en cualquier momento puede salir Vincent Price paseando figura, o Cary Grant con su mirada ambigua, o Bette Davis con sus andares que parecían pisar al mundo entero, o Ingrid, o Veronica, o Ava, o Burt, o Ray…da igual. Son rostros que se movieron por los bajos fondos del ánimo con soltura y que aparecen de nuevo, precisamente, para levantarlo. Porque, en el fondo, todos sabemos que son tiempos que no volverán, que puede que haya otra chica de curvas tan pronunciadas que den ganas de gritar y que entre en un despacho mugriento de cualquier edificio con limpiadora arrodillada en los pasillos y nos deje un encargo que capte nuestra atención. Sólo hace falta una sonrisa cínica, un vaso lleno hasta el borde y revisar las balas del tambor del revólver. El resto se hace en las calles.

No deja de ser un chiste contado con cierta clase, con un punto de locura y con un trabajo de muchas horas en la moviola y en el guión. Ya se sabe, las frases significan una cosa u otra dependiendo del contexto. Y yo ya me estoy enrollando demasiado. Tengo que dejarles. Es posible que alguna chica esté en apuros al otro lado del hilo telefónico.

jueves, 16 de marzo de 2023

MARIDOS (2022), de Lucía Alemany

 

Un accidente en los Pirineos y se descubre el pastel con dos guindas. Eso no sería nada malo si no fuera porque el pastel sólo debería tener una porque se corre el riesgo de que las guindas se conozcan y formen su propio pastel. Ya se sabe, uno se pierde entre la nata, no sabe hacia dónde tirar y resulta que la guinda amarga consigue almacenar algo de dulzura. Por otro lado, la dulce no se deja mangonear tanto. Moraleja: el carácter agrio y los desengaños de la vida no deben ensuciar lo que es un bonito adorno de amistad. Cielos, si todo ocurre en una ciudad llamada Malpaso, y entre risa y buen rollo, hay un cierto aire de película del Oeste.

En el engaño está lo común. Ahí está el meollo de la cuestión. Dejar de gruñir y abandonar esa actitud de tragar con todo es fundamental para recuperar la autoestima y llegar a tener certezas como que se ha querido y se ha sido un padre de aprobado justito. Y todo se escribe en la nieve. En ese sitio donde los chascarrillos se desparraman en el telesilla, donde lo bueno parece que dura poco, donde los quitanieves nunca quitan nada y donde las iras deben dejarse en el gorro de lana. La lógica es para los machotes y más vale hallar una solución que sea cómoda para todos. Al fin y al cabo, el elemento de disensión tiene más cara que espalda y una media colgada en el pomo de la puerta para hacerse un Carradine. ¿No saben lo que es? Mejor buscarlo por el móvil.

Así que ahí, en plena montaña oscense, en un pueblo de nombres míticos donde la gente tuvo que vivir sin perdón y donde los ríos míticos se juntan con chicas de un millón de dólares, tenemos a dos actores que saben decir la frase más vulgar de la forma más graciosa, como si fuera lo más natural del mundo, y que se llaman Ernesto Alterio y Paco León. Con bata blanca se encuentra Raúl Cimas, que también le pone gracia al asunto. Y la dirección de Lucía Alemany es simpática y muy precisa. El resultado es una película con cierta clase en sus carcajadas, con algo de estilo en sus risas y con alguna elegancia en sus sonrisas. Y se deja ver con los esquíes en la mano y el frío húmedo en los pies.

Así que hay que ir preparando esos interiores de madera acogedora para que los niños se sientan como en casa. De paso, toda esa temporada en las alturas va a servir para dejar atrás unas cuantas frustraciones que estorban un poco, caray. Al fin y al cabo, el dialogo no fluye cuando uno se agarra al limón y otro sólo quiere naranjas. La culpa es de quien se aprovechó con premeditación y alevosía y que se tomó una temporada de vacaciones en tierra de abrigo y forfait. Aludes, dibujos, peleas de bar, presentaciones a ras de suela, doctoras sabihondas, unas ganas de reírse de lo políticamente correcto que resulta arrebatadoramente sano, alguna que otra parada de ritmo, un conato de que la historia se va de las manos y vuelta, unas botas de nieve que quitan el sentido, unas miradas que hablan por sí solas…y la comedia deja de ser tonta porque exhibe algunos rasgos de ocurrencia. Es que no hay nada como reírse de lo que uno se tiene que reír mientras se hace barbacoa con carne de jabalí.

Ah, y hay que ser buenos y no montar un escándalo por un engañito de nada. No sea que les tomen por locos y suene alguna melodía de desierto y revólver con pitido de prolegómeno. Al día siguiente, lo mismo todo vuelve a la normalidad y sólo quede el suave rastro de un perfume de hombre. Hay que darse cuenta de que si se tiene un amigo, se tiene una montaña de afecto. Aunque el nexo de unión haya sido la engañifa de creerse únicos en la vida de alguien. 

miércoles, 15 de marzo de 2023

IMPACTO (1949), de Arthur Lubin

 

Todo parece ir bien en el matrimonio de Walter Williams hasta que las evidencias son acusadoras. Su mujer, siempre tan adorable y tan dispuesta, no le ama. Tanto es así que ha tejido toda una trama para eliminarle y quedarse con su dinero y con su amante. Sin embargo, el destino suele ser un caprichoso burlón y las cosas no salen como estaban previstas. Parece que Walter ha muerto, pero el amante ha desaparecido. Un accidente, las llamas, un terraplén demasiado acentuado…es mejor esconder la cabeza y olvidarse de que el mundo existe. Puede que la belleza se halle en unas manos engrasadas y el placer esté en apretar unas cuantas tuercas. Tal y como se hizo en una juventud que pasó rápidamente porque cabalgaba a lomos de la ambición. Luego ya vinieron los triunfos, los negocios bien cerrados, el lujo e Irene. Todo lo que un hombre puede desear. Lo malo es que también puede ser todo lo que otro hombre puede desear, por supuesto, con la colaboración de su esposa. El fuego puede haberlo destruido todo y se hace muy atractiva la idea de comenzar de nuevo arreglando cualquier motor de coche en una gasolinera perdida en un precioso y tranquilo pueblo de Idaho.

El pasado no llama a la puerta. No le hace falta. Quizá ha comprendido que se arrebató todo a Walter y que merece la oportunidad de ser feliz en otro lado, con otra mujer que destaca por su decisión y coraje. Puede que ése sea el problema. Con esa decisión y ese coraje, convencerá a Walter para volver y salvar a su maldita esposa, ahora encarcelada porque está acusada de un crimen que, en realidad, no ha cometido. Todo se embrolla porque, entonces, el acusado pasa a ser Walter. Menos mal que aún hay policías como el Teniente Quincy, capaces de robar un beso a la mujer más atractiva de la ciudad, utilizar la inteligencia como arma definitiva y tener la capacidad de resolver un enredo de muerte y engaño que parece no tener fin. Walter merece esa oportunidad. Aunque quizá no sea en Idaho.

Excelente película de serie B, con Brian Donlevy, Helen Walker, Ella Raines y, por encima de todos ellos, un maravilloso Charles Coburn en la piel del Teniente Quincy, aportando, más que humor, brillantez a cada una de sus acciones. Su profesionalidad y dedicación y sus tronchantes diálogos con su jefe inmediato hacen de él, con mucho, el personaje más atractivo de este título dirigido por Arthur Lubin, un realizador muy competente, responsable de una película como Pasos en la niebla y que vio acabada su carrera por culpa del uso y el abuso del alcohol. En cualquier caso, aquí, hace un trabajo excelente, construyendo la historia con paciencia y dejando que el espectador junte unas cuantas piezas que, en principio, parecen rozar la incongruencia. Eso, de todas formas, es bastante normal cuando hay alguna muerte de por medio. La incoherencia acaba traicionando a los culpables y siempre hay algún oído indiscreto que escucha lo que no debe o que da la pista definitiva para que el impacto se sienta en los causantes de la conspiración. Es la ley. Es la vida.

martes, 14 de marzo de 2023

ESCALA EN HAWAI (1955), de John Ford y Mervyn Le Roy

No es fácil hacerse con la tripulación de un barco. El Teniente Roberts lo sabe. A pesar de sus buenas intenciones al querer que todos estén unidos antes de entrar en acción para que cada uno dé lo mejor de sí mismo, tiene que enfrentarse a un capitán que le gustan las tiranteces, a un médico que le gusta echar un traguito de vez en cuando y a un alférez algo díscolo que le gusta hacer las cosas a su manera. En realidad, Roberts tiene su principal campo de batalla en ese maldito capitán que le disfruta humillando a la gente con sus órdenes. Ése no es el mejor estado de ánimo para que, bajo el fuego de los cañones, la tripulación lo haga mejor. Todo lo contrario. Estarán con la presión en la espalda y con el enemigo enfrente. Hay que facilitarles la vida.

Por otro lado, Roberts trata de enlazar los deseos del capitán con las inquietudes de la marinería. Se trata de encajar dos piezas de dimensiones muy diferentes. La vida a bordo tiene algo de comedia y también algún que otro momento para el drama. No es fácil navegar entre dos aguas y salir airoso del asunto. Sin duda, ese barco zarpará para cumplir con su obligación, pero no se sabe muy bien cómo. No hay que preocuparse demasiado por lo que se dijo antes, es posible que ahora las cosas hayan cambiado y se diga lo contrario. La película trata de ir un poco más allá y ofrecer un lado divertido y, también, una cara triste. La vida militar tiene esos momentos. Nada es invariablemente simpático. Y aún así tiene sus compensaciones, sus instantes de relajación donde la risa aparece como por arte de magia. Es lo que tiene si hay un alférez a bordo durante catorce meses y el capitán no recuerda de ninguna manera quién es.

Mucha historia se halla detrás de esta película. Nacida de un éxito en Broadway que el propio Henry Fonda representó durante dos años sobre los escenarios, los productores quisieron que Marlon Brando o Tyrone Power interpretaran el papel principal, pero Ford batalló porque fuera el propio Fonda el protagonista. Estaba convencido de que lo pasarían bien, eran viejos camaradas y todo iría como la seda. Nada más lejos de la realidad. El punto de vista de Fonda, más cercano a la obra de teatro, opositaba fieramente con el de Ford, que pretendía ofrecer algo más nuevo. La ruptura total entre ambos se dio cuando, en una reunión, Ford golpeó en el rostro a Fonda con un puñetazo. El director dimitió en ese mismo instante y la película naufragó porque nunca se decide sobre el camino a tomar. Estuvo nominada a los Oscars de aquel año y significó el primero para Jack Lemmon como mejor actor secundario. El reparto era de auténtico lujo porque, además de Fonda y Lemmon, se hallaba James Cagney en la piel del capitán y William Powell en su última aparición en el cine. Mervyn Le Roy, con la ayuda de Joshua Logan que había dirigido la versión teatral, acabó la película. El resultado está lleno de amabilidad, de diálogos brillantes, de actuaciones estupendas y, sin embargo, algo de alma falta en esta adaptación. Como si, en algún lugar del barco, se hubieran dejado las risas que podrían haber hecho de ella un gran éxito. Es una especie de estación intermedia entre El motín del Caíne y Operación Pacífico. Y es una lástima. Porque el sol sí que aparece en el horizonte de esta historia. Pudo llegar muy alto.