Se crea o no, hace dos o tres años tuve un pequeño intercambio de correos electrónicos con Tony Curtis. Se mostró siempre dispuesto, simpático y agradecido por la admiración que mostré hacia él y por mi insistencia en llamarle "actor" cuando la historia no había sido muy amable con su talento. Hoy quiero rendirle homenaje por aquellas letras y porque sinceramente pienso que ha sido uno de los más injustamente menospreciados actores de la Historia del Cine. El martes, por supuesto, homenajearemos como es debido a Arthur Penn, que también nos ha dejado como si nos hubieran ametrallado.
Antes de comenzar el rodaje de Fugitivos, de Stanley Kramer, fueron presentados en el despacho del director los dos protagonistas, Sidney Poitier y Tony Curtis. En una época difícil para la gente de color, Poitier saludó con cierta desconfianza a su compañero y se le quedó mirando como intentando escrutar los sentimientos de Curtis con respecto a los negros: El actor judío, avispado y leyendo el pensamiento del otro, le espetó: “No me mires así. Yo llevo 2.000 años de persecución y aquí estoy”.
Mucho antes de convertirse en un ser algo grotesco, obsesionado por la juventud, con peluquín y cierto aire patético, Tony Curtis fue un excelente actor, de físico impresionante al que se le negó el prestigio que merecía porque se insistió una y otra vez en considerarle un guapo al uso antes de un intérprete de grandes cualidades. Solvente en el drama y elegante en la comedia, se le encasilló siempre como irremediable galán en una filmografía que abarca cerca de ochenta títulos y de los cuales sólo algunos son verdaderamente destacables. Para empezar, y esto es algo que mucho espectadores desconocían, Tony Curtis era dueño de una voz excepcional. Es, quizá, la voz soñada por cualquier poeta por oír recitados sus versos. Ha realizado trabajos, simplemente, perfectos, despojándose de toda esa aureola de belleza apolínea que le ayudó al principio de su carrera. Todos sus compañeros alabaron su estupendo sentido del humor en los rodajes al tiempo que criticaban, con razón, su enfermiza pasión por las mujeres. También es cierto que hace mucho, mucho tiempo que dejó de ser un actor para convertirse en algo parecido a un guiñapo, una sombra lamentable que se ha paseado por película que, por sí solas, harían sonrojarse de vergüenza a un actor con más sentido del ridículo, pero no por ello Tony Curtis merece el olvido más absoluto.
Su carrera comenzó con su verdadero nombre, Bernie Schwartz, y aparece por primera vez, casi de extra, en El abrazo de la muerte, de Robert Siodmak, en la que está en primer término en una sala de baile atestada de gente. La cuestión se repite, dándole alguna línea de diálogo, una y otra vez, por ejemplo, en Winchester 73, de Anthony Mann, hasta que un director de fotografía reciclado en realizador, Rudolph Maté, repara en la enorme fotogenia de aquel joven y le da el papel protagonista de todo el elenco juvenil de la cinta de aventuras Su Alteza, el ladrón, una de esas películas de ambiente exótico y serie B que obtiene un discreto éxito entre el público adolescente y le proporciona al actor un buen número de películas de corte parecido. Una de ellas, El gran Houdini, de George Marshall, es la oportunidad perfecta para saltar al estrellato. De hecho, cuando Curtis recibe el guión éste no es más que una especie de sucesión de los más famosos trucos del legendario ilusionista. Curtis intenta convencer a los responsables de que el personaje da para mucho más. Se modifica el guión y aunque la película, ni mucho menos, se ajusta a la verdad ni tampoco es excepcional, el taquillazo fue mayúsculo. El film es toda una exhibición física del actor que dota al personaje de una cierta hondura psicológica que hace que los más avezados se den cuenta de que ahí hay un actor en estado de formación.
Se casa con la actriz Janet Leigh (ambos son padres de la también actriz Jaimie Lee Curtis) y vuelve con las aventuras, éxito comercial seguro, género del que no le dejan moverse hasta que se necesita a un actor atlético y de calidad que complete el dramático triángulo pasional y circense de Trapecio, de Carol Reed. Curtis prepara el papel a conciencia y, aunque en algún momento es doblado en las escenas de riesgo, contó con la supervisión del propio Burt Lancaster, su compañero en la cinta y un duro rival que hace que el actor se crezca y se empiece a ver que, quizá, ese chico merecería algo más que empuñar espadas y escudos y conquistar a la chica de turno. Así que Blake Edwards le da el papel protagonista de esa historia sobre el arribismo que es El temible Míster Cory y Alexander MacKendrick le pone otra vez frente a Lancaster en la exquisita Chantaje en Broadway. Su amigo Kirk Douglas le ofrece una espléndida oportunidad en un film de aventuras de calidad como es Los vikingos, de Richard Fleischer, donde su sobria violencia contrasta con la brutalidad que emana del personaje como el enfrentamiento entre dos formas de vida. A continuación, la notable Cenizas bajo el sol, de Delmer Daves, y la confirmación a través de Fugitivos, película con muchos defectos pero que él aprovecha para realizar una estupenda interpretación que le vale su única nominación al Oscar al mejor actor que pierde ante el David Niven de Mesas separadas.
Billy Wilder le escogió (después de descartar a Frank Sinatra) para una de las mejores comedias de todos los tiempos: Con faldas y a lo loco. Y esta sublime imitando la manera de expresarse de Cary Grant (ya lo dice Jack Lemmon en una escena: “Nobody talks like that!”), desternillante en su travestismo descarado y ocurrente y avispado en su tierna conquista. Su belleza casi femenina le llevó a presentarse a un casting de chicas con las demás miembros de la orquesta de señoritas del film…y consiguió el empleo. Bromeó a gusto con Lemmon, hizo experimentos de todo tipo con su atuendo de mujer y se le tuvo que mezclar la voz en las secuencias en las que fingía su sexo porque sus cuerdas vocales no aguantaban. Una interpretación prodigiosa en la que disfrutó y de la que llegó a decir que “es mi trabajo preferido”.
Operación Pacífico, de Blake Edwards, le puso al lado de su modelo a imitar, Cary Grant, en una comedia elegante y pícara (la elegancia la ponía Grant y la picardía la ponía él) y no se amilanó ante tamaño reto. Curtis se convirtió, con esta película, en un maestro de la comedia ligera a la que dotó de un notable peso.
Después de una interpretación dramática como es Perdidos en la gran ciudad, mediocre adaptación de una obra teatral de éxito por parte de Robert Mulligan, Kirk Douglas le vuelve a ofrecer un papel lleno de sensibilidad en la piel del poeta Antonino en el Espartaco, de Stanley Kubrick. Su interpretación está llena de delicadeza y de amor en una película en la que se evidencia la plenitud de su físico y realiza una hermosa actuación a la altura de los mejores. Hablando de los mejores, durante el rodaje de la película tuvo que quitarse de encima de un modo ciertamente expeditivo las continuas insinuaciones que le hacía Laurence Olivier (bisexual declarado) que, cuando hizo una alusión a cómo conservaba su espectacular físico, Curtis le dijo: “Ahora te lo voy a mostrar, Larry”. Le cogió de la mano, le llevó a su camerino, le hizo tumbarse desnudo boca abajo y le dijo: “Me echo aquí…” y después de un silencio angustioso, añadió: “…y hago que me den un masaje…¿A que te has asustado, Larry?”. Olivier ya no volvió a molestarle.
A continuación, interviene en la superproducción Taras Bulba, de Jack Lee Thompson, una mediocre película que nunca debió haberse hecho y conoce a Christine Kauffman, una joven de diecisiete años con la que inicia una relación que marca el final de su matrimonio con Janet Leigh y el comienzo de una etapa marcada por una incontinencia sexual casi enfermiza. Realiza un cameo en la estupenda El último de la lista, de John Huston, irreconocible bajo el maquillaje como el hombre del organillo y protagoniza la más que aceptable comedia de reencarnaciones de Vincente Minnelli Adiós, Charlie, la elegante farsa de Richard Quine La pícara soltera (una película ejemplar que se desinfla lastimosamente al final y que es más famosa porque marcó su sonado romance con su compañera de reparto Natalie Wood), la parodia de La carrera del siglo, de Blake Edwards y la estupenda comedia de enredo donde se muestra divertido y dominando los ágiles resortes teatrales en Boeing, Boeing, de John Rich, donde también presenta preocupantes síntomas de declive físico con tan sólo cuarenta años de edad.
Pero Tony Curtis aún nos tenía reservada una sorpresa de las grandes. Su escalofriante, impresionante y, a la vez, patético psicópata de
El estrangulador de Boston, de Richard Fleischer. Basada en hechos reales y, en concreto, en la triste historia del asesino en serie de personalidad múltiple Albert di Salvo, el actor está eminente en la que es la mejor interpretación de toda su carrera. Con un dominio absoluto de la expresión facial y corporal, sobrecogedor en su duelo con Henry Fonda en esa sala desnuda con el espejo como único testigo delator de la bestia que lleva dentro, casi no existen palabras para describir un trabajo que, en principio, no parecía el más indicado para un actor de sus características. Pero en una palpable demostración de talento, el asesino psicópata creado por Curtis hace que sintamos por él más compasión que miedo, única excepción de la galería de criminales en serie de los que se ha ocupado el cine. Y aunque su declinar físico es ya más que evidente, ello no hace más que favorecer la idea de que existen profundos y oscuros surcos en el cerebro de su inquietante personaje. Se habló de una posible nominación (hubiera estado entre los favoritos a la victoria) pero no llegó a ella y, ante tan incomprensible olvido,
la Academia se justificó con
“las siniestras resonancias de su personaje”.
Pero, desde aquí, la cuesta abajo se hizo imparable salvo por su intervención en la serie televisiva de éxito
Los persuasores (que le hizo inmensamente rico). Producciones infumables (y tan sólo merece destacarse su fugaz aparición, haciendo casi de sí mismo, en
El último magnate, de Elia Kazan), la presencia de la calvicie que él ha intentado disimular con los más diversos y estrambóticos métodos, intervenciones en películas tan lamentables como pseudo-erótica
Casanova, de Franz Antel; el
cameo estelar en el último capricho de
la Mae West más excéntrica y momificada en
Sextette, de Ken Hughes; o la inimaginable versión moderna de
Otelo, dirigida por el pintoresco y deleznable Max Boulois; el matrimonio con una actriz porno…El ridículo, el olvido, la estrella en fase roja descolgándose, en caída libre, de un firmamento que debió ser suyo.
Recientemente, se eligió Con faldas y a lo loco como la mejor comedia de todos los tiempos y Tony Curtis, entregado al arte de la pintura que ha ejercido con notable éxito, concedió una entrevista. Detrás de esa máscara grotesca, de ese tupé esperpéntico, de esa sombra distorsionada de hombre, había un actor que aún conservaba muchas líneas del diálogo de sus películas, grandes recuerdos contados con maestría y gracia, la suficiente soltura como para imitar a un hombre que imita a una mujer y, desde luego, con el intacto hechizo de su voz que, para mí, siempre caminará, como un río, sobre el cauce de aquellos versos que recitaba en Espartaco y que ahora seguro que él volvió a recordar:
Cuando el sol abrasador ilumina el cielo de occidente,
cuando el viento muere en las montañas,
cuando el canto de la alondra apenas se oye,
cuando las cigarras dejan de cantar en los campos,
y la espuma del mar duerme como una doncella en reposo,
y el crepúsculo dora el contorno de la errante Tierra,
yo regreso al hogar.
A través de las sombras azules y bosques rojizos,
yo regreso al hogar.
Vuelvo a la tierra que me vio nacer,
con la madre que me llevó en su vientre y el padre que me educó,
hace mucho tiempo, mucho tiempo, mucho tiempo.
Ahora estoy solo, perdido en un mundo lejano y errante,
pero cuando el sol abrasador empieza a ocultarse,
cuando el viento muere y la espuma del mar duerme,
y el crepúsculo dora los campos,
yo vuelvo al hogar.
Feliz regreso al hogar, Tony.