Debido a la festividad de Todos los Santos, mañana no habrá artículo. Os veo el jueves día 2.
Louise May Foster es
una pobre chica de provincias que lo ha tenido muy claro desde que vivía con
sus padres. El dinero no es la felicidad. Más bien es una fuente de problemas.
Su padre decía lo mismo, pero su madre era todo lo contrario y, claro, lo
primero que tenía que hacer Louise era buscarse un marido. A ser posible,
pobre, porque la muy tonta tiene al potentado de la ciudad detrás de ella y no
le hace ni caso. Así que cuando se presenta con el anillo en el dedo diciendo
que se ha casado con un cualquiera, su madre se pone a aullar como un coyote y
se siente tan pequeña, tan pequeña, como se ha sentido su marido durante muchos
años.
El afortunado es Edgar
Hopper, un tipo que promete a Louise no trabajar mucho porque ella ha de ser su
única ocupación. Si viven en una cabaña andrajosa, no pasa nada. Si hay goteras
y se clavan los alambres del sofá, todo va bien. Sin embargo, ese puñetero
potentado le introduce el veneno de la competencia al pobre Edgar. Y el pobre
Edgar, resuelto e inteligente, se convierte en el rico Edgar. Tan rico que no
puede dejar de amasar dinero y se muere de tanto trabajar. Louise se convierte
en viuda.
Rota de dolor, se va a
París y conoce a un taxista que, además, es pintor. Uno de esos locos que cree
en el arte trascendente y esas tonterías. El caso es que inventa una máquina
para pintar y a ella se le ocurre que se ponga música para que la máquina se
mueva al compás de Mendehlsson, o Beethoven, o lo que sea. Ya la hemos liado.
El tipo consigue introducirse en los circuitos comerciales del arte y va a
quemar la máquina. O va a ser devorado por ella, no sé. El caso es que Louise
se convierte en viuda.
De regreso a casa,
conoce a un tipo que ya es rico de por sí. Es el multimillonario Rod Anderson.
Y es un romántico que siempre dice lo mismo. “Recuérdame que te diga que te quiero”. Es bonito. Es romántico. Y
es puro lujo. Ella se viste como una auténtica princesa, con los diseños más
bonitos y atrevidos y visitan los lugares más increíbles del mundo. Mientras
tanto, no deja de recordarle a Rod que le diga que la quiere. Hasta que Rod,
cansado de ganar tantos millones, deja a Louise que se convierta en viuda, por
si no lo había probado antes.
Nada como distraerse
con algún espectáculo. Y Louise conoce a Pinky Benson. La verdad es que Pinky
es un artista que aún no ha destacado. Él es feliz cantando y bailando y
haciendo el payaso en una taberna, pero el amor…ah, el amor que Pinky encuenta
en Louise hace que sus facultades se exalten y el éxito está ahí mismo a la
vuelta de la esquina. A Pinky, sin embargo, le estalla el corazón de amor. Y
Louise se convierte en una viuda musical.
Menudo camino lleva la
pobre Louise. Sabe que el dinero ha sido la causa de todas sus desdichas, así
que quiere devolver su fortuna al fisco estadounidense, pero es tal cantidad
que creen que está loca. Su psiquiatra, el doctor Stephenson, también cree que
ella llama al dinero y al éxito así que le propone en matrimonio, pero ella
reconoce en el fregador del despacho a aquel tipo que espoleó la competencia
del pobre Edgar y se pregunta si no tomó la decisión más inadecuada en aquel
momento.
Shirley McLaine nos enseña una colección de maridos. Y ahí están Dick Van Dyke, Paul Newman, Robert Mitchum, Gene Kelly y Dean Martin. Sucesivamente se va creyendo que está dentro de una película de cine mudo, de una película francesa sacada directamente de la nouvelle vague, de una producción tan lujosa que deja de baratillo a cualquier producción lujosa, o de una producción musical con sus números de baile y sus escenarios increíbles. Una vida de película para decir que lo mejor es seguir el instinto. Lo malo de todo es que podría haber sido un largometraje divertido y se quedó en aceptable. Puede que Jack Lee Thompson no fuera el mejor director para algo así, pero sólo por ver a McLaine dejando en la cuneta a cada uno de sus maridos, es posible que merezca algo la pena. Siempre que nadie se quede viudo, claro.