La vida es ese camión temible que siempre sigue su paso por muchos
obstáculos que encuentre por el camino. Abrir los ojos es una de las mejores
experiencias que puede tener un niño para que, un día, sea capaz de ser un adulto
equilibrado a pesar de que el entorno, las fuerzas de la naturaleza humana y el
devenir de los acontecimientos empujen hacia la inestabilidad. No es que los
jóvenes estén equivocados. Es que ellos miran asombrados cuán equivocados
estamos los adultos, cómo nos complicamos la vida hasta límites
incomprensibles, cómo destruimos a conciencia todo lo que hemos conseguido. Y
eso es muy difícil de asimilar.
Divorcios, evidencias de que el
tipo no es el ideal, el padre que es un enamorado de la música además de un
irresponsable que destaca por su levedad, una casa aquí, otra allí, el colegio,
el primer rapado que llama la atención, el primer amor que, siempre y sin
excepción, se piensa que es para toda la vida y apenas dura. Así se construye
un adulto. Con la mirada atónita. Con el asombro en la cara aunque juegue al
escondite permanente. Con la inseguridad del siguiente paso en una vida que no
ofrece seguridades, solo vaivenes, solo espacios temporales para la vacilación,
para el arrepentimiento, para el error garrafal, para las pequeñas victorias
que tanto saben a domingo por la mañana. Es la vida, escena a escena, hasta que
llega un momento de plenitud en el que se sabe con toda certeza de que ahí está
lo que se andaba buscando y de que eso son las puertas de la felicidad cuando
no se tiene ninguna conciencia de que ésa y solo ésa es la misma felicidad.
Richard Linklater, director
independiente por naturaleza y convicción, prolongó el rodaje de esta película
durante doce años para que al protagonista le diera tiempo a crecer y así
ofrecer una cuidada visión realista del insensato proceso de madurez al que
sometemos a nuestros hijos. El experimento podrá tener algo de valor
sociológico, podrá incluso fascinar a los observadores de una realidad que pasa
sin grandes acontecimientos, con solo algún momento aislado de un interés algo
fingido, pero cinematográficamente no deja de ser un ejercicio corriente y moliente
de algo por lo que no hacía falta esperar doce años. El resultado habría sido
exactamente el mismo. Salvo un reconocimiento de la paciencia del director y de
esa obsesión suya por retratar el proceso de cambio en las personas por culpa
del tiempo, hay muy poco de nuevo en todo esto cuando François Truffaut ya nos
regaló Los cuatrocientos golpes con
sus sucesivas secuelas. En todo el intento, parece que hay implícita una cierta
apariencia, un deseo de no solo ser independiente de la enorme maquinaria
industrial del cine, sino también de parecerlo y eso resta valor al supuesto
experimento porque, aún admitiendo que Linklater, sin duda, ha dejado
improvisar a gusto a sus actores, no dejan de ser viñetas normales, rutinarias,
muy sabidas, muy tópicas y, lo que es peor, muy insulsas.
Y es una lástima porque, quizá,
el proceso de maduración de un adolescente sea uno de los pasos más
apasionantes que puede dar un ser humano. Linklater dibuja al joven
protagonista como alguien que se hace a sí mismo, a pesar de las dificultades
vitales que le rodean y eso solo se consigue a través de una comprensión que va
más allá de la perplejidad y, por supuesto, mucho más allá de las tonterías
idiosincrásicas de las distintas edades. No es que el chaval llegue a un cierto
momento y ya se haga hombre, es que los acontecimientos, lo que vives, el
desarrollo de la empatía y la capacidad de superación de los problemas es lo
que te convierte en adulto y Linklater, a pesar de sus dos horas y cuarenta
minutos, no llega a tocar todos los palos y los que toca suenan un poco a
hueco. Es lo que pasa cuando se quiere ser tan independiente y, además,
presumir de ello. Con todo el respeto para los independientes, que los hay y
muy buenos.