viernes, 30 de enero de 2015

BOYHOOD (2014), de Richard Linklater

La vida es ese camión temible que siempre sigue su paso por muchos obstáculos que encuentre por el camino. Abrir los ojos es una de las mejores experiencias que puede tener un niño para que, un día, sea capaz de ser un adulto equilibrado a pesar de que el entorno, las fuerzas de la naturaleza humana y el devenir de los acontecimientos empujen hacia la inestabilidad. No es que los jóvenes estén equivocados. Es que ellos miran asombrados cuán equivocados estamos los adultos, cómo nos complicamos la vida hasta límites incomprensibles, cómo destruimos a conciencia todo lo que hemos conseguido. Y eso es muy difícil de asimilar.

Divorcios, evidencias de que el tipo no es el ideal, el padre que es un enamorado de la música además de un irresponsable que destaca por su levedad, una casa aquí, otra allí, el colegio, el primer rapado que llama la atención, el primer amor que, siempre y sin excepción, se piensa que es para toda la vida y apenas dura. Así se construye un adulto. Con la mirada atónita. Con el asombro en la cara aunque juegue al escondite permanente. Con la inseguridad del siguiente paso en una vida que no ofrece seguridades, solo vaivenes, solo espacios temporales para la vacilación, para el arrepentimiento, para el error garrafal, para las pequeñas victorias que tanto saben a domingo por la mañana. Es la vida, escena a escena, hasta que llega un momento de plenitud en el que se sabe con toda certeza de que ahí está lo que se andaba buscando y de que eso son las puertas de la felicidad cuando no se tiene ninguna conciencia de que ésa y solo ésa es la misma felicidad.
Richard Linklater, director independiente por naturaleza y convicción, prolongó el rodaje de esta película durante doce años para que al protagonista le diera tiempo a crecer y así ofrecer una cuidada visión realista del insensato proceso de madurez al que sometemos a nuestros hijos. El experimento podrá tener algo de valor sociológico, podrá incluso fascinar a los observadores de una realidad que pasa sin grandes acontecimientos, con solo algún momento aislado de un interés algo fingido, pero cinematográficamente no deja de ser un ejercicio corriente y moliente de algo por lo que no hacía falta esperar doce años. El resultado habría sido exactamente el mismo. Salvo un reconocimiento de la paciencia del director y de esa obsesión suya por retratar el proceso de cambio en las personas por culpa del tiempo, hay muy poco de nuevo en todo esto cuando François Truffaut ya nos regaló Los cuatrocientos golpes con sus sucesivas secuelas. En todo el intento, parece que hay implícita una cierta apariencia, un deseo de no solo ser independiente de la enorme maquinaria industrial del cine, sino también de parecerlo y eso resta valor al supuesto experimento porque, aún admitiendo que Linklater, sin duda, ha dejado improvisar a gusto a sus actores, no dejan de ser viñetas normales, rutinarias, muy sabidas, muy tópicas y, lo que es peor, muy insulsas.

Y es una lástima porque, quizá, el proceso de maduración de un adolescente sea uno de los pasos más apasionantes que puede dar un ser humano. Linklater dibuja al joven protagonista como alguien que se hace a sí mismo, a pesar de las dificultades vitales que le rodean y eso solo se consigue a través de una comprensión que va más allá de la perplejidad y, por supuesto, mucho más allá de las tonterías idiosincrásicas de las distintas edades. No es que el chaval llegue a un cierto momento y ya se haga hombre, es que los acontecimientos, lo que vives, el desarrollo de la empatía y la capacidad de superación de los problemas es lo que te convierte en adulto y Linklater, a pesar de sus dos horas y cuarenta minutos, no llega a tocar todos los palos y los que toca suenan un poco a hueco. Es lo que pasa cuando se quiere ser tan independiente y, además, presumir de ello. Con todo el respeto para los independientes, que los hay y muy buenos.                                         

jueves, 29 de enero de 2015

INTO THE WOODS (2014), de Rob Marshall

Los deseos son niños que luego crecen y se hacen grandes. Y, tal vez, se cumplan pero habría que dejar abierta la posibilidad de que es posible que hubiera sido mejor que no lo hicieran. Puede que los príncipes no sean tan azules y sean unos seres bastante inútiles, bastante presumidos y, sobre todo, bastante díscolos. A lo mejor Caperucita Roja sea una niñita bastante irritante que no es que se extravíe por el camino, sino que le gusta salirse del sendero.  Diablos, hasta las brujas son guapas si se ponen a deshacer hechizos.
Y es que si hay un antónimo de la palabra “vida” ése es “cuento”. Por regla general, la que friega los suelos no suele irse con el príncipe; puede que la madre que quiso tener hijos no tenga la oportunidad de criarlos y el hecho de encontrarse unas habichuelas mágicas se puede convertir en el detonante de una invasión de una gigante mal encarada que pide cuentas al muchacho que se cargó a su marido. Eso, con toda probabilidad, es lo que pasaría si metiéramos las normas no escritas de la vida dentro de un mundo de fantasía. Es la perversión de las reglas. Las cosas deben ser al revés.
Sí, porque si a la vida no le ponemos fantasía, se queda en una bruja molesta que solo se moverá por venganza. Si no le ponemos fantasía, no tendríamos la ilusión de tener hijos, de crear una nueva vida a partir de la nuestra. Si no le ponemos fantasía no iríamos al cine a distraernos un rato del viento que hace ahí fuera. Si no le pongo fantasía, malamente podría escribir más de dos o tres líneas acerca de cualquier película. Todo debe ser al revés. Incluso las ganas de cantar deben ser ahogadas para dar paso a un cierto estilo recitativo que puede cansar a unos y agradar a otros.
Y así, con ojos de realidad, nos adentramos en un bosque encantado de árboles retorcidos y criaturas de la noche. Las brumas pueblan cada uno de los rincones en los que se mueve la magia de un mundo que no existe. El final no es el final y los niños se dan cuenta de que los cuentos no son como se los han contado. Son crueles, cómicos e, incluso, ridículos pero la fantasía es lo que cuenta porque es el ingrediente que pone luz en la noche, pone orientación en la pérdida de rumbo, pone la mirada de ensueño y el ansia en el ánimo. Apenas nada.

El director Rob Marshall realiza una aceptable película que reúne aciertos y errores a partes iguales. En positivo está siempre Meryl Streep, que canta, actúa y conquista. Junto a ella habría que destacar el maravilloso trabajo de Emily Blunt y la sobriedad que despliega el director, tratando de contar (y nunca mejor dicho) con claridad narrativa el confuso reino de los sueños y de los deseos. En negativo está todo un aire de no creerse demasiado esta fábula algo evidente, ligeramente pesada en algún rato y tan fragmentada que se diluye en su verdad. Más allá de eso hay momentos de humor, música que no se acaba de recordar salvo, tal vez, el Agony que cantan los dos príncipes y la exhibición de Streep con Last midnighty alguna que otra sorpresa pero todo esto no es suficiente para hacer pensar que estamos ante una fantasía que se eleva de la realidad y ante una realidad que huye de la fantasía. Nada es lo que parece y, al mismo tiempo, todo lo es. No hay colorines colorados. No hay felices que comen perdices. Solo la vida, tal cual es, nada más.

martes, 27 de enero de 2015

ROD TAYLOR: UN PUÑADO DE POLVO



Su rostro parecía una roca cincelada a medias, como si el escultor se hubiera cansado de tanto trabajo y hubiera abandonado premeditadamente su obra. Eso le daba a Rod Taylor un aire de héroe duro pero también tierno, de ojos profundos y colores sospechosos, de barba nunca rasurada del todo y pelo pensado al milímetro. Era un galán pero también un granuja. Era un héroe de mandíbulas apretadas y vigor suelto. Nunca fue una estrella aunque tal vez nunca necesitó serlo, pero en los años sesenta hizo un puñado de buenas películas que permanecen en la memoria de todos. Tal vez porque en él había un aire de despreocupación, de baja intensidad, de certeza de estar actuando, de verdad y mentira a partes iguales.
El primer aviso lo dio con un breve papel en la excelente Mesas separadas, de Delbert Mann mientras deambulaba de una serie a otra intentando que su rostro fuera conocido para el público. Bien es verdad que ya se había paseado en películas muy conocidas como Gigante o El árbol de la vida pero aún no había la suficiente dureza en su rostro porque el escultor aún estaba trabajando en él. Se llamaba tiempo.
El salto a la fama ocurrió con esa maravillosa película de George Pal titulada El tiempo en sus manos. Con ella, Taylor pudo viajar al futuro mientras veía al maniquí de la tienda de enfrente de su casa cambiar de ropa, de moda y hasta de aspecto. Fue el científico perfecto, capaz de expresar con su cara a medias la aventura de no salir de su casa mientras el tiempo, ese escultor, se esforzaba en cambiarlo todo a su alrededor. En ella, vimos cómo Taylor descubría la estupidez humana, siempre empeñada en enfangarse en guerras estúpidas, guerras de cobardía y mansedumbre, guerras que para él, viajero del tiempo, eran totalmente incomprensibles. El científico que incorporaba (y que, para colmo, se llamaba H. George Wells, como el autor del relato) no era más que un testigo que nacía en cada época y moría con cada estupidez. Mejor cada uno en su minuto, cada uno en su día, cada uno en su entorno.
Siguió haciendo televisión mientras le llegó la mejor oferta que jamás recibió: encarnar al abogado Mitch Brenner que pasa un fin de semana con su familia en Bodega Bay en la espectacular Los pájaros, de Hitchcock. Ahí supo dar la talla como un hombre de movimientos seguros, de serenidad nunca perdida, de pocas preguntas y mucha acción. Él protegía mientras los demás personajes se dedicaban a sufrir. Los picotazos de las aves rebeldes dolían en sus manos punteadas de sangre pero solo comete un error: deja que su hermana se lleve unos periquitos que la bella Melanie Daniels le ha regalado, mitad por coqueteo, mitad por insolencia. Así son las mujeres y los pájaros.
Fue el hombre de negocios al borde de la ruina en Hotel Internacional, compartiendo cartel con auténticas luminarias del momento como el matrimonio Elizabeth Taylor-Richard Burton, Orson Welles, la impresionante Margaret Rutherford o esa secretaria secretamente enamorada de él bajo el rostro de Maggie Smith. Ésa era una de las ventajas de Rod Taylor y era que nunca desentonaba. Es verdad que nunca estaba en cabeza pero daba textura a las historias en las que intervenía. Y lo hacía con profesionalidad.
Interpretó al piloto profesional que era capaz de hacer volar cualquier cosa que tuviera motor en la nunca suficientemente valorada Los pasos del destino, de Ralph Nelson, poniendo los dientes largos a Glenn Ford y siempre llevándose a la chica. Todas quedaban fascinadas por su tranquilidad y por su voz mientras cantaba en las peores situaciones Blue moon. Es un clásico a revisar y él está ahí, dando muy bien el tipo.
Quiso hacer de oficial nazi que intenta atormentar a James Garner en 36 horas, un cambio de registro notable que, sin embargo, no tuvo eco al ser una película ciertamente mediocre. Fue El soñador rebelde para John Ford y su sustituto, el gran director de fotografía Jack Cardiff aunque no tuvo mucha suerte. La película se resintió de que Ford no pudiera darle forma y ahí se perdió una oportunidad para que Taylor escalara posiciones de prestigio. Doris Day le quiso como compañero para dos de sus aventuras domésticas como fueron Por favor, no molesten y Una sirena sospechosa, decisiones poco afortunadas que le relegaron a un actor sin trascendencia por mucho que su siguiente película es una de esos títulos notables que quedaron en el olvido: Intriga en el Gran Hotel, de Richard Quine, título que dio origen años después a la serie Hotel con James Brolin y Connie Selleca. Aquí, Rod Taylor dio la impresión de ser el único y auténtico Peter McDermott, gerente del St. Gregory Hotel de New Orleáns, colmena de intrigas, dimes y diretes, movimientos inocentes y oscuros y mosaico de todas las pasiones humanas. La película tiene una estupenda dirección y Taylor, con su tranquilidad a cuestas, transmite esa impresión de saber en todo momento lo que está haciendo, sin alterarse, llevando adelante un establecimiento al que ya nadie va porque se ha quedado perdido en algún lugar de la memoria.
Después de probar fortuna en el terreno del western en la aceptable aunque corta Chuka, de Gordon Douglas, Rod Taylor hace otra de esas películas no demasiado conocidas pero que, además de ser un notable espectáculo de acción, resulta también una especie de despedida del actor que tan buenos recuerdos trae de la década de los sesenta. El último tren a Kananga, de Jack Cardiff, una estupenda película sobre mercenarios en África que Taylor domina de principio a fin acompañado de Jim Brown. Una trepidante historia que te sumerge en las cloacas de la agitación política en el tercer mundo en medio de guerras y de una improbable caza de un botín en diamantes. Excelente despedida para un actor que ya nunca pudo remontar el vuelo.
El resto fueron mediocridades como el intento con Antonioni de Zabriskie Point, la rutinaria Más oscuro que el ámbar, dos intentos de triunfar en televisión con serie propia como Dos contra el mundo, al lado de Fernando Lamas y La caravana de Oregón, un papel secundario haciendo sombra al mítico John Wayne en Ladrones de trenes, una tonta visita al cine español de la mano de Miguel Hermoso con Marbella, un golpe de cinco estrellas que navegó vacilante entre el trazo grueso y el robo fino y, por supuesto, su última aparición en pantalla, casi irreconocible, como Winston Churchill bajo la dirección de Quentin Tarantino en la excelente Malditos bastardos.

Poco a poco, el rostro fue adquiriendo peso y perdió expresión, además de juventud. Ya no tenía la mirada tierna y el gesto hosco. Eso sí, no consiguió nunca borrar de su mejilla un puñado de polvo que parecía adherirse con facilidad en medio de sus aventuras. No fue un gran actor pero fue un actor que supo introducirse en la memoria de muchos espectadores. No fue un gran actor pero sí que fue un hombre para recordar luchando contra pájaros, contra las tribulaciones de todos los clientes de un gran hotel o contra los intereses creados de las grandes potencias en el continente negro. Y siempre nos quedará su mirada, tierna, algo somnolienta, despreocupada, segura, cine…

EL ESPEJO (1975), de Andrei Tarkovski

Elegante, pausado y lleno de opiniones interesantes fue el debate que sostuvimos en "La gran evasión" acerca de "La loba", de William Wyler. Si quieres escucharlo, hazlo aquí.

Somos los recuerdos que nos inundan. Somos deudores del inmenso cariño que se nos ha regalado a pesar de las dificultades, a pesar del agotamiento de la Historia. Somos viento sobre la hierba que pasa sin dejar rastro y que apenas agita las hojas. Somos nada y somos todo. Somos todo y somos todos. El espejo está ahí, generación tras generación, para dar a entender que la vida es un señuelo y que la muerte espera, hagamos lo que hagamos. Con todas nuestras decepciones, con todas nuestras esperanzas, con todas las delicadezas y todas las brutalidades. Ahogamos nuestros sentimientos para que, más tarde, en una orgía de catarsis, salgan a relucir desordenadamente aunque no por ello quiebren la aparente concatenación de elementos que hacen de nosotros lo que realmente somos. Y somos ilusión por la felicidad que, siempre, furtiva y huidiza, nos esquiva y se dirige a algún lugar de un subconsciente que  prefiere estar dormido.
Un universo de sensaciones que sacrifica toda estructura narrativa para que un poema tome forma en la mente extraviada. No es fácil de aprehender todo ese cosmos que nos maniata y, a la vez, nos libera y nos forma para que seamos algo más que seres que viven y mueren. Los sentimientos son piezas inexcusables de nuestro interior, como también lo son nuestros razonamientos, nuestras reacciones impulsivas, nuestras relaciones con los que realmente nos aman, a veces, tan difíciles de descubrir. El alma que nos empuja se eleva por encima de nuestros cuerpos y, a menudo, son prolongaciones de nosotros mismos. Más allá de imágenes, más allá de entornos y ambientes, más allá del íntimo convencimiento de que somos un punto constante y fundamental dentro de universos ajenos con sus dolores, sus sufrimientos, sus tristezas, sus continuas elecciones y, sobre todo, sus tercas insistencias. Es la naturaleza intrínseca de todo ser humano sean cuales sean sus recuerdos.
Andrei Tarkovski decidió sacrificar cualquier vínculo con la tradición narrativa para ahondar en sus recuerdos y afrontar la tradición poética que tanto influyó en su vida. Instantes eternos que se pasan por el tamiz de un racionamiento de ilusión porque la felicidad está ahí, en algún rincón, esperando a ser atrapada. Y las metas no se alcanzan por llegar a ella, sino por el mero hecho de buscarlas. Ése es el viaje verdaderamente apasionante. Ésa es la razón por la cual existimos y por la cual existe la memoria. Ella es parte del alma.

Sigo mirándome en ese espejo, intentando encontrar el Dios que le falta a Bergman, o hallando la austeridad verbal, narrativa e interpretativa de Bresson, o la crispación moral de Kurosawa o, incluso, la obsesión por esculpir en el tiempo de Tarkovski y hacer que, cada momento sea inmortal en la memoria, aunque sea en la mía…que también es la de todos.

viernes, 23 de enero de 2015

WHIPLASH (2014), de Damian Chazelle

El jazz es ese falso amigo que te abre las puertas de sus partituras con una sonrisa, con la afabilidad propia del maestro que es exigente pero comprensivo. Pero una vez que intentas dar lo mejor de ti mismo, el jazz se convierte en un tirano que siempre se enroca en una sola palabra: “Más”. Y no dejará de exigir ese adverbio de cantidad en sus múltiples cambios, en sus improvisaciones, en sus verdaderas acepciones, en sus innatas convicciones de ser una música libre sujeta a las estrictas reglas del talento. No todos los días nace un Charlie Parker. No todos los días se puede ver a un pájaro volar.

La batería es un mosaico de ojos recubiertos de lona que trata de infligirte el severo castigo de un ritmo determinado. Siempre se ha dicho que el baterista de cualquier grupo de jazz no tiene en su instrumento a un amigo, sino a un enemigo al que tiene que golpear, dominar y vencer. No todos son capaces de ello. La velocidad, la técnica, la anticipación, el instinto…el instinto, joven e impetuoso, es el que lleva al talento. Tal vez porque pensamos muy a menudo que el talento es algo innato en quien decide llevar algo de magia a los oídos y en muchas ocasiones, en la inmensa mayoría de ellas, es una cuestión de trabajo, de perseverancia y de ser capaz de no rendirse ante nada. Ni siquiera ante un tipo que solo demuestra humanidad con quien no hace música.
Así pasan las horas, las broncas, las estupideces propias de un músico que también se siente libre para hacer una música libre, tan libre como para insultar, para agredir y atemorizar a todo aquel que tiene la osadía de tocar un instrumento delante de él. Y no parará con sus humillaciones ni siquiera cuando las tormentas sean un redoble anticuado. Su arma es esa. Su instrumento es la batería.
Hurgando en las condiciones del talento, en la exigencia, en el camino lleno de espinas que lleva a la creación, Damian Chazelle ha realizado un interesante estudio sobre las metas y la capacidad de vivir con ellas a partir de un cortometraje que antes había dirigido él mismo. Con la complicidad excepcional de J. K. Simmons en el papel de implacable maestro que no quiere solo que la letra entre con sangre sino que quiere causar sangre para que la letra salga sola, Simmons compone un personaje retorcido, absolutamente auténtico, que existe en muchas universidades pero que siente y presiente que el verdadero talento solo puede aflorar llevando al individuo a una situación límite. El jazz no deja de resonar en toda la película, con la batería como instrumento dominante, con la exigencia más cruel planeando sobre cada doble ritmo, cada golpe de platillo. El resultado es una historia que, en el fondo, habla sobre la obligación de madurar sin descanso, empujados por una sociedad que siempre espera lo mejor pero que no te devuelve nada. Y nunca lo hará.

El camino de la genialidad comienza por el reconocimiento de los propios límites y es absurdo intentar sacar lo mejor de cada uno colocando a las almas en el borde del abismo. Porque por cada uno que lo aguante habrá otros cien que no lo hagan y el talento es un patrimonio de la Humanidad que, desde luego, hay que compartir…pero la habilidad del que enseña tiene que estar de manifiesto en ese proceso dejando de lado el miedo y la barbaridad. No se puede jugar a la comodidad para luego levantar a los invitados a patadas. Por mucho que el resultado final sea espectacular, por mucho que el público se rompa las manos a aplaudir. Y sin embargo, no solo en cuestiones de talento, sino también en las laborales, hay muchos que se empeñan en exprimir para conseguir más y el riesgo es que se queden con las manos vacías, con los esfuerzos rotos, con la sangre seca, con la mirada perdida y el pensamiento extraviado. Ansiedad, depresión y la seguridad de que el fracaso no se irá nunca. Y eso es algo con lo que es muy difícil vivir…por mucho que la mayoría de nosotros seamos unos fracasados.

jueves, 22 de enero de 2015

LA TEORÍA DEL TODO (2014), de James Marsh

Tener una mente privilegiada en un cuerpo que se niega a responder no deja de ser una contradicción física que hay que superar a base de perseverancia y, sobre todo, de esfuerzo. Un esfuerzo sobrehumano, a pesar de que ese cuerpo de tan breve historia sea tan frágil, tan quebradizo y tan dependiente que a menudo lleve a la equivocación de juzgar a alguien por su arrugada compostura antes que por su mente universal. Bien es cierto que detrás de cada gran hombre, hay una gran mujer. O quizá sería mejor decir que detrás de  cada gran hombre, hay un buen puñado de personas que también lo hacen grande por mucho que el cuerpo se empeñe en decir lo contrario.
Así la juventud parecerá un juego de niños de movimientos libres mientras la edad adulta se apodera de la genialidad y la convierte en un suplicio con el cuerpo como prisión. “No debería haber fronteras en el universo como tampoco debería haberlas en el esfuerzo del hombre” y quizá Stephen Hawking no dejó de demostrar todos los días de su vida que no las había. Ni para el pensamiento, ni para el sueño. Incluso tampoco la muerte puede traspasar determinadas fronteras cuando la Naturaleza ya ha dictado su sentencia. La verdad es siempre una serpiente escurridiza y encontrarla es una perfecta combinación de reflexión y experiencia. Hawking lo sabía. Y lo aplicó a todos los ámbitos de su vida.
Tremendo trabajo de Eddie Redmayne, copiando gestos y contorsionismos faciales y corporales para dar rienda suelta a la admiración de quien se acerca a ver la lucha de un hombre contra su propia naturaleza. Tiene encanto cuando el tiempo parece que no pasa y la juventud se asienta en el hombre que, con toda probabilidad, ha sido el científico más determinante de los últimos años. Tiene capacidad para expandir sentido del humor a pesar de la tragedia que se cierne sobre su personaje. Posee ternura incluso cuando sus gestos están limitados por la enfermedad. Su interpretación es sobresaliente y junto con la partitura de Johann Johansson es lo mejor de la película. A su lado brilla Felicity Jones en un difícil papel de baja intensidad pero que resuelve con soltura y simple belleza. El conjunto es una historia que resulta particularmente brillante en su primera parte, centrada en los años de doctorado del gran científico, y que baja precipitadamente en la segunda mitad más escorada hacia su drama personal, sin duda, imprescindible para contar la razón de su genialidad.
Y es que la vida se desliza en la marca temblorosa que va dejando una tiza en su beso en la pizarra, haciendo que la matemática se junte con la lógica y todo sea polvo y nada, y a la vez, sea fuego y todo. No cabe duda de que el primer paso para un mérito tan grande como superar las propias limitaciones físicas es la esperanza, la capacidad para hacer planes con ilusión cuando se tiene la certeza de que todo está perdido, como ocurre en este planeta residual que apenas tiene importancia en una de tantas galaxias, que no interviene más que como una pieza más dentro del enorme orden universal y que pasaría por inadvertido en caso de que en otro lugar hubiera vida y se investigara el espacio. Ya no me queda tiempo así que volveré leyendo hacia atrás este artículo para ver de dónde partió la mediocre explosión de la imaginación que me permitió escribir estas líneas sin ninguna importancia.


martes, 20 de enero de 2015

SIEMPRE ALICE (2014), de Richard Glatzer y Wash Westmoreland

Mi padre falleció hace año y medio. Tenía la enfermedad de Alzheimer y fui testigo del deterioro que sufría su mente. Sus primeros olvidos, su mirada perdida, su memoria anterógrada que era capaz de recordar su infancia pero no lo que se le había dicho el día anterior, su obsesión por encontrar aquel llavero de oro que era un diminuto sombrero mejicano…En la familia, todo eso lo intentamos pasar por alto a base de humor, para que él se riera también pero eso pronto ya fue imposible. Se aislaba, tenía momentos de lucidez en los que se lamentaba de su estado, se miraba a sí mismo y no se reconocía. Un día me dijo que yo era un chico muy majo y que me parecía a su hijo. Aquel día, en un rincón, sin que nadie me viera, lloré con amargura y, en secreto, me despedí de él.
Cuando murió, se fue silenciosamente, sin molestar a nadie. Solo le dio las buenas noches a mi madre y ya no se despertó. Con él se fueron un montón de recuerdos que fue olvidando por culpa de la enfermedad. Esos mismos que hacen que seamos lo que realmente somos. Era arquitecto. Estudió de forma enfermiza para poder serlo mientras trabajaba duro para poder pagarse la carrera. Era excepcionalmente inteligente y tres cuartas partes de lo que soy, sé que provienen de él. Siempre le recuerdo con una sonrisa. Incluso ahora que estoy escribiendo este artículo. Incluso ahora que tanto me arrepiento de no haberle querido más, de no habérselo demostrado aunque él ya no tuviera conciencia de quién era yo, de no haber hecho de la enfermedad una cuestión de amor.
Hoy he ido al cine y me he encontrado con esta película. He llorado. En .Julianne Moore he visto a mi padre, he vuelto a revivir aquellos momentos en los que se apagaba su luz, sus ideas, su inteligencia, su memoria. He vuelto a sufrir porque ella me ha recordado cuánto me quiso mi padre y cuánto esperó de mí. Ha sido uno de esos instantes íntimos que uno vive en una sala de cine y que no puede volver a reproducir. Y aún me he dado cuenta de otra cosa. He sentido un tremendo amor por mi padre…tanto que al final me he sentido muy a gusto en esa intimidad porque he podido intuir lo que él sentía en su blanca y forzada ignorancia, ese deseo de agarrar las palabras que desfilaban por delante de él y que pasaban de largo negándose a ser articuladas en sus labios, esa desorientación profunda que le sumía en el miedo y que le impedía reconocer sitios, rostros y situaciones. Y por una sola y maldita vez he maldecido a las luces que se han encendido después de los créditos finales porque esa sensación de estar acompañado de mi padre se esfumaba de repente. He permanecido unos segundos sentado en la butaca y sé que cambiaría varios años de vida por volver a tenerle a mi lado aunque fuera con su luz apagada.
Todo eso es lo que he sentido con Julianne Moore y quizá por eso no soy el más indicado para hablar y analizar sobre una película que habla sobre el Alzheimer desde el punto de vista de los que sufren la enfermedad. No es una gran película. Quizá no faltará el comentario de que no es más que uno de esos telefilmes de sobremesa que ponen en alguna cadena nacional y que provoca bostezos y sensación de chapuza. Pero yo creo que es una película necesaria. Tanto que me ha traído a mi padre de nuevo y se ha sentado a mi lado con esa media sonrisa que tenía para susurrarme de forma cálida, una vez más, que todo irá bien.

BABADOOK (2014), de Jennifer Kent

La semana pasada tuvimos un debate sosegado en "La gran evasión" a propósito de "Robin y Marian". Si quieres disparar la última flecha con nosotros, lo puedes escuchar aquí

La falta de sueño hace que las paredes parezcan más estrechas y que el espacio sea solo para el aire. El estado consciente escarba en la mente y comienzan a salir las frustraciones más grandes, las iras más escondidas aunque en el corazón predomine la dulzura. La inconsciencia es esa puerta giratoria que esconde nuestros miedos más recónditos, nuestros secretos mejor guardados porque ni siquiera nosotros mismos los conocemos. Los monstruos de ficción parecen realidades y no nos damos cuenta de que nosotros somos los monstruos.
Un niño de ojos grandes y de preguntas nunca respondidas intenta buscar soluciones cerca del calor único que desprende una madre. Pero ella no puede dar ninguna respuesta porque ni siquiera sabe las preguntas. Todo parece conducir hacia el pánico que intenta ahogar, tratando de tapar por la fuerza la verdadera razón de su frustración, de su estancamiento, de su sueño escapado, de su vida decaída. Cree que nadie puede entenderla porque, sin querer, la gente está creando un vacío a su alrededor. Su hermana, sus compañeros de trabajo, su rutina…solo una anciana que ya ha visto todos los miedos emanados de la soledad es capaz de ofrecer algo de tranquilidad a una madre y a un hijo de almas atormentadas por la culpabilidad, de recias y acongojantes realidades que no se atreven a enfrentar. Igual que los miedos. Igual que la muerte.
Mediocre película que hunde muy claramente sus raíces en El exorcista, de William Friedkin para, después, pasar a El resplandor, de Stanley Kubrick y en otras múltiples variaciones sobre el mismo tema aunque, a ratos, consigue tensar los músculos y extraviar la mirada no queriendo saber demasiado qué es lo siguiente que va a ocurrir. No es ninguna obra maestra y, mucho menos, la película definitiva sobre el terror latente y en algunos momentos hay una cierta sensación de que todo está innecesariamente alargado cuando podría ser un cuento corto bastante aprovechable. En algunos instantes la película llega a traicionar las reglas que establece y el todo vale es lo que hace que el terror no consiga llegar a los niveles de otras décadas. Hay escenas que instalan el desasosiego como un cuchillo que se pasa suavemente por la piel, a medias por la caricia del acero en la confortable seguridad del rostro, a medias por la amenaza cortante de un filo que, en el fondo, todos somos capaces de usar. Incluso contra quien no nos deja dormir, incluso contra quien no nos dejó vivir aunque no tuviera la culpa. Eso sí, tal vez todo esto sabe a poco. No pasa de un escalofrío bastante discreto.

Cabe destacar el espléndido trabajo de Essie Davis en el papel de esa madre que, poco a poco, se va precipitando por el barranco del desquiciamiento y que exige una amplitud de registros que enriquece toda la historia porque sabe ser tierna, inocente, sensual, depredadora, instintiva, luchadora, única, aterradora, fantasmagórica, redentora y verdadera en todas sus emociones que no esconden más que un buen puñado de miedos surgidos a partir de un trauma que la dividió en dos, como alguien que murió y comenzó a vivir el mismo día y por ese orden, como alguien que no supo canalizar todo lo que la vida ha ofrecido y que prefirió quedarse en un lado demasiado oscuro que erosionó el carácter por mucho que la dulzura sea el escaparate. Cuidado, no dejemos entrar esa rabia que tanto nos azota. Podemos llegar al asesinato.

viernes, 16 de enero de 2015

CORAZONES DE ACERO (2014), de David Ayer

Matar, aniquilar, destruir, arrasar. No hay otra consigna cuando la guerra total se ha desatado en el centro de Europa. No valen los sentimientos y las creencias. Solo vale la brutalidad más despreciable para acabar con el enemigo. Salir vivo de la caldera es lo único que puede mover a cinco hombres que luchan por ganar un nuevo día. Lo demás carece de importancia. En medio del fuego de los cañones, de la sorpresa como elemento decisivo, no hay sitio para la vacilación, para el gesto. Solo matar. Solo la guerra y nada más.
Los rostros se ennegrecen de tanta pólvora, los uniformes se manchan de tanta sangre, las almas se extravían de tanto horror. El caos está tan desatado que solo se puede vencer si se forma parte de él. Hay que ser osado, hay que ser mordiente, hay que ser un luchador nato si se quiere sobrevivir y, aún así, eso no es ninguna garantía. La sangre brotará de la tierra como el barro se apodera de los cuerpos sin vida. La inferioridad técnica es evidente, por mucho que el final esté cerca. No hay más esperanza. No hay más experiencias que la propia respiración, la misma adrenalina, la maldita oportunidad de disparar primero. Y, poco a poco, los seres humanos van perdiendo su alma, igual que las balas se van agotando en una resistencia sin sentido. El fuego será el guardián de las intenciones porque los cuerpos se desvanecerán delante de los ojos de los que combaten. Y todo el que combate, pierde. Incluso con la seguridad de quien lleva demasiado tiempo en primera línea.
Decepcionante. Ése es el adjetivo que mejor se acomoda a este relato bélico que se empeña en mostrar con todo lujo de efectismos el horror de una guerra sin profundizar mucho más allá. Algo que, por otra parte, todos los que hayan visto un par de películas tienen más que asumido. No hay explicación para que las balas sean trazas luminosas cuales láseres de guerras estelares. No tiene sentido que los agujeros de las balas dejen una huella luminosa en los que caen bajo los disparos. Las incoherencias se multiplican cuando solo se quiere mostrar un espectáculo discutible que parece decir a cada minuto que la guerra es horrible, mala, malísima, tremenda y brutal. La premisa parecía atractiva pero todo se queda en un festival de batallas que culminan con el absurdo combate final que contiene un anochecer tan repentino que uno se pregunta qué es lo que hacía por allí un director de fotografía, un puñado de escenas que, en su planteamiento, parece que quieren llevar a alguna parte para terminar en un sinsentido sin ninguna implicación narrativa. Parece, incluso, que Brad Pitt, orgulloso de su éxito inmerecido en la producción de Doce años de esclavitud, ha querido repetir la fórmula con blindados y la misma falta de ideas en un relato que quiere ser hiperrealista y, por falta de asesoramiento y de trabajo, se pasa de rosca y no duda en retratar como verdadero algo que no cuela ni con indulgencia plena.
Y es que es muy difícil tragar con detalles aparentemente tan nimios como reconocer a una compañía de las SS por su forma de cantar, o que en medio del fragor del combate un tipo tenga tiempo de camuflarse, arrastrarse tranquilamente por el suelo y jugar a ser el francotirador implacable y temido que comienza a abrir el camino a la derrota del contrario. Además de estos detalles, hay muchos otros que son más que discutibles pero más vale abandonarse a la muerte en una película que, sencillamente, es mala. Por mucho que se nos haya querido vender como la octava maravilla de la guerra de blindados en los últimos días de la guerra europea. Más, mucho más, contaba aquella Sahara con Humphrey Bogart comandando un carro de combate en el desierto. Y no hizo falta decir a cada minuto que la guerra es una auténtica bestialidad.

jueves, 15 de enero de 2015

BIRDMAN (o la inesperada virtud de la ignorancia) (2014), de Alejandro González Iñárritu

“La popularidad es la cuñada guarra del prestigio”. Y es que no siempre tener éxito es sinónimo de reputación. Hay demasiados miedos, demasiadas ilusiones artificiales, demasiados fracasos para afrontar la responsabilidad de lo auténtico. Y en el teatro, ser auténtico es algo que se escapa entre los dedos por la misma naturaleza de la interpretación. Diversos caminos se cruzan para poder llegar a la verdadera representación, al sentido último de una historia puesta en escena. Y los actores, esos seres raros y extraños que siempre transitan por los laberintos de la mente, se olvidan de que para llegar a lo auténtico lo único que hace falta es…ser auténtico.
No valen de mucho las intrincadas huellas que va dejando un actor del método. No, eso son jugueteos con una realidad que, en el fondo, sigue escapándose. Pasar de ser la estrella taquillera que siempre se ha sido a un animal de la escena debe construirse a base de trabajo. No basta con tener un buen texto, con implicarse y arriesgarse, con coquetear con la verdad. Hay que tener la cabeza centrada, hay que olvidarse del maldito crítico que solo juzgará el trabajo en base a unos mecanismos mentales que llegan a ser aburridos e incomprensibles porque siempre habrá alguien que tenga la culpa de algo, que fastidie lo que podría haber sido arte. Arte, ésa es la palabra clave. Y lo es porque estamos demasiado acostumbrados al consumismo exacerbado y excesivo, a la palomita sin trascendencia, a la nadería que atonta y que fascina porque lo visual nos ha invadido de tal forma que pasamos la vida mirando los móviles cuando el más auténtico espectáculo está ahí mismo. Somos simples espectadores sedientos de una realidad morbosa que no lleva más que a la sordidez más risible, al patetismo más despreciable, a la impasible visión de los aspectos más bajos de la naturaleza humana.
Mientras tanto, lo que merece realmente la pena de la vida, lo que nos aporta la experiencia necesaria para llegar a lo genuino pasa a nuestro alrededor con sus pasiones y desencuentros y somos incapaces de agarrarla y asimilarla y quererla y guardarla. Todo eso nos parece fútil, carente de interés. Queremos la vida ajena para devorarla como un cotilleo compartido porque nuestras risas están cada vez más alejadas de la inteligencia, porque nuestro objetivo vital está absolutamente desenfocado, porque el día y la noche vienen marcados en nuestro dispositivo celular y no en nuestros sueños, en la persecución de nuestras propias realizaciones, en un inmenso e incomprensible deseo en ser aceptados aunque sea a través de la más enorme red de mentiras que se haya construido nunca. Y un actor tiene que vencer todo eso para llegar un poco más allá y sentir que algo, por una vez en la vida, merece realmente la pena. Porque sabe que, cuando llegue a ese convencimiento, podrá hacer lo que quiera.

Espléndida película de González Iñárritu, con un reparto dirigido de forma excepcional y en el que sobresale por derecho propio el exhaustivo trabajo de Michael Keaton, perdido en sus arrugas, buscando respuestas que no existen, sacando conclusiones que solo pueden llevar a la evasión. Entre medias, nosotros, los que no existimos si no tenemos un teclado cerca, estaremos viendo el espectáculo de la inseguridad entre bastidores, todo un compendio del deseo de ser aceptados incluso antes de salir a escena.

martes, 13 de enero de 2015

MIKE NICHOLS: CINCO REGLAS SENCILLAS



Regla número uno:
La aplicación cuidadosa del miedo es una forma importante de comunicación.

Y él la puso en práctica. Es algo que aprendió en el mundo del teatro. Al fin y al cabo, Mike Nichols fue emigrante (nació en Alemania y salió del país con sus padres en 1939 para afincarse en Estados Unidos), fue universitario, fue cómico, fue director teatral y, finalmente, se convirtió en director cinematográfico. Y en estas dos últimas facetas aplicó una seriedad que no era propia de su personalidad. Se estrena con la adaptación de un éxito de la escena de Edward Albee como fue ¿Quién teme a Virginia Woolf? y dicen las malas lenguas que trabajar con Elizabeth Taylor y con Richard Burton en una radiografía de un matrimonio que solo se ama a través de la humillación es una prueba que doctora en miedo. Así que su mal carácter, salpicado de buen humor muy a menudo, fue algo que todos sabían. Él lo sabía. Si inspiraba algo de temor, los actores estarían muy alerta. No en vano prohibió a Jack Nicholson fumar marihuana durante el rodaje de Conocimiento carnal porque sabía que el actor se relajaría. Y él no quería actores relajados, quería vigilantes de la condición humana. Tanto es así que no dudó en descartar a Robert Redford para su segunda película, El graduado, porque, sinceramente, ese tipo no había sido conquistado por ninguna mujer. Así que mejor coger a Dustin Hoffman y hacer una nueva estrella.

Regla número dos:
Cualquier cosa por la que vale la pena luchar implicar pelear sucio.

Y ahí estuvo él, no dudando en poner zancadillas a todo el que se le ponía por delante con tal de poder dirigir un guión por el que todo el mundo suspiraba como Trampa 22, basada en una novela de enorme éxito de Joseph Heller. Una alegoría antimilitarista que salió algo jeroglífica pero, en el camino, Nichols tumbó a candidatos como Orson Welles, Stanley Kubrick y Richard Lester. Quizá es que había que dirigir a mucho actor y eso Nichols lo sabía hacer muy bien. Alan Arkin hizo uno de sus mejores protagonistas pero todo lo que quería decir la historia se quedó en el cerebro de Nichols. Una trampa por la que peleó sucio porque urgió a su amigo Martin Ransohoff para que comprara los derechos de la novela antes que Welles. La oportunidad se escapaba y, en compensación, ofreció un papel al actor y director. Welles, como siempre, tuvo que poner buena cara y sentirse agradecido.

Regla número tres:
No hay nada que sustituya una buena preparación.

Eso lo supo con sus tres fracasos siguientes. Con Conocimiento carnal pinchó en hueso porque todo se centró en el supuesto escándalo de la trama. La vida sexual de un joven como Jack Nicholson pasando por las camas de Candice Bergen, de Ann Margret o de Rita Moreno atrajo a unos pocos pero no a los suficientes. Luego se embarcó en el desastre de Dos pillos y una herencia, una película que tenía todo para triunfar y protagonizada por sus amigos Warren Beatty y Jack Nicholson y que no fueron a ver más que ellos y sus esposas. Y para completar, El día del delfín, con George C. Scott hablando con unos delfines que sabían inglés…no, no estoy borracho. Incluso hablaban un poco. El caso es que Nichols se dio cuenta de que no estaba preparando bien las cosas y puso pies en polvorosa con destino a Broadway. Allí podía trabajar un poco al margen y no estar tan pendiente de otras cosas. Ocho años sin Nichols. Estaba preparándose.

Regla número cuatro:
Si te parece que eres mejor en algo al resto del mundo…es que no conoces al resto del mundo.

Eso es lo que aprendió en su retiro. Y volvió para hacer de Meryl Streep una lesbiana que denunciaba las condiciones de inseguridad de la central nuclear donde trabajaba en Silkwood, repite con ella y con Nicholson en la radiografía del matrimonio entre el periodista Carl Bernstein y la directora y guionista Nora Ephron en Se acabó el pastel y vuelve a errar en el blanco. Se atreve con el maravilloso libreto teatral de Neil Simon en Desventuras de un recluta inocente y obtiene un fracaso inmerecido en una comedia muy divertida. Y luego, prueba de nuevo el éxito con Armas de mujer una película mítica para los años ochenta…solo que ha envejecido mal, se ha quedado antigua, la ven solo los nostálgicos y tampoco es para tanto.

Regla número cinco:
Los amigos van y vienen pero los enemigos son siempre los que se convierten en los jefes del estudio.

Hablaba claro, de eso no cabe duda. Lo puso bien claro en ese acercamiento a la mítica figura de la Princesa Leia-Carrie Fisher en Postales desde el filo, con una excepcional Meryl Streep al frente. Pone de manifiesto su irregularidad cuando dirige una fábula moral floja y simplona como es A propósito de Henry. Vuelve con Jack Nicholson para hacer Lobo con algunos momentos excelentes y otros bastante flojos. Todos los homosexuales del mundo se desternillan vivos con Una jaula de grillos con un estupendo Robin Williams, con la mejor interpretación de Nathan Lane en toda su carrera cinematográfica y con la osadía de vestir de drag queen a Gene Hackman. Hace la discutible Primary Colors donde Emma Thompson retrata a la perfección la forma de pensar, de caminar y de comportarse de Hillary Clinton. Y, al final, se despide a lo grande con la adaptación de la obra Closer con un enorme Clive Owen y esa maravilla que todavía no ha sido suficientemente apreciada que es La guerra de Charlie Wilson con un Tom Hanks adecuado, una Julia Roberts muy cómoda y un tremendo Philip Seymour Hoffman.


Ése era Mike Nichols. Un tipo que tenía esas cinco reglas para moverse por el mundo del cine. Creo que, al final, consiguió graduarse a pesar de que tuvo asignaturas que no consiguió aprobar. Tenía talento…solo que lo sacaba de vez en cuando. En otras ocasiones, se lo dejaba a los pies de un escenario. Ahora se ha ido y, la verdad, ya ni siquiera tenemos ese talento esporádico. Solo sus películas y sus reglas. ¿Es poco?

FRESAS SALVAJES (1957), de Ingmar Bergman

Durante las vacaciones se hicieron dos debates en "La gran evasión". El primero, impresionante, duro, sin concesiones a propósito de "Incidente en Ox-Bow" que podéis seguir aquí. El segundo fue divertido, desenfadado, un poco descarado, un poco celosón sobre "Bésame, tonto" que también podéis seguir aquí. Mientras tanto os dejo con este viaje, con la sabiduría de las arrugas, con el suave sabor de una juventud aprovechada pero ida. Bergman único.

  Volver. Volver a ir. Volver a volver. El viaje es de vuelta pero la vida siempre es de ida. Demasiados recuerdos acunándose en la mente anciana porque el tiempo ha sido el maldito enemigo, la Némesis del disfrute. Ahora, un homenaje más mientras se repasan aquellos días de amor juvenil, de ilusión adulta, de bondad truncada por las arrugas. La vejez no es más que un estado de ánimo que, casi siempre, aboca al mal humor. No porque ya no se puedan hacer cosas, no porque se hayan cumplido todas las metas, no porque se mire atrás y se recuerde con nostalgia aquel primer amor, aquel primer beso, aquellas primeras sensaciones de felicidad efímera. Solo porque se ha sido joven. Y hacerse viejo es un insulto.
La carretera parece reírse con su lengua de asfalto porque no cabe la menor duda de que el camino tendrá un fin. Esa es la burla del destino. No habrá nada ni mejor, ni peor, solo un final que acabará con los esfuerzos, con las esperanzas, con la felicidad de mirar la belleza y apreciarla. La vida siempre se recompone cuando algo hace temblar el futuro aunque hay que saber hacerlo. Cuando se está a las puertas de la muerte, no hay futuro así que nada puede temblar, ni siquiera el pulso vacilante que aparece, siempre traidor, avisando de la imprecisión y de los años consumidos, como fresas salvajes en el campo que se exprimieron hasta la sonrisa, hasta la seguridad de que esos momentos nunca tendrían final.
El coche, brillante, es una carroza excelente para emprender un último viaje que tampoco merece tanto la pena. Eso hará que uno se vuelva a encontrar con los hijos, espejos deformantes de todos los fracasos y de todos los éxitos. Tal vez ahí no radique la verdad de una vida aunque puede que para algunos sea así. Tal vez la verdad se halla mirando al mundo de frente y comprobando cuáles son las huellas que se han dejado detrás y si aún quedan fuerzas para realizar alguna más. Y hay que tener esa fuerza aunque los ojos estén cansados y la piel no sea más que un pergamino ajado por el agua y por el viento a punto de quebrarse por una caricia. Al menos, ahí, en las manos, están escritos muchos momentos que son eternos aunque, poco a poco, la escritura se vaya descomponiendo en recuerdos y de ahí a la nada solo hay un paso.

En el blanco y negro de la soledad se pueden dibujar aún muchas cosas siempre que el espíritu esté a gusto dentro del cuerpo. Y eso es lo que hay que tratar de mantener. Dios no tiene nada que ver con esto. Solo nosotros, nuestra conciencia, nuestro camino, nuestra verdad, nuestra satisfacción y nuestra frustración, nuestros deseos cumplidos, nuestras derrotas siempre presentes. Todo eso lo hemos hecho nosotros. Y ahora hay que hacer un último esfuerzo para recibir un último honor. Tal vez la muerte sea eso. Un largo camino hasta un sitio lleno de pompa donde Dios nos impone una simple condecoración, nos da un aplauso y nos pide que regresemos por donde hemos venido. Ingmar Bergman lo supo muy, muy bien. 

viernes, 9 de enero de 2015

BIG EYES (2014), de Tim Burton

Detrás de todo fraude siempre hay un cúmulo de frustraciones. Están los fracasos del aprovechado, que son olvidados al instante cuando el éxito merodea con insistencia. También están los complejos del perjudicado que prefiere asegurar su timidez, su aparente tranquilidad antes que dar a conocer mundialmente una obra que, por otro lado, no se sabe muy bien si es una moda o una nueva manifestación artística. Tarde o temprano, tienen que salir los odios subterráneos, los silencios ahogados y la pintura que se adivina tras un lienzo de mentiras.

El mundo se vuelve loco por lo diferente. Los ojos grandes y suplicantes de cientos de niños que esperan la devolución de la mirada de los ociosos adultos no dejan de ser unos cuantos toques de advertencia en las conciencias de los que se atreven a mirar pero puede que eso no sea suficiente. Al fin y al cabo, el arte no debe complacer, ni siquiera a la conciencia, sino que tiene la obligación de elevarse, de ser testimonio de una grandeza que pertenece a todos, se entienda o no de arte. Y no basta con volcar una serie de sentimientos con unos trazos que, en el fondo, delatan un aire de falsedad.
Los conflictos del alma humana son azotados con furia por la maldita vanidad. El periodista no se preocupa de buscar la verdad, solo quiere ser parte de una frivolidad muy reprochable. El avispado trata de ser aupado por la fama cuando, en realidad, detrás de su gesticulación grotesca no hay más que la enorme falacia del éxito fácil y ajeno. La tímida mujer que no tiene un lugar en la vida es incapaz de tener una conversación que seduzca a un posible comprador de arte aunque la razón esté siempre en su pincel. La niña calla con un silencio cómplice porque sabe que los problemas comenzarán a salir en cuanto se hable de ellos. El competidor de la galería más próxima solo pretende servir al elitismo más aparente con obras que tampoco pueden ser calificadas de arte. Y todo es un enorme circo que engrasa su maquinaria en la paleta del que no sabe vender pero sabe pintar, del que no sabe pintar pero sabe hablar, del que no sabe vivir pero sabe sufrir.
El director Tim Burton abunda en su obsesión sobre personajes que se sitúan deliberadamente en los márgenes de la aceptación y aunque hay rastros que delatan su particular estilo, la película contiene un error que lleva el nombre de Christoph Waltz. Siendo un actor que hace de la ambigüedad su mayor activo, no sabe desenvolverse como ese personaje gesticulante y embaucador, calculadamente falso y nada frío porque su afectación es más propia de Johnny Depp que del propio Waltz. Amy Adams, con un personaje de poco lucimiento, es capaz de sacar más credibilidad a esa pintora que Burton quiere homenajear como alguien que, en un momento dado de su vida, decidió rebelarse y destapar el enorme fraude que tanto suele salpicar al mundo del arte y a los artistas y marchantes que lo componen. En conjunto, la película decepciona porque no es una historia con enganches suficientes, se dejan escapar escenas que podrían haber sido mucho más intensas y, nuevamente, se tiene la sensación de que Tim Burton hace tiempo que dejó de tener fuerza. Y eso es una pena en un mundo de espectadores de ojos grandes.

jueves, 8 de enero de 2015

DESCIFRANDO ENIGMA (The imitation game) (2014), de Morten Tyldum

Tal vez detrás de todo número se esconda un universo de sentimientos que permanecen fríos e inalterables allí mismo, en el vasto reino del acertijo. Quizá un hecho marca tanto a una persona que hace que todos sus actos posteriores estén determinados por esa situación que le llevó al estremecimiento y al miedo. Porque todos tenemos un miedo muy concreto y muy presente: no queremos estar solos. Puede que la vida empuje en esa dirección, puede que se viva unos años antes de cuando tenía que haber tocado vivir, puede que la arrogancia no sea más que un mecanismo de autodefensa que todos ponemos en funcionamiento cuando alguien se acerca peligrosamente al corazón. Todo ello es una inmensa charada que hay que descifrar. Y aún no hay nadie que lo haya conseguido
Nadie ha logrado rellenar los espacios vacíos de una vida que roza la genialidad porque se tiene un talento muy poco habitual que ayudará a ganar una guerra. Lo peor de todo es que el responsable de descifrar la clave del código secreto más complicado que jamás existió fue incapaz de resolver la clave de vivir. Y además con el agravante de que tampoco podía llegar a sacar conclusiones si la gente no decía lo que realmente quería decir. Habitar este mundo, para él, fue una prueba contra la soledad, fue la constatación de que no se quiere al diferente, fue la prueba más cristalina de que el talento en muchas, quizá en demasiadas ocasiones, nunca se reconoce.
Y tampoco consiguió resolver el problema de saber qué es lo que pensaban los demás de él. No quería ser una máquina, quería vivir como un ser humano y, sin embargo, nadie podía juzgar sus comportamientos. Solo la justicia humana, tan imperfecta y tan desequilibrada, se apresuró a emitir un veredicto y le condenó a la más mortal infelicidad, le obligó a desterrar su inteligencia, le forzó a no ser más que un muñeco risible, excéntrico y marginal en un mundo que aún sigue sin aprender las lecciones básicas de la tolerancia.

Excelente película, dirigida con sobriedad y cierto estilo por el noruego Morten Tyldum y que juega sus bazas más recias en la maravillosa interpretación de Benedict Cumberbatch como el hombre que descifró Enigma, el código de los nazis, y que acortó la guerra en un par de años con una labor sorda y ciertamente clandestina. En él se da cita la ternura que no tiene el lujo de demostrar, la dureza que tanto cuesta colocar en las trincheras, la simpleza propia del que no ha pensado en otra cosa más que en números, la complejidad de una mente que solo busca la verdad y en ningún momento se la dejan decir. Un trabajo excepcional.

Y es que no es fácil levantar a un personaje basándose en claves y crucigramas, en verdades dichas con la inocencia propia de un niño deseoso de jugar a las adivinanzas. Y, sobre todo, cruzar en diagonal hacia las relaciones que tuvo con todos los que le rodeaban y que eran realmente las claves necesarias para resolver el problema que nunca solucionó. Las matemáticas, al fin y al cabo, también es una cuestión de éticas y apariencias y ahí es donde se hacen inexactas y quebradizas, temblorosas, víctimas de la derrota.


miércoles, 7 de enero de 2015

MR. TURNER (2014), de Mike Leigh

Capturar la belleza entre los reducidos ángulos de un lienzo es algo tan difícil que, a menudo, se confunde su búsqueda con su finalidad. La realidad está ahí y la mirada del pintor que se atreve con ella es el tamiz por donde pasan sus inquietudes, sus sueños, sus verdades y sus mentiras. Y no por ello el artista tiene que ser alguien con una cultura contrastada y absolutamente elitista. El autor puede que sea una persona con un sentido estético excepcional pero que no sepa expresarse más que a través de gruñidos.

Así podemos llegar a saber que la furia de la creación puede dar lugar a cielos imposibles, llenos de ira difuminada por la intervención del ser humano. Las olas del mar se encrespan como enormes lenguas que buscan engullir a los incautos marineros que se atreven a surcar sus aguas. Las nubes se enroscan en sí mismas para mostrar su lado más oscuro atenuado por el rojo que augura un crepúsculo existencial que no se descifra con una simple mirada. La genialidad está en otorgar un toque de color en un paisaje airado, como una señal de la inmensidad en medio del viento que expresa mucho más que un festival de color que desdibuja la verdadera intención del pintor. Y es que el pintor de naufragios que fue William Turner sabía mucho sobre ellos porque su vida se zarandeaba peligrosamente en una deriva que solo encontraba la calma en un rincón donde encontró una estabilidad casual.
Más allá de eso, Turner rompió esquemas para inundar sus cuadros de luz, para elevar al sol a la categoría de divinidad en una vida en permanente sombra. El gris de su existencia, con el cariño tomado con equivocaciones impulsivas, fue atenuado por una mirada que no sabía muy bien interpretar el devenir inevitable de la vida pero que se convertía en el primer paso para hacer de la pintura un poema de tormentas, de ocasos y penumbras, de velas forzadas por el empuje huracanado, de gestas imposibles que se empequeñecen ante el tremendo espectáculo de la propia Naturaleza. La genialidad se había aposentado en un bruto que no sabía amar, no sabía compartir, no sabía vivir y apenas supo morir.
Mike Leigh dirige la película con un aire de improvisación cercano a la pesadez con algunas secuencias especialmente brillantes entre las que se incluye la crítica al arrogante carácter británico, empeñado en establecer reglas para un arte que moriría sin la innovación y que resulta ridículo al llenar de palabras lo que solo puede ser contemplado por la vista. La fotografía resulta especialmente hermosa y Timothy Spall realiza un trabajo más que notable en la piel del pintor inglés pero toda la trama se desliza a través de escenas que resultan mediocres, prescindibles y muy carentes de interés salvo para dar la impresión general de que Turner no sabía expresar sus sentimientos más allá del límite de un pincel. Y eso resulta fatídico si se quiere describir con pasión las razones de la genialidad. 


viernes, 2 de enero de 2015

INVENCIBLE (Unbroken) (2014), de Angelina Jolie

La mirada de furia y el cimiento de la rabia solo se pierde cuando el espíritu se derrumba y es difícil que eso ocurra cuando alguien que ha probado el sufrimiento se halla en una situación que va más allá de lo comprensible. El sudor del esfuerzo ha cerrado bien todas las grietas de la piel y el que ha soñado con ir siempre un paso más allá aguantará también un minuto más para que la derrota cambie de dominios. Tal vez porque si se aguanta lo indecible es cuando se empieza a forjar en el interior la verdadera naturaleza de lo que nunca se podrá romper.

Habrá días tan largos que el cielo se tornará mar y el sol será la única lámpara de la supervivencia. La carne cruda, la piel caída, la desesperación rutinara, las nubes fugadas, los tiburones merodeando…todo eso no es más que el paso previo, el entrenamiento necesario de lo que será la verdadera prueba. Algo que solo puede partir de la crueldad humana, mucho más implacable que sentirse abandonado en medio del océano, mucho más terrible que la posibilidad de la bestia, mucho más dilatada que la lección diaria del hambre. Y es que la meta no se divisa cuando hay tanto dolor tras la humillación.
Angelina Jolie demuestra que tiene condiciones para ser una directora de cierto interés, especialmente en la primera media hora, brillante y precisa, de esta película. Sabe colocar la cámara, no rehuye la crudeza, hay admiración en lo que narra, hay verdad en su emoción. Para ello cuenta con una fantástica fotografía de Roger Deakins, plena de contraluces legendarios; con la profundidad de los pentagramas de Alexandre Desplat; con el espléndido trabajo interpretativo de Jack O´Connell, entregado y audaz, pasando de la osadía a la resistencia y de ahí al desafío con una convicción definitiva y con un guión que se mueve en las manos maestras de Joel y Ethan Coen, de Richard LaGravenese (El rey pescador) y de William Nicholson (Tierras de penumbra). Por supuesto, también hay errores en el trabajo de Jolie, especialmente de ritmo pero la historia es muy potente y ella, con cierta sabiduría, no cae en el repetido pecado de la precipitación. El resultado es una obra de interés, ambiciosa, que hurga en los límites de la resistencia humana como algo que todos guardamos dentro de nosotros pero que, a su vez, nos cuesta demostrar en un mundo que se cae hecho pedazos. Antes de nosotros hubo muchos que lograron ir hacia la belleza del reto que significa sobrevivir, por encima de todo y por encima de todos.
Y es que para narrar este sufrimiento que va más allá del entendimiento y creérselo hay que sentir que las heridas se abren, que los golpes se acumulan, que el agotamiento se embosca, que las lágrimas caen y que la derrota está ahí mismo, en un simple cambio de pensamiento, en un desvanecimiento de la fuerza, en una sola bestialidad más, la suficiente como para hacer que la nada se abra delante de la moral y el espíritu se niegue a ir un paso más allá, derrengado y perdido, muerto, naufragado…