viernes, 28 de enero de 2022

EL CALLEJÓN DE LAS ALMAS PERDIDAS (2021), de Guillermo del Toro

 

Siempre se ha dicho que, para un timo tenga éxito, la víctima tiene que estar deseando que el anzuelo que se le pone por delante sea verdad. Más aún si ese timo está compuesto por espectros que no existen y que reabren viejas heridas que el tiempo no ha podido cicatrizar. El incauto quiere ver más allá del reino de los vivos. Y no faltará el listo que, a través de la sugestión y de la exhibición de unas habilidades inexplicables, haga que se presenten los fantasmas de épocas pasadas. El problema estará cuando la victima sea alguien con el que hay que tener mucho cuidado.

Así, Guillermo del Toro nos guía por un zoológico en el que nos muestra su particular muestrario de monstruos con carcasa humana. Sociópatas que aborrecen cualquier contacto y que valoran en menos que nada la existencia de los demás, aprovechados que explotan sin compasión alguna a otras personas, ingenuas que serán prisioneras de una promesa de amor efímera, lánguidas mujeres de despacho y elegancia que propondrán romper lo que debe quedar en la intimidad para acumular billetes… Las almas perdidas vagan por los rincones de pesadilla y todo será un cuento que termina en engendro, un espejo de lo que pudo ser una existencia relativamente fácil que se rompió por querer escalar más de la cuenta, una seguridad de que hay pocas, muy pocas personas, que realmente merezcan la pena.

Las ferias se reproducen en los ambientes más diversos. Bien puede ser en los carísimos clubs nocturnos de etiqueta rigurosa o en malolientes kioscos donde se apiña la paja y el desecho. Todo se tratará de engañar, de captar la atención de unos cuantos clientes bisoños dispuestos a creer lo que se les dice con algunas demostraciones de cierto ingenio aunque huelan a truco desde lejos. Sin embargo, si los hombres de traje de doscientos dólares lo creen, entonces el espectáculo sube de nivel y quizá ya se pase del engaño a la farsa y ahí todo está lleno de arenas movedizas porque, al fin y al cabo, el que paga desea que se le atienda. La brutalidad, por supuesto, estará esperando. Y las malas personas acabarán enjauladas de una forma o de otra, dispuestas a bajar los últimos peldaños de la dignidad con tal de seguir sobreviviendo en un mundo que no merece ni una mirada penosa.

Con una ambientación excelente y un reparto de cierta competencia, el director Guillermo del Toro peca de parsimonia en el planteamiento de esta historia de timos, engaños, monstruos sin nombre y muertes verdaderas haciendo que a El callejón de las almas perdidas le sobren unos cuantos minutos de trama. Una mayor concisión hubiera beneficiado, sin dudarlo, a la película. Estupenda banda sonora centrada en el jazz y en las melodías de finales de los treinta y principios de los cuarenta y apreciable el trabajo interpretativo de Bradley Cooper en el papel que realizó Tyrone Power en la primera versión de la misma historia dirigida por Edmund Goulding. Al lado de Cooper, se pueden apreciar esfuerzos acertados en Rooney Mara, Richard Jenkins y Toni Collette y algo de sobrecarga en los gestos de Cate Blanchett que, tal vez, quiera caracterizar demasiado su personaje. El resultado es una película que se hace algo larga, pero que engancha a través de un buen puñado de caracteres que sólo actúan mal, sin pensar en el daño que pueden estar haciendo, despreciando cualquier atisbo de cariño a su alrededor y pensando, exclusivamente, en la forma de ganar más dinero y hacerse aún más despreciables. Algo así como lo que ocurre hoy en día… 

jueves, 27 de enero de 2022

EL MÉTODO WILLIAMS (2021), de Reinaldo Marcus Green

 

Alcanzar el éxito siempre suele ser un camino jalonado de fracasos. Y, a menudo, en ese periplo hacia la fama, se olvida que hay una vida más allá de los objetivos. A dos niñas prodigio del deporte de la raqueta no se les puede hurtar el humor, las ganas de divertirse, la relajación, el disfrute. Es una profesión tan exigente que, cuando llega la hora de la retirada, hay que tener una base para poder seguir adelante, además de todo un bagaje vital que ayude a la concentración, a la dura perseverancia y a luchar contra la derrota.

Así, un padre que conoce todas las formas de perder, traza un plan para dos de sus hijas. Serán las mejores en lo suyo, pero será a través de una incansable motivación positiva. Tendrán que esperar su momento, pero, mientras tanto, ellas rogaran por competir. Los millones del patrocinio estarán en el próximo saque, pero solamente si ellas imponen las condiciones. Ellas son el centro y la periferia y nadie podrá quitarles su derecho a reír, a llorar, a ser ambiciosas, a triunfar…y también a no hacerlo.

Por supuesto, todo requerirá un enorme esfuerzo y una constancia reservada sólo a las campeonas. Las piernas deberán moverse rápido. Los golpes tendrán que ganar en puntería. La precisión será un medio al que dominar. Y eso no se consigue fácilmente. El entorno tratará de contaminarlo todo y sólo un padre con una incomparable fuerza de determinación podrá protegerlas, aunque el foco se traslade a él, aunque algunos, incluso, le tomen por loco. Nadie ha tenido a dos Mozart en casa y los cordajes de hierro con los que está tejiendo sus raquetas serán irrompibles.

Interesante película que habla sobre la grandeza de la superación y de la confianza frente a un ambiente poblado de oscuras intenciones. Con algunos momentos realmente brillantes donde se combina una cuidada selección musical con los movimientos casi coreografiados de las dos hermanas que asombraron al mundo con su forma de jugar, destaca la interpretación versátil de Will Smith que, definitivamente, parece especializado en películas deportivas o en vidas construidas desde la fe inquebrantable de unos personajes que deben luchar con denuedo frente a los duros condicionantes de esa vida que pretenden vivir. El resultado es un paseo por canchas de barrio, por estúpidos padres que, creyendo ver grandes campeonas en sus hijas, se comportan como demoledores elementos de presión, por desprecios y, sobre todo, por insistencias, por un deseo invencible, por no rendirse nunca. Incluso cuando está en juego el punto de partido.

No ocurre nada si se pierde, siempre y cuando sea un paso más en el aprendizaje. Ese cordaje resistente a las bolas más difíciles aguantará si se han dado los pasos necesarios para conservarlo tenso. Los golpes tendrán cada vez mayor seguridad. Y no importará el nombre del rival porque el juego es lo que importa. Sólo hay que pisar con fuerza ese suelo de conglomerado y hacer que la pelota corra rápido y huya de la devolución. Posición abierta para golpear y la derecha será definitiva. Si el plan fracasa entonces el fracaso es el plan. Y para ello hay que creer, sin lugar a ninguna duda. Tener la certeza inamovible de que el número uno del mundo está aguardando a las dos chicas que estudian y que saben cuatro idiomas, que tienen una complicidad especial con sus hermanas, que sueltan la carcajada igual que una raqueta lanzada al aire. Richard Williams estuvo ahí, con todos sus defectos, con su estricta planificación, con su fe, sabiendo qué es lo que pasaba en la cancha sin necesidad de estar viendo el partido. La confianza era su mejor resto.

miércoles, 26 de enero de 2022

EL DIARIO DE ANA FRANK (1959), de George Stevens

 

El mundo reducido al silencio. Por el día, todo debe parecer muerto, desaparecido, extinguido. Por la noche, los pies se pueden mover y los sentimientos tratan de aparecer. La convivencia, tan estrecha siempre, es difícil, por muy encantadoras que sean las personas y las manías que unos tienen de pelearse con las libertades de otros. Y, sin embargo, todos tienen que ceder porque, en esta ocasión, la vida va en ello. Una niña, que trata de crecer día a día en ese diván al que se ha reducido todo, aún es capaz de llevar adelante un diario en el que va escribiendo sus emociones y sus sentimientos. Y algo aún muchísimo mejor, algo que va a ayudar a todo el que se acerque a esta historia. Ella no pierde la esperanza. Esperanza en un ser humano que se ha empleado a fondo por desatar la crueldad y el horror allí por donde ha pasado. A pesar de todo, ella cree que el ser humano es intrínsecamente bueno, con sus defectos y sus carencias, pero que la bondad habita en él. Esa niña está escapando de los campos de exterminio donde se acaba con la vida de millones y aún es capaz de pensar algo así. Y lo piensa de verdad, sin la mentira, el engaño o la justificación por delante. Lo piensa de verdad.

El tiempo pasa muy lento entre las vigas vistas y los tablones chivatos. Y la niña va creciendo con inquietudes de mujer. El amor aparece y es algo que también resulta profundamente anacrónico en una situación de escondite y miedo. Es como si una flor luchase por brotar en medio de los adoquines de la calzada. No es su lugar, no tiene nada que hacer allí, y aún así quiere intentarlo. No habrá tiempo para mucho, pero ella, Anna, sigue escribiendo y tratando de encontrar un sentido a todo. Cualquier desliz les delatará a ella y a todos los que viven en ese reducido e ínfimo mundo de días iguales y confinamientos severos. De sus letras, brotarán todos los acentos y matices, tratando de arrojar algo de luz a su breve paso por la vida. Ella dejó mucho más mensajes en sus pocos años que la gran mayoría de nosotros viviendo muchos más. Y ese es un tesoro que debería permanecer entre nosotros inalterable, único, inolvidable, eterno.

George Stevens se arriesgó con audacia para llevar a cabo la versión cinematográfica de El diario de Anna Frank a partir de la obra de teatro de Albert Hackett y Frances Goodrich que, más tarde, también firmaron el guión de esta película. Con un reparto en el que destaca, por supuesto, el trabajo de Millie Perkins en el papel principal, pero que está muy bien secundada por nombres de prestigio como Shelley Winters, Lou Jacobi o la siempre estupenda Diane Baker, Stevens articula una película que resulta difícil de aguantar porque, en todo momento, se sabe el destino de Anna Frank y se va caminando por una estela que ella ya deja en su maravilloso diario del cual parte toda la historia.

Y es que, a veces, resulta incomprensible cómo la lucidez de alguien de tan poca edad llega a arrojar tanta claridad en un mundo que se empeña en ser aún más pequeño que ese que se creó en un diván con varias personas que iban a morir porque el ser humano aún no había aprendido a amar. Y quizá aún tengamos pendiente esa lección.

martes, 25 de enero de 2022

GENTLEMAN JIM (1942), de Raoul Walsh

Quizá hubo un momento en el que hubo que dignificar un deporte y considerarlo como una cuestión entre caballeros. Para ello, no hay nada mejor que implantar unas rígidas reglas, debidas al Marqués de Queensberry y encontrar al tipo que mejor sabe llevarlas a cabo. Se trata de un tal James Corbett, un empleado de banca de físico espectacular, que boxea como los ángeles y se bate el cobre en el cuadrilátero con denuedo. En su rostro, hay simpatía, en su cuerpo, fuerza, y en sus pies, alas. Lo tiene todo. Así que es hora de auparle hacia arriba y que todo el mundo se fije en este deporte que consiste en dos seres humanos dándose fuerte y de verdad.

Lo cierto es que el ídolo de la juventud del propio Corbett es un boxeador llamado John Sullivan y ha llegado el momento de enfrentarse a él. No es fácil enfrentarse a tus propios mitos y Corbett debe saltar varias barreras físicas y, sobre todo, morales para poder golpear con precisión en el rostro y en el cuerpo de ese hombre que lo fue todo para él. Sin embargo, a pesar de la aparente brutalidad en este deporte, entre ambos hubo, ante todo, respeto y deportividad. No se puede decir de otras disciplinas. Eso es mucho. Es un ejemplo ante toda una multitud de jóvenes que quieren ver a sus ídolos, a sus ejemplos, a sus guías espirituales y físicas. Y el comportamiento de Corbett y Sullivan fue ejemplar.

Es evidente que Raoul Walsh eligió, en esta ocasión, no hacer una película particularmente profunda, pero sí profundamente entretenida. No hay más mensajes que el ruego por mantener la caballerosidad allá donde se vaya y, desde luego, el respeto por quien se dedica en cuerpo y alma en mantener todas sus facultades al límite para llegar un poco más lejos, un poco más alto y un poco más fuerte. Lo cierto es que Walsh quiso rendir homenaje a James Corbett como el padre del boxeo moderno y como iniciador de unas maneras y comportamientos siempre impecables, sin recibir ni una sola cicatriz en su rostro, con un código de conducta razonable y ejemplar. Y que también, presa de la arrogancia, no tuvo ningún problema en aceptar la humillación como lección para futuras empresas. Jim Corbett era un hombre de pies a cabeza y, para ello, nadie mejor que Errol Flynn, muy alejado de cine de capa y espada, para darle vida. No en vano, el actor sabía darle a los guantes y había sido miembro del equipo olímpico de boxeo bajo bandera australiana.

Así que, con un perfecto equilibrio entre comedia y drama, Walsh y Flynn capturan el sentir de una época en la que no estaba de moda seguir aquel axioma de que lo importante es participar. La película tiene momentos emocionantes, otros algo más detenidos, algunos realmente divertidos. Todo para que una historia sin excesivo mensaje se convierta en una estupenda cinta de deporte y el discurso final de John Sullivan, interpretado por Ward Bond, llega a los músculos más tensos. Por si fuera poco, Errol Flynn ofrece la que es, quizás, una de las mejores interpretaciones de su carrera. Pónganse los guantes. Es hora de contar hasta diez.

viernes, 21 de enero de 2022

EL ESPÍA HONESTO (2021), de Franziska Stünkel

 

La moral es un compañero incómodo si se trata de espiar. Más que nada porque es una profesión que puede incluir el chantaje, la instigación al asesinato, la destrucción de la vida de otros aunque no se acabe con su existencia y, desde luego, el exterminio de la inocencia que se instala en el pensamiento como que, en el fondo, es un servicio al Estado. Eso aún resulta más evidente y sangrante si ese Estado es totalitario, injusto y arbitrario como lo fue el de la República Democrática Alemana.

No es lo mismo dar clase que obligar a las personas a realizar determinados actos que irían en contra de las más elementales reglas de la moral. No es bueno que un futbolista de fama internacional decida cruzar el Muro y jugar para el Hamburgo. Eso, además de una deserción premeditada, es una propaganda traidora que no deja en muy buen lugar los principios del marxismo-leninismo. Lo mejor es extorsionar a un amigo cercano e inventarse, sin miramientos, una enfermedad. El resto es permitir que los acontecimientos se precipiten. Así, con personas que son conocidas, todo se convierte en un acto mutilador de la moral que, no lo olvidemos, para algunos es más importante que un automóvil de dos tiempos, un apartamento con balcón o la fría comodidad del progreso comunista que, por supuesto, se reserva a la élite.

Cuando se quiere dar marcha atrás, todo está emponzoñado. El chantaje se vuelve en contra, la amenaza permanece latente. Puede que no se realice una operación en cualquier hospital del pueblo. Puede que se insinúe la posibilidad de que el amor de tu vida sea tentado con el adulterio. Puede que los pájaros, sencillamente, dejen de volar. Entonces se empiezan a buscar razones en el fondo de una botella, aparecen los temblores, los nervios incontrolables…y todo el mundo sabe que un espía sin control acaba por ser un fracaso para los intereses del todopoderoso Estado.

Esta película tiene diversos problemas. Uno de ellos es que, en lugar de transitar los caminos del suspense y del peligro, apuesta decididamente por el drama personal y, de un modo algo prematuro, la historia se acaba. Todo el resto se reduce a la pena, al sufrimiento, a la injusticia sin conmiseración e, incluso, a la melancolía. También hay algún que otro cabo sin atar cuando son asuntos en los que se ha puesto cierto énfasis. Sin embargo, tiene una virtud indiscutible como es la interpretación, magistral, de Lars Eidinger en el papel protagonista, aguantando planos de importante duración para demostrar su dominio, pasando de la seriedad a las lágrimas sin trucaje posible y muy lejos de lo que habíamos visto de él en la notable El profesor de persa. La dirección de Franziska Stünkel es sobria, aunque algo descuidada en sus resoluciones intentando poner en pie una historia que, lejanamente, recuerda a una novela triste de John Le Carré, y la denuncia de un régimen que cometió auténticas barbaridades es evidente y sincera.

Hay que hablar al oído porque las paredes saben escuchar y, lo peor de todo, es que el secreto profesional debe ser respetado en cualquier circunstancia. Háganlo a la hora de recomendar esta película. Díganlo al oído, con pocas palabras, si es que sienten la necesidad de decirlo. Si no es así, acudan al silencio y traten de asimilar que esto ocurrió a principios de los años ochenta, poco antes de la caída del Telón de Acero. Cuando el Estado pronuncia la palabra “seguridad” la primera víctima, no lo olviden, siempre es la propia moral.

miércoles, 19 de enero de 2022

MACBETH (The tragedy of Macbeth) (2021), de Joel Coen

 

La mujer domina los sentidos cuando el alma de un hombre es débil. Una predicción desata la ambición que parecía dormida, extraviada en la espesa niebla donde se debate el poder, la corrección y el agradecimiento. Mientras tanto, el conjuro se consuma porque la vergüenza ata los sentimientos y la soberbia se adueña de una casa de austeridad expresionista. El futuro estará repleto de profecías que parecen destinadas al incumplimiento y la ira irá creciendo en la misma medida de la locura. Macbeth…Macbeth…

De esta manera que parece forjada por un destino provocado, la corona se ceñirá sobre una cabeza inmerecida, zarandeada por supuestas conspiraciones que la convierten en simple hojalata rescatada del barro. El blanco y negro sirve como la pintura coloreada de la pesadilla y, de nuevo, la vida no es más que un cuento lleno de ruido y furia que, al final, no significa nada. Las hojas del bosque entrarán salvajemente por las ventanas abiertas del corazón para inquietar con el anuncio de una muerte justa en tiempos de brutalidad de hechizos y coartadas. Mientras tanto, la traición se mueve con la lentitud propia de unos buitres que despliegan sus alas en el lienzo del cielo, gritando con sus chillidos de sangre seca. La crueldad se asemeja al mensaje de lo inevitable y lo bello y lo siniestro se alían afilando el borde de la espada. Las dagas brillan en la oscuridad, invitando a su hundimiento en la carne indefensa y el perdón vuela para no presenciar lo que nunca debió ocurrir. Y la tragedia es masticada y saboreada hasta la saciedad, llenando las conciencias de culpabilidades instigadas y ejecutadas. La posteridad espera. Y la magia de una época de tinieblas se disipa entre un pasillo de árboles que desenvaina sus ramas rindiendo homenaje al que hereda un trono de noche y estrellas caídas. La luz se desvanece y todo será una leyenda sobre la codicia y la venganza.

Las palabras del bardo se funden misteriosamente con la puesta en escena que refleja el sueño y son dichas por intérpretes del horror de los espectros. La fantasía domina la imagen de sombra y brujería y las frases se deslizan entre el fantasmagórico juego de miradas y reacciones. Las alas se tornan brazos y el agua es incapaz de lavar la mancha del asesinato cuidadosamente planeado. Ningún hombre nacido de mujer podrá acabar con el rey deshecho en su propia mentira, creída por las voces rotas de seres que surgen del infierno para convertir la nada en oro y despertar todos los pecados en aras de un amor malentendido por la insania. Cuando el arreglo se basa en el puñal por la espalda, cualquier paso en falso puede significar que lo imposible sea real. Y el sol pasa a ser el foco de la desesperación entre las piedras lisas de castillos que son como tumbas gigantescas de cualquier atisbo de humanidad. Todo se quiere cumplir para que todo sea verdad. Y, a menudo, la verdad es tan terrible, tan malvada, tan innombrable que la maldición sustituye lo predicho. La armadura no será suficiente para detener el cortante tajo que rebana lo indigno. Y la promesa de una nueva conspiración se encaramará a la montura para no olvidar que cualquier principio tendrá su inevitable final. Macbeth,  empujado tortuosamente hacia el mal, creerá que los espíritus rondarán su atrevimiento y los pobres mortales que asistan a su ascensión y caída quedarán presos de una magia que sólo los que saben contar historias saben expandir. En el horizonte, permanecerá la impresión de que todavía dura el siglo de la fuerza sin piedad porque siempre, siempre, habrá alguien que susurre la posibilidad de llegar a lo más alto utilizando los fáciles recursos de la falacia, de la apariencia y del poder que se escurre entre los dedos sólo como consecuencia de la ambición. Esa misma por la que algunos quieren llegar tan lejos que la primera víctima es su propia alma. 

KOTCH (1971), de Jack Lemmon

 

Uno de los grandes males de la tercera edad es la sensación de convertirse en un trasto inútil, que sólo estorba, viejo, que sólo puede esperar a la visitante inevitable. Kotch es un anciano que no quiere ser atendido por una enfermera a la que se paga para que le cuide, así que, cuando tiene que abandonar la casa de su hijo, decide emprender un viaje. Tal vez, durante el camino, aprenda el verdadero significado de la vida, de la vida ya vivida y de la que queda por vivir. Una persona mayor aún puede prestar mucha ayuda y Kotch se aplica a ello porque eso le da motivos para seguir adelante, para tener una ilusión. No se trata de interferir, ni de dar opiniones, ni de revolotear alrededor de quien lo necesite sólo para volcar el manojo de nervios que, muy a menudo, es la vejez. Sólo se trata de hacer algo que realmente sea útil, práctico, verdadero y preciso. Algo que salve. Algo que sea.

Es necesario pararse durante un rato y observar a la gente que se ha hecho mayor y darse cuenta de que, muchas veces, sólo hay que renovar su autoestima para que tengan una dosis suplementaria de energía. Cierto, todo depende de la salud que arrastren…pero hay muchas personas ancianas que poseen una buena forma física y mental y, aún así, las condenamos porque no queremos dedicarles tiempo, no deseamos molestarnos en estar pendientes de sus necesidades. Hay que adentrarse en el terreno de los sentimientos para saber por dónde van sus pasos y eso, demasiado a menudo, es el espantapájaros de nuestro ánimo porque, en el fondo, arriesgamos algo de nuestra valía como personas y de nuestra desnudez en la sensibilidad. La vida, ciertamente es complicada, y ninguno hemos elegido vivirla, pero nunca debemos perder el corazón. Kotch va en busca del suyo y lo tendrá tan grande que dejará a la altura de la humillación a todos los que, en teoría, deberían haber cuidado de él.

La única película dirigida por Jack Lemmon es un maravilloso equilibrio entre drama y comedia con la inestimable colaboración de Walter Matthau en el papel protagonista. En ella, podemos darnos cuenta del poder del espíritu humano para cambiar y hacer cosas mejores de las que siempre hemos querido hacer. En el fondo, es un pequeño tratado sobre qué hacer con nuestra existencia y dónde radica la verdadera felicidad.

Kotch era un viajante y ha decidido usar toda su sabiduría para hacer sonreír a alguien más. Es un personaje conmovedor, que impresiona con su valentía y emociona con su ternura. En realidad, ellos, los mayores, son los únicos que poseen suficiente experiencia como para darnos lecciones. Aunque lo expresen como niños. Aunque su lógica nos parezca algo ausente y simple. Con un final inesperado, hay que acompañar al viejo Kotch en ese viaje, en ese deseo y en esa persecución de sueños pequeños que, al fin y al cabo, forman todo el objetivo de una vida. Y llega a ser algo apasionante.

martes, 18 de enero de 2022

HOTEL RWANDA (2004), de Terry George

 

A Paul Rusesabagina, gerente del hotel Mille Colline de Kigali, le gusta imprimir un toque de estilo al negocio. Quiere que la gente se marche satisfecha de ese país que llegó a ser calificado como “la Suiza africana” por su belleza y su tranquilidad. Sin embargo, los blancos y sus colonizaciones estúpidas dejaron una herencia que acabó por estallar en la cara de todos los que vivían allí. Los belgas clasificaron a la población entre hutus y tutsis. Los hutus eran más guapos, con más clase, más europeos. Los tutsis eran africanos, atrasados, se encargaban de los oficios más bajos. Ni siquiera se atendieron a criterios de raza. Al final, el poder, que tiene demasiado de erótico, se encargó de comenzar la siempre despreciable limpieza étnica que, en este caso, ni siquiera era por raza, sino por clase y condición. Una guerra civil increíble que se origina por la ceguera asesina de los blancos.

Rusesabagina, casi sin quererlo, convierte a su hotel en un asilo para todos los tutsis, hutus y blancos que desean refugio. Llegará a los mil huéspedes en un establecimiento pensado para doscientos, se encargará de la intendencia, hará gestiones con los militares destacados de las Naciones Unidas, paupérrima representación de un Occidente que creía que esa guerra jamás le daría votos, acudirá al contrabando para contar con suministros suficientes, negociará con militares hutus, siempre al filo, en el mismo borde de perderlo todo, incluso la propia vida. El hotel Mille Colline se convertirá en un oasis para refugiados, en casi un fuerte a salvo de las brutales embestidas de una guerra que costó casi un millón de muertos mientras los blancos, como siempre, miraban hacia otro lado. Con ingenio, con decisión, con energía, creyendo en lo que se hace. Sólo en un momento parece que se rinde porque no puede luchar ya contra la sinrazón más extrema, sólo rendirse y pedir que le disparen de una vez porque es incapaz de cuidar de todos. Eso se cree él.

Don Cheadle realiza una interpretación espectacular en la piel de ese gerente que sobrepasa todas sus obligaciones y antepone el humanismo a cualquier otra creencia con tal de salvar vidas. Incluso implicando a la misma propiedad del hotel en una lucha política que no hace más que evidenciar lo despreciable de las potencias europeas mientras la gente agoniza y muere. Con escenas terribles y una psicología extraordinaria, Paul Rusesabagina llevó al máximo su capacidad de negociación, su increíble entrega por la raza humana, su mano izquierda para hablar con unos y con otros y atacar su punto más débil. Siempre habrá sitio para el débil en su corazón y, por supuesto, eso incluirá el amor más entregado hacia su familia a la que quiere salvar a toda costa. Pasen ustedes al hotel Mille Colline. Allí encontrarán algo más que una cama y un lugar donde mirar al futuro con esperanza. Encontrarán el estilo de un hombre que lo arriesgó todo por aportar algo a la gente, a la más cercana, fueran hutus o tutsis, fueran blancos o negros. Firmen en el registro. No quedará constancia.

viernes, 14 de enero de 2022

SIDNEY POITIER: EL PREJUICIO POR LOS AIRES

 

Sidney Poitier era todo un héroe en Hollywood. Poco a poco, como el viento desgastando las rocas, ha ido limando los prejuicios que la industria tenía contra los actores de color. Con él, no estuvieron sólo limitados a hacer papeles de comparsa más o menos pintorescos, dejando de tener el típico acento criollo y dando vida a una buena cantidad de personajes en los cuales, si bien el color de su piel no dejaba de tener importancia, se destacaban en su condición de hombres a secas, que desempeñaban trabajos hasta ese momento reservados únicamente a los blancos y cobrando, no sólo protagonismo, sino también manteniéndose como tal al paso de los años y siendo el primer actor de raza negra en ganar un Oscar en un papel principal.

Evolucionó de interesantes trabajos en su juventud (con tan sólo 26 años ya aparecía en la estupenda Un rayo de luz, de Joseph L. Mankiewicz y, de esta época, se pueden destacar sendos trabajos para Richard Brooks como Semilla de maldad y Sangre sobre la tierra, así como Donde la ciudad termina, de Martin Ritt) hacia papeles adultos de admirable eficacia cuyo punto de partida podría ser Fugitivos, de Stanley Kramer para pasar, luego, a interpretar el principal papel de la ópera negra Porgy y Bess, de Otto Preminger (donde fue doblado en las canciones), el drama jazzístico Un día volveré, de Martin Ritt, haciendo sombra al mismísimo Paul Newman y, por fin, la consagración total con el Oscar al mejor actor con apenas veintinueve años de edad en Los lirios del valle, de Ralph Nelson.

Su carrera, a partir de aquí, prosigue con algún que otro titubeo como, por ejemplo, Los invasores, de Jack Cardiff y algún trabajo realmente sorprendente como la conciencia del capitán de un barco que persigue obsesivamente a un submarino soviético en la excelente Estado de alarma (Incidente en el Bedford), de James Harris.

Quizá la segunda mitad de la década de los sesenta fuera la más brillante de su carrera. Ahí está el taquillazo que supuso Rebelión en las aulas, de James Clavell, versión inconfesa y mucho más blanda de Semilla de maldad y un producto muy propio de la época del swinging London para, luego, pasar al que es, con toda probabilidad, el mejor papel de su carrera: el Inspector Virgil Tibbs de En el calor de la noche, de Norman Jewison, interesantísima película sobre la investigación de un crimen en una típica ciudad racista del sur de los Estados Unidos. Su trabajo dando vida a un hombre que se muestra como mucho más inteligente que cualquiera de los blancos es fascinante (no sólo lo es, sino que se empeña en demostrarlo), con un personaje orgulloso, competente, salvajemente sospechoso por el mero hecho del color de su piel, es uno de los grandes papeles de la Historia del cine. De hecho, podemos quedarnos con ganas de saber de ese cerebral inspector obligado a colaborar con gente que le desprecia y, sabedor de ello, Poitier retomó el personaje en dos ocasiones aunque con resultados algo descoloridos en las secuelas Ahora me llaman señor Tibbs, de Gordon Douglas, y El Inspector Tibbs contra la Organización, de Don Medford, la más inferior de las tres.

La siguiente película a En el calor de la noche fue otra muestra de su enorme talento. Adivina quién viene esta noche, de Stanley Kramer, una película en la que lo fácil sería fomentar la polémica desde su personaje, pero que él convierte, sin apenas esfuerzo, en un hombre tranquilo, seguro de lo que quiere, buen entendedor de los problemas que esperan a su unión con una chica blanca, que se pone literalmente en las manos de los padres de ella (maravillosos Tracy y Hepburn), menos liberales de lo que presumen y que intenta apaciguar los exaltados ánimos de sus propios padres como signo evidente de la esperanza que guarda la nueva generación de jóvenes blancos y de color que deben olvidar sus antiguos prejuicios y radicalismos.

A partir de aquí, su carrera bandeó un tanto de un lado a otro. Pasó del notable melodrama Un hombre para Ivy, de Delbert Mann, donde compartió cartel con la gran dama del jazz Abbey Lincoln, a la olvidable El hombre perdido, de Robert Alan Arthur, un reputado guionista y productor mal pasado a la dirección. Después de intervenir en uno de los mejores documentales que se hayan rodado, King: a filmed record…Montgomery to Memphis, dirigido al alimón por Joseph L. Mankiewicz y Sidney Lumet, prueba suerte en el terreno de la dirección revelándose como un realizador sin demasiado talento, con muy poco interés a pesar de entregarse a esa faceta casi ininterrumpidamente durante nueve años en ocho películas de las que sólo cabe destacar, por decir alguna, el melodrama Un cálido diciembre. Ni siquiera su asociación con Bill Cosby en Dos tramposos con suerte y Traces funcionó y acabó dándose cuenta de que la dirección de películas no era lo suyo.

Entre medias, sólo rodó una película a las órdenes de otro director, La conspiración, de Ralph Nelson, en principio un interesante argumento que le unió a Michael Caine en un relato sobre una huida en medio de la Sudáfrica del apartheid lastrada por una dirección algo endeble que prefiere narrar la aventura en sí misma en lugar de realizar un retrato apasionante de un régimen encerrado en sus prejuicios y totalmente condenable en una época en la que el resto del mundo miraba hacia otro lado.

Después de su segundo matrimonio con la actriz blanca Joanna Shimkus y tener una prolífica descendencia, Sidney Poitier, al final de su carrera, decidió no complicarse demasiado la vida e intervenir en tres películas. Dos de ellas muy intrascendentes e, incluso, mediocres, como Espías sin identidad, de Richard Benjamin, y Dispara a matar, de Roger Spottiswoode, y una con cierta entidad al compartir cartel con un reparto de categoría encabezado por Robert Redford en Sneakers (Los fisgones), de Phil Alden Robinson aunque, aquí, desempeña un papel totalmente secundario.

Aquejado de un cáncer de piel, Poitier se retiró de toda actividad pública en sus últimos años, pero su estela y su escuela han sido ejemplo para actores tan sobresalientes como Denzel Washington (un punto más agresivo que Poitier). En cualquier caso, Sidney Poitier se encargó de dinamitar unos cuantos prejuicios haciendo saltar por los aires algunas cosas que se daban por supuestas, no sólo por la clase de trabajos que se atrevió a realizar, sino también por el éxito al que llegó en su propia vida considerando que fue uno de los mejores actores de su generación. 

jueves, 13 de enero de 2022

MUNICH EN VÍSPERAS DE LA GUERRA (2021), de Christian Schwochow

 

A pesar de ser una película de producción anglo-germana, no cabe duda de que forma parte de ese lavado de imagen que ha emprendido el cine británico para mejorar su prestigio frente al trauma que supuso el Brexit. En esta ocasión, no hay ninguna duda de que se pretende hacer pasar el efímero acuerdo de paz de Munich entre Neville Chamberlain y Adolf Hitler como una oportunidad para que Inglaterra y los aliados se preparasen para la guerra cuando, en realidad, fue justo al revés. Sirvió para que la más poderosa maquinaria de guerra que ha conocido el mundo tuviese muchos más medios y fuera aún más temible.

Así que asistimos al retrato del Primer Ministro inglés como si fuera el de un estratega que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para mantener la paz en el continente europeo y que sus cesiones y concesiones eran meras tácticas para hacer frente convenientemente a un contrincante al que se iba a enfrentar más pronto que tarde. A pesar de esta tergiversación interpretativa de la Historia, no cabe duda de que la película guarda algunas virtudes como es la interpretación de Jeremy Irons en la piel de Neville Chamberlain y la evidencia del cuidado en la producción, con un diseño exhaustivo y atrayente de aquellos días de septiembre de 1938.

Por otro lado, dejando de lado la parte más apasionante de la trama que es, sin duda, la astucia que ponen en juego los contendientes en el tablero de ajedrez político, también se introduce una narración más íntima tejida con pequeñas conspiraciones, historias de amistad y frustraciones desde la perspectiva de unos personajes que apenas pudieron ser poco más que espectadores de toda esa esperanza en entredicho. El resultado es una película que se deja ver, con momentos de tensión muy logrados, a la vez que se describen otros con diálogos infantiles para justificar motivaciones diversas, además de un actor totalmente inadecuado como Ulrich Matthes para encarnar a Adolf Hitler, al que se parece aproximadamente con la misma similitud que un huevo alemán a una castaña escocesa.

El mundo contenía el aliento cuando, de hecho, se sabía perfectamente cuál iba a ser el desenlace. Celebrar una conferencia de paz para ganar algo de tiempo y conceder la región de los Suretes a Alemania sin el concurso de los checoslovacos no era más que un teatro mal llevado porque, en el fondo, no se deseaba el enfrentamiento contra el que era la mayor de las garantías contra las potenciales ambiciones soviéticas. Todo eso se obvia porque es mejor parecer tonto que serlo y es difícil llevar la cara limpia cuando se tiene muy sucia. Aún así, un día más de paz, en aquellos días, era un triunfo, efímero y pequeño, pero triunfo, al fin y al cabo. Munich fue el escenario del asesinato de la tranquilidad para medio mundo. Y la debilidad y los intereses supranacionales fueron los autores. Sólo se pudo parar aquello cuando aparecieron hombres con determinación, capaces de parar los pies a un loco sediento de venganza y de poder que creía en un Reich que duraría mil años.

La conferencia para una paz breve fue una crónica anunciada de una declaración de guerra. El espionaje no sirvió de nada porque, ni siquiera, pudo prever el siguiente movimiento del diablo. Y el infierno duró seis años mientras todos se desangraban en el terrible y desolado campo de batalla.

miércoles, 12 de enero de 2022

PETER BOGDANOVICH: EL HOMBRE QUE SOLÍAS SER

 

En ocasiones, cuando se comunica el fallecimiento de alguien que te ha acompañado durante toda tu vida aunque no hayas llegado a conocerle, lo sientes como si hubieras perdido a un amigo. Y eso es lo que me ha pasado con Peter Bogdanovich. Creci con sus películas y siempre admiré esa capacidad para rendir homenaje al mismo cine sin importar demasiado cuál era la historia. El cine fue su vida desde el principio. Como espectador, vio todo, analizó todo, descifró todo y, más tarde, intentó hacerlo. Tuvo su momento de gloria porque era poseedor de una ironía y de un sentido del humor muy fino. Después, encadenó varios fracasos consecutivos cuando ya estaba en la cima. Y, por último, su relación con la muerte de la modelo de Playboy Dorothy Stratten acabó por despertar todas las desconfianzas. El hombre que solía ser sinónimo de calidad pasó a convertirse en el tipo que tuvo una vida privada en franco desequilibrio y que era incapaz de hacer otra película de éxito.

Pocas veces he conseguido reírme tanto en un cine como lo hice en ¿Qué me pasa, doctor? Aquella historia de tres maletas, de unas piedras sonoras, de una alocada persecución en bicicleta y de un pánfilo atrapado en las redes de una chica que era un seísmo arrancó carcajadas a primeros de los setenta bajo la sombra de la calidad de Howard Hawks y de las screwball comedies más clásicas de los años treinta. Peter Bogdanovich era tan bueno, que era capaz de hacer revivir al espectador de esos años de desorientación y decepciones el júbilo de una comedia que no reparaba en lógicas y que trataba de hacer reír en cada secuencia con unos diálogos vertiginosos, unas situaciones tronchantes y unos actores entregados.

Por supuesto, fue el anzuelo perfecto. Eso hizo que quisiera más películas de ese individuo de apellido algo impronunciable. Me sumergí en la tristeza que emana de La última sesión, considerada por muchos como su mejor película y supe que la vida también podía ser en blanco y negro y estar recubierta de una melancolía juvenil llena de polvo y derrota. Luego quise ver ese tratado sobre la picaresca que es Luna de papel y reírme con las ocurrencias de Ryan y Tatum O´Neal, perdidos en las carreteras de los años veinte, tratando de sacar unos pocos dólares. Y ese tal Bogdanovich consiguió sacarme una sonrisa mezclada con una mirada sabia. A veces, el cine tiene estas cosas. Y ese director conseguía esa extraña mezcla de sentimientos con sabiduría, y sin dejar la ironía de lado.

Fue Chicho Ibáñez Serrador quien me descubrió una película suya en su mítico Mis terrores favoritos y esa no fue otra que El héroe anda suelto, un acercamiento a la violencia psicópata y a una declaración llena de tristeza en la que se aseguraba que el cine de terror ya no tenía ningún sentido porque el pánico estaba suelto por las calles. Con Boris Karloff como protagonista y héroe, Bogdanovich hizo una película con trazas de cineasta muy independiente y, a la vez, enormemente efectiva. Sin demasiadas concesiones y con la certeza de que el cine es capaz de cambiar la vida y, también, de salvarla.

Después de tantos éxitos seguidos, comenzó la cuesta abajo. Abandonó a su esposa y colaboradora, Polly Platt, para iniciar un romance de larga duración con la actriz Cybill Shepherd. Se empeñó en realizar un vehículo para el lucimiento de su pareja y Una señorita rebelde, una comedia sobre el choque de los modos y maneras de conducirse en la rígida Europa de finales del siglo XIX fue una película cara y un fracaso aún más caro. No contento con eso, intentó rendir homenaje a Cole Porter y su música a través de un musical de gran formato como es Un largo y definitivo amor en el que trató de convertir en estrellas del género a intérpretes que se hallaban muy alejados de él como la propia Cybill Shepherd o Burt Reynolds. Con una producción lujosa y con todos los medios a su alcance, la película es mucho mejor de lo que la crítica de la época quiso otorgarle y la masacró sin conmiseración. Bogdanovich ya no era un realizador tan brillante, sólo era un tipo que quería homenajear al cine, al mejor cine, y no sabía cómo hacerlo. A pesar de todo, estaban muy equivocados.

Aún intentó una última gran producción con Nickelodeon: Así empezó Hollywood todo un homenaje a los pioneros del cine a través del slapstick y de la comedia más loca. Naufragó totalmente y, en esta ocasión, con motivo. Bogdanovich quiso ser gracioso y se volvió pesado, sucediendo los gags en una película que navegó sin control, excesiva en todas sus facetas. Probablemente hundido porque la separación de Cybill Shepherd era un hecho y tuvo que sustituirla a toda prisa, el director intentó revivir viejos tiempos juntando en el reparto a Ryan O´Neal con su hija Tatum, con Burt Reynolds, con Brian Keith, con Stella Stevens y con el siempre efectivo John Ritter. Todo fue en vano. Provocó pérdidas millonarias y perdió toda la confianza de la industria. Bogdanovich estaba en punto muerto.

Le costó casi tres años poner en pie una película modesta, de muy bajo presupuesto, que no fue ningún éxito de público, pero que llamó la atención de la crítica. Saint Jack, con Ben Gazzara en el papel protagonista, habla sobre un jugador de ventaja que quiere hacer un último negocio para poder regresar a los Estados Unidos desde Singapur. La película, aún así, se advierte deslavazada, algo aburrida, pero abrió algún que otro interrogante que no sirvió de mucho a Bogdanovich.

Con enormes dificultades financieras, puso en pie una excelente película que no tuvo ninguna repercusión. Todos rieron es una comedia detectivesca marcada por la presencia de una madura Audrey Hepburn, antiguo amor de un investigador privado encarnado por Ben Gazzara. El escándalo perjudicó notablemente la distribución de esta película porque Bogdanovich se enamoró de la modelo de Playboy Dorothy Stratten y fue asesinada por su marido cuando le hizo saber su intención de abandonarle para irse a vivir con el director. La historia fue contada, pocos años después, en la que fue la última película de Bob Fosse, Star 80 en la que el papel del personaje que, supuestamente, es el de Peter Bogdanovich, no sale muy bien parado. El director denunció a Fosse y a los guionistas y perdió. Y el sensacionalismo hizo el resto. Peter Bogdanovich ha quedado como un manipulador que fue, en parte, culpable de la muerte de la modelo. Todo esto hizo que Todos rieron tuviera un estreno muy limitado y, aún hoy, es difícil de conseguir. En compensación y, en un giro digno del Vértigo, de Hitchcock, Bogdanovich se casó con la hermana de Dorothy, Louise Stratten, en un matrimonio que duró trece años.

Cuatro años sin rodar y, cuando volvió a ponerse tras las cámaras, lo hizo con un proyecto ajeno como Máscara, la historia de un joven con un rostro deforme que, a pesar de todo, consigue algo de felicidad en un mundo que ya está demasiado pendiente de la imagen. Un excelente drama que reportó la primera nominación al Oscar para Cher.

A pesar de ser una película inocuamente divertida, Infielmente tuyo fue otro vehículo pensado para el fugaz estrellato de Rob Lowe. Con momentos divertidos dentro de una comedia de intriga, la película también tuvo un estreno reducido y pasó con rapidez al mercado del vídeo donde consiguió algo más de dinero.

Intenta reverdecer viejos laureles con una especie de segunda parte de La última sesión con Texasville, pero había pasado ya demasiado tiempo. Nadie parecía acordarse de esa película que revolucionó a los jóvenes de principios de los setenta con una mirada triste y nostálgica y fue otro completo fracaso.

Con ¡Qué ruina de función!, Bogdanovich se marca un par de lecciones sobre cómo filmar una obra de teatro descubriendo lo que ocurre entre bambalinas. Con un reparto extraordinario que incluía a Michael Caine, Carol Burnett, Christopher Reeve, John Ritter, Denholm Elliott y Julie Hagerty, el director imprime el ritmo necesario a una obra trepidante, divertida y sin respiro (estrenada en España con el título desafortunado de Por delante y por detrás) que, sin embargo, vuelve a estrellarse en taquilla. Con el tiempo, la película ha ido ganando adeptos y, hoy en día, es un pequeño clásico. Otro más que nos dejó este viejo amigo que puso todos sus conocimientos de arte dramático a nuestra disposición.

No acierta con el tono de Esa cosa llamada amor, con River Phoenix como protagonista, entre otras cosas porque Bogdanovich no sabe moverse en los ambientes de la música country, no pertenecía a esa generación y su mirada es distante aunque la película es aceptable. Aún así, fue otro fracaso sin paliativos. Tampoco tuvo éxito El maullido del gato, la historia del asesinato del cineasta Thomas Ince en el yate del magnate multimillonario William Randolph Hearst con Kirsten Dunst y Cary Elwes de protagonistas. Las fórmulas habituales de Peter Bogdanovich parecían estar agotadas.

Sin embargo, aún nos tenía preparada una pequeña joya que, como es habitual, tampoco tuvo ningún éxito y es una película más que notable, testimonio de amor por el mundo del teatro, con aroma a comedia clásica y sofisticada titulada Lío en Broadway. Aquí es como si Bogdanovich nos dijera que una comedia se hace así, con elegancia, con buenas situaciones, sin buscar la risa del espectador a cualquier precio, con mesura, con un gusto exquisito y con un reparto tan solvente que incluye nombres como Owen Wilson, Jennifer Aniston, Rhys Ifans, Cybill Shepherd o Austin Pendleton. Con un guión escrito por él mismo y por su ya ex mujer Louise Stratten, la película es una auténtica delicia que merece ser vista desde los ojos de un hombre que sabía que ya le quedaba muy poco cine por hacer y que, a pesar de todo, a pesar de todos, quiso seguir siendo el hombre que solía ser. Un director independiente, criado y educado en las salas de cine, al que se debe una impagable labor como historiador y crítico con libros fundamentales como sus estudios sobre Orson Welles o varios documentales entre los que destaca su retrato insustituible sobre John Ford.

Todos reiremos, Peter. Gracias por buscar tantas fórmulas para hacer que el cine estuviera más cerca, como un buen amigo, como tú.  

martes, 11 de enero de 2022

EL CRIMEN DE MONSIEUR LANGE (1932), de Jean Renoir

 

Puede que haya personas que merezcan morir. Y, tal vez, Batala sea una de ellas. Es un granuja, un maldito empresario que posee una imprenta y una publicación y no duda en explotar a todos sus trabajadores y acosar a las empleadas. La vida puede ser muy dura, muy fea, si todos los días tienes que cumplir tu obligación con un individuo que no respeta a las personas. Por el contrario, Amedee Lange es un obediente subalterno que, de vez en cuando, se lanza a escribir alguna historia. Es una buena persona, que guarda una considerable cantidad de bondad en su corazón y cree que lo que hace el señor Batala está muy mal. Sin embargo, cuando no se le pone freno a alguien que no tiene la más mínima idea de lo que es el respeto y la dignidad, se pueden cruzar muchas líneas que cualquier persona de ley no puede permitir. Y eso es lo que hace Amedee. No puede soportar que ese tipo se ría de todo el mundo, se aproveche de la debilidad de unos tiempos difíciles y trate de vivir como si no hubiera nadie más que él. Cuando las deudas sean inasumibles, Batala huirá como el perro que es en realidad. Amedee y sus compañeros se unen en una cooperativa para sacar adelante el negocio. Quizá haya una esperanza siempre y cuando los esfuerzos vayan en la misma dirección. Las personas que luchan pueden perder, pero casi siempre obtienen alguna recompensa, aunque sea pequeña.

Los conflictos de clase y la opresión de los trabajadores parecen estar en el ambiente de aquellos años en los que se avecinaba el frentepopulismo de Leon Blum. La utopía de un nuevo orden social parece hasta posible en ese horizonte gris y triste de una Francia que comienza a perder el rumbo. Sin embargo, los aprovechados siempre vuelven porque quieren recoger los frutos que no les corresponde y eso es lo que va a ocurrir. Arizona Jim nunca lo permitiría. Eso lo sabe muy bien el ínfimo Amedee. Ya sólo quedará recoger a la chica y dirigirse a la frontera, allí donde se pone el sol, bajo el lento cabalgar de unos tiempos que pasarán de largo y de una nueva oportunidad perdida. Ya habrá más papel en alguna que otra parte. Amedee ya será el creador de otro puñado de buenas historias sobre el Oeste con su héroe desenfundando para hacer justicia. Es tiempo de mirar a otra parte y no volver la vista atrás.

Jean Renoir dirige esta película que, bajo la apariencia de un crimen merecido, también expone alguna de sus ideas políticas. Como sólo se le podía ocurrir a él, lo hace con una puesta en escena algo caótica, sin deslizar ningún mensaje de forma evidente, sólo con la razón y la cámara en una historia en la que todo el mundo simpatizará con Amedee, ese hombrecillo que duda que se pueda hacer una película del Oeste en Francia y que sólo quiere escribir sus modestas páginas al lado de la chica de sus sueños. No es pedir mucho, aunque quizá la época diga todo lo contrario. La guerra estará a la vuelta de la esquina y Arizona Jim será sólo un puñado de letras sepultadas en el olvido.

viernes, 7 de enero de 2022

THE KINGSMAN: LA PRIMERA MISIÓN (2021), de Matthew Vaughn

 

Ya se sabe. Todos los eventos de la Historia están íntimamente conectados porque, en el fondo, forman parte de la misma conspiración. Lenin y Hitler son las dos caras de la misma moneda, auspiciada por aquellos que sólo aspiran a desestabilizar cualquier forma de equilibrio. Ésa es la palabra prohibida. Equilibrio. No puede haber paz. No puede haber un equilibrio de fuerzas. No puede haber equilibrio para una Humanidad que sólo merece caminar en falso por el abismo. Córteme una conspiración en el mejor sastre y luego métale la tijera como pueda, por favor.

Así que, llamados por la conciencia, hay que combatir esas conspiraciones que tratan sobre la Primera Guerra Mundial, la Revolución de Octubre, la entrada de los Estados Unidos en el escenario bélico internacional. Ninguna de ellas se puede evitar, pero sí terminan, aunque sólo sea para dar paso al siguiente conflicto. Detrás de ello, por supuesto, está la elegancia británica, con su paraguas, su bombín, su traje de corte clásico y elegante y el destino, que también se burla desde las trincheras. El resultado, además de una entretenida lección de Historia para jóvenes, es una película de cierta habilidad, con violencia extrema, pero no tan evidente como en sus dos anteriores entregas, y con el aliciente de ir reconociendo unas cuantas caras familiares según van apareciendo los distintos personajes históricos que ponen salsa a la ficción.

Aquí, Matthew Vaughn juega con mucha más clase que en la bastante infumable Kingsman: El círculo de oro y se sigue echando de menos a ese Colin Firth que encandilaba en Kingsman. Sin embargo, consigue una precuela de cierta gracia, con un esforzado Ralph Fiennes para describir lo que no es la primera misión de los hombres del corte impecable, sino la misión que dio origen a la creación de la sastrería, por llamarlo de alguna manera. Y los caballeros que sigan leyendo me van a disculpar que guarde un respetuoso silencio no sea que descubra los secretos de la raya diplomática.

Por supuesto, volviendo a lo que nos interesa, hay escenas que coquetean peligrosamente con el exceso, algún momento de humor realmente conseguido, pero, sobre todo, un sentido de la acción bastante más depurado aunque igualmente imposible dentro de una película que pasa de lo transgresor a lo conservador con una facilidad parecida al uso de un bastón. Traidores siempre han existido y, como unos acontecimientos están relacionados misteriosamente con otros, es necesario hilar muy fino y confiar estas cosas a los señores que se dedican a tales menesteres.

No olviden pasar la plancha y llevar los trajes a la tintorería. Gemma Arterton pone un punto de clase femenina muy atractivo y Djimon Honsou aporta cicatrices con sabiduría indígena y de servidumbre. Todo muy inglés. O muy ruso, depende de cómo se mire. Rasputín, además, no era ningún santo. Y los tres primitos que luego se convirtieron en reyes tienen su aquel. Quizá el deber cumplido sea el único camino para los que pueden creer que este mundo tiene alguna solución o, tal vez, vivamos en un torbellino que hace que unos hombres que visten ropa muy cara sean los elegidos para asegurar dos o tres libertades. Tampoco muchas más, no sea que luego nos acostumbremos a vivir bien o, lo que es peor, a pensar por nosotros mismos. La sisa me aprieta un poco, caballero. ¿Me corta una conspiración para ensancharla o vamos a la sala de patrones a discutirlo?

miércoles, 5 de enero de 2022

EL CONTADOR DE CARTAS (2021), de Paul Schrader

La búsqueda de una escalera de color o del ansiado veintiuno del Blackjack puede ser un medio para alcanzar una redención que ha tardado mucho en aparecer. No ha sido suficiente un tiempo entre rejas. Tampoco lo ha sido perder de forma repetida. Se trata de encontrarle algo de sentido a lo que resta de vida siempre y cuando se juegue el descarte apropiado, la apuesta necesitada y el triunfo moral. Mientras tanto, seguirán rondando los desagradables olores del pasado, los terribles actos que no se pueden justificar, ni siquiera, tras una bandera, la sombra de que aquello se realizó cumpliendo un deber que nunca tuvo que haber existido.

Así que es posible que, entre tanto tiempo disponible, entre el pecado y la redención, haya habido un hueco para saber contar cartas y reducir al mínimo las probabilidades de perder. Sólo se trata de observar, esperar el momento oportuno y retirarse antes de que las sospechas se pongan demasiado feas. Puede que unos cuantos miles de dólares ayuden a conseguir el objetivo y, al final, la venganza para alcanzar la paz tenga que ejecutarse igualmente. Al fin y al cabo, de eso se trata el juego ¿no? La gente paga para ver tus cartas. Y, en ocasiones, el farol no es suficiente.

Paul Schrader, guionista de Taxi Driver, no ha sido un realizador totalmente fiable detrás de las cámaras. Ha tenido algún destello de interés como en Hardcore, un mundo oculto, pero, por lo general, siempre ha presentado personajes que ejercen una cierta fascinación para, luego, bajarlos cuidadosamente del pedestal, llenarlos de defectos de moralidad dudosa y aplastarlos bajo el peso de su pesimismo recalcitrante. No importa si los objetivos de sus protagonistas son nobles o sí se hubiera deseado saber más de ellos para comprobar que, efectivamente, el arte de contar cartas puede ser una trampa para incautos o para gente que va de lista por la vida. Lo importante es reflejar que, tras una aparente calma, bulle un tempestuoso remordimiento que no se olvida con el triunfo, o con la seguridad. Hay que bajar y mancharse las manos. Y a Schrader le encanta revolcarse en el lodo de sus personajes. Para él, eso es lo importante. Por supuesto, Oscar Isaac realiza un trabajo estupendo aunque no el mejor de su carrera (ese honor lo ostenta la estupenda A propósito de Llewelyn Davies, de los Coen) y, durante algunos instantes, compartimos su frialdad y su mirada escrutadora, buscando los puntos débiles de sus contrincantes y no dejando ver el suyo salvo para llegar a su ansiada redención. Algo que, por otra parte, también forma parte del universo temático de Martin Scorsese, aquí en labores de producción.

Así que es el punto muerto en el que hay que decidir si se iguala, se sube o se abandona la partida. Las cartas sólo dicen verdades y se trata de utilizarlas con la mayor sinceridad para llevarse todas las fichas. Y, en esta ocasión, la más cargada es esa misma que ofrece la tranquilidad de la conciencia, el descargo de la culpa, aunque no deje de ser sólo un modo de verlo. El descarte debe ser inteligente para que el asalto posterior sea a degüello y hay que ver y sopesar con calma cuáles son las cartas que están a la vista. Se sabe que la última, llamada River, es aquella capaz de hundir toda la jugada o, por el contrario, convertir en un desafío ganador lo que, en un principio, no valía nada. El resultado, en todo caso, siempre es incompleto, algo vacío, propio de un tipo que nunca estuvo demasiado centrado y que no duda en sacrificar las posibilidades de una historia para poner en juego sus propias obsesiones.