Dashiell Hammett, el
escritor. Dashiell Hammett, el detective. Ambos se confunden peligrosamente
entre las brumas oníricas de un caso que, tal vez, nunca existió, pero que
ayudó a construir el universo y las formas de las letras que salieron de su
vieja máquina de escribir. Hammett descendió a los infiernos de los bajos
fondos, a los muelles malolientes, a la profunda degeneración del ser humano
para ofrecernos un estilo depurado, nuevo, impecable, con su propio imaginario
y su propia entidad sobre unos cuantos tipos que no renunciaban a su propia
ética mientras se veían acosados por las mayores suciedades y corrupciones. Sí,
todo es una historia de ficción. Sam Hammett nunca tuvo que investigar la
desaparición de una chica alegre, nunca se inspiró en ningún personaje que le
llevara a la decepción más intensa, pero no cabe duda de que su universo estaba
ahí, pidiendo a gritos una respuesta rápida y creíble, aguda y definitiva.
Quizá esta película sólo quiera ofrecer una parte del espíritu de un gran
escritor que utilizó su propia experiencia para crear algunas novelas
inolvidables.
Sí, porque en el
escenario de Hammett los personajes no están cortados de una sola pieza. El
taxista es un anarquista convencido con ciertas tendencias sindicales. El
amigo, la inspiración, es sólo un hombre detrás de una fachada. La chica es la
única que está dispuesta a jugarse el pellejo por un hombre pequeño de alma
grande. El médico es ese tipo que le aconseja no guardar dudas ante el suicidio
y que le anuncia la enfermedad de su riñón como excusa para dejarle solo y
echar una mirada a los archivos. Es como un estanque de agua que va dibujando
leves ondas al echar un recuerdo en sus brazos. Hammett, detective. Hammett,
escritor. Ambos son el mismo y ambos fueron realidad en una historia que no lo
fue.
Hubo grandes problemas
en la realización de esta película. Parece ser que, incluso, se rodaron dos
versiones. En contra de la opinión general, Wim Wenders, el director, rodó las
dos. La primera según su propio criterio en el que primaba esa fascinante
fusión que sitiaba a un detective que comenzaba a confundir la realidad y la
ficción. La segunda, según el criterio del productor, Francis Ford Coppola, más
partidario de dejar que la realidad se impusiera con Hammett como motor de la
misma, sin dejar de lado su tendencia a fantasear sobre las teclas, disfrazando
la realidad de fascinación. Para rodar esta segunda versión también hubo
cambios en el reparto (Peter Boyle por Brian Keith, por ejemplo) y fue ésta la
que prevaleció. Más tarde, con amargura propia de un sabueso, Wim Wenders
declaró que la primera versión se había perdido definitivamente.
Por lo demás, la
factura de la película es impecable, con una maravillosa y evocadora banda
sonora de John Barry e íntegramente rodada en interiores, con un cuidado
exquisito en la ambientación y el vestuario, con diálogos brillantes y
homenajes preclaros a El halcón maltés,
a Bogart, a Sidney Greenstreet y a un mundo que sólo existió en sueños de
franqueza. Frederic Forrest es solvente encarnando al gran escritor-detective
y, por una vez, uno tiene la sensación de que se puede tocar la textura de esos
trajes, de esos decorados y de ese ambiente. Quizá eso mismo era lo que
pretendía un escritor de la talla de Samuel Dashiell Hammett.