Ya llegó el momento de que todo el mundo esté deseando darse un chapuzón y desafiar alguna de las tres reglas que se detallan en este artículo, así que vamos a cerrar el blog hasta el martes 5 de septiembre. Mientras tanto, disfrutad de vuestra dulce libertad y no dejéis de ir al cine para ser un poco más librepensadores. Gracias a todos y cada uno de los que habéis entrado aquí para leer algo. Un beso para ellas y un abrazo para ellos.
Regla número uno:
Desafío a la autoridad.
Es lo que pone en
práctica la gente del cine cuando rueda una película. Y si para ello hace falta
despreciar a la Historia, pues se hace sin ningún problema. El público medio de
una sala de cine tiene entre doce y veintidós años y cualquier desafío a la
autoridad le chifla porque es una de las reglas básicas de la rebeldía natural
de la juventud. Claro que no es fácil hacerlo cuando el autor de un libro
histórico sobre la ocupación inglesa en tiempos de la revolución americana anda
por ahí intentando conspirar contra la producción. Ah, pero el todopoderoso
cine se empeña y entonces hay poco que hacer. Solo queda introducirse en los
vericuetos del mismo rodaje y poner en práctica la misma regla. Desafiar a la
autoridad. Luego el montaje hará milagros y las secuencias espectaculares
quedarán relegadas a segundo plano para que, mientras tanto, el actor
protagonista intente ligarse a todo lo que lleve faldas; la actriz principal,
seguidora acérrima del método Stanislavsky, intente todo para meterse en la
piel de su personaje; y el director dirija el asunto como quien hace una
película de dibujos animados. Cambiarán la Historia pero no cambiarán la
mentalidad.
Regla número dos:
Destrucción de la propiedad.
Regla imprescindible si
se quiere conseguir que la gente vaya al cine y pase por taquilla. Como no haya
explosiones, batallas, muertes, sangre, ensañamiento, crueldad y aventura a
raudales, la película pasará al olvido con la facilidad con la que se bebe una
botella de bourbon. Y eso, al escritor le enfurece porque sí hubo batallas, y
crueldad, y aventura pero ocurrió en un prado, marchando en líneas que se iban
quebrando según se escapaba la vida de los soldados, pero esto no es una
comedia. Esto pasó de verdad. Y el heroísmo fue evidente. Ya tiene que venir el
director palomitero a decir que aquello fue una ridiculez, que hay que hacer a
la gente correr de un lado a otro como gallinas en un corral. El guionista se
ha prestado al juego pero, consciente de su inferioridad, quiere ajustar un
poco sus líneas para dejar algo de verdad en todo el montaje. Y así es como
estalla una rebelión popular en contra de la mentira que vende el cine. Esta
vez, doscientos años después, se trata de luchar por la dulce libertad de la
vida real. Y que el actor protagonista, ese maldito inglés que tiene la moral a
la altura de sus botas de caña, baje del helicóptero que está destruyendo la
propiedad. ¿O eso es digno de admirar?
Regla número tres:
Empelotarse.
Sexo, sexo, sexo. Tiene
que haber sexo aquí y sexo allí para que el espectador se vaya calentito. Al
actor protagonista no le hace falta, que ya se empelota él solo con la primera
que se ponga por delante. Sí, incluso con la actriz amante del método
Stanislavsky. Traición se paga con traición. Mientras tanto, el escritor trata
de contener la oleada de lujuria que representa el cine e intenta, un tanto
infructuosamente, que su vida tenga un cierto orden. El actor
protagonista…no….la actriz principal…no, tampoco…el loco del guionista…ése aún
menos. Esto es una locura. Mejor empelotarse y dejar que la historia, la del
rodaje, sea memorable. Y que las cámaras lo graben. La producción pagó por el
libro y eso ya invalida las pretensiones del prestigio. Y de paso, una madre
que está como un cencerro intentando rememorar un viejo amor de juventud que ni
es amor, ni es juventud. Dulce libertad.
Olvidada película
dirigida e interpretada por Alan Alda, rodeado de un magnífico elenco de
intérpretes que incluía a Michael Caine, Michelle Pfeiffer, Lillian Gish y Bob
Hoskins…solo para decir que las cosas en el cine nunca son como las imaginamos.