Con este artículo, quisiera desear a todos una feliz salida y entrada de año y que 2023 sea mucho mejor en todo. No dejéis de ir al cine.
Hay
voces que nunca deberían apagarse. Una, por ejemplo, podría ser Frank Sinatra.
Otra, Michael Jackson. En esta ocasión se trata de rendir homenaje, porque eso
es lo que trata esta película, a Whitney Houston. Es verdad que todos ellos
podremos oírlos en la radio o en cualquier otro soporte. Sin embargo, son voces
que perviven en nuestros recuerdos, en nuestras nostalgias y son los encargados
de subrayar muchos de los momentos más fundamentales de nuestras vidas. Son
voces que no dejan de señalarnos que somos personas y que hemos hecho cosas
maravillosas y otras que no lo son tanto. Son parte de nosotros mismos.
En el caso de Whitney,
recuerdo cómo a algunos les dejaba con la boca abierta con su dominio vocal, al
alcance de muy pocos. Ella convertía las canciones en una confesión, en algo
irrepetible, en la banda sonora de esos instantes en los que los ojos parecían
desvanecerse porque era así como nos gustaría decir a otras personas lo que
sentíamos y lo que queríamos. Detrás de ella, hubo una carencia total de
autoconfianza porque siempre se sintió exigida, estafada en la vida aunque las
partituras no dejaran de atestiguar muchísimos regalos. Su entorno no fue el
más adecuado porque, en la terrible vorágine del éxito, su padre quiso
aprovecharse, su marido no dejó de demostrar su recalcitrante estupidez, sus
asideros se desvanecían y no tardó en llegar el autoengaño, la seguridad de que
poseía el control de todo cuando nada estaba en su órbita. Siempre la amaremos.
Y siempre la echaremos de menos.
Sin duda, Naomi Ackie
se acerca físicamente a la cantante ya que vocalmente es poco menos que
imposible y se dejó caer con sólo dos temas mientras que en los demás se
conformó con ser doblada. La dirección de Kasi Lemmons tiene momentos de enorme
elegancia y otros, aparentemente más sencillos, están resueltos con
sorprendente torpeza. El guión no deja de tener sus trampas porque, en toda la
trama, se presenta a Whitney como una víctima, como una mujer de cierta
debilidad, pero que fue así debido a las circunstancias. Se pasa de puntillas
por algunos pasajes espinosos, se obvian otros, como su relación con el actor
Robert de Niro (así se salva la inconveniencia de una posible demanda por su
parte) y se presenta a la cantante como un juguete zarandeado que, en el fondo,
lo que delata es una latente carencia de personalidad. Mención especial merece
Stanley Tucci, productor de mirada cansada y de intenciones limpias, honestidad
y apoyo en la carrera de ella y trazas de equilibrio en incesante búsqueda de
la felicidad. El resto, por supuesto, son pentagramas de disfrute que se vuelve
en emoción cuando Lemmons se detiene con tiempo y ganas. Aún así, queda una
cierta sensación de que se podría haber extraído más de una historia con tantas
aristas y que tanto daño ha hecho al mundo de la música.
Ella quiso bailar con alguien, sentirse acompañada, tener algo más que nada y se hundió en notas negras de irresponsabilidad y huida. Su don fue maltratado igual que un Stradivarius abandonado bajo la lluvia y su paso por el cine fue muy comercial y mediocre, como si no se hubiera podido vender la imagen de una voz con un rostro precioso, que buscaba la felicidad que brindaba con sus inimitables quiebros, que trataba de realizarse renunciando a sus auténticos sueños, que se miraba en espejos deformantes que llegaron a bajar su rango vocal como si quisieran apagar ese maravilloso sonido que salía de su garganta. No cabe duda de que hay voces que nunca deberían apagarse.