Su estilo era muy
viril, muy seguro. Era como si se dejara de lado los tics y manierismos propios
de los actores del Método que tan de moda estuvieron en los años setenta y, de
repente, una especie de James Cagney rejuvenecido, algo menos expresivo, pero
muy energético, irrumpiera con naturalidad dentro de nuestras admiraciones.
James Caan fue uno de los actores más en boga en aquellos años. Más tarde, su
adicción a las drogas, la pérdida de su hermana por leucemia y la ruina
económica, además de un especial instinto para rechazar papeles importantes,
hicieron que su carrera ya no pudiese recuperarse salvo algún título aislado.
Fue una víctima de la emboscada hacia el éxito que se plantea a cualquier
estrella.
Se le puede apreciar
casi como extra en Irma, la dulce, de
Billy Wilder y compone uno de esos típicos chicos malos que hacen pasar un mal
rato a una vieja atrapada en sus circunstancias, en este caso la parálisis y un
ascensor averiado, en la excelente Una
mujer atrapada, de William Castle. Sin embargo, se podría decir que fue
Howard Hawks quien descubre realmente a James Caan. Le ofrece el papel
protagonista en su película sobre automovilismo Peligro, línea 7000 y, a continuación, le da su celebrado personaje
de Alan Bedillion Treherne, más conocido como Mississipi, en la estupenda El Dorado. El estilo relajado, discreto,
con buen ritmo para las situaciones de humor y con un indudable tono varonil
lleva a ser conocido en todo el mundo. Después de trabajar con el Coppola
primerizo de Llueve sobre mi corazón,
el director le otorga el papel por el que James Caan es más recordado: el Sonny
Corleone de El padrino. La
interpretación del nervioso hijo mayor del clan Corleone resulta impactante y
Caan consigue una nominación al Oscar al secundario. A partir de ahí, su
cotización subre como la espuma e interviene en películas que, quizá no hayan
sido debidamente recordadas, como la excelente Permiso para amar hasta medianoche, de Mark Rydell, o esa divertida
extravagancia que es Una extraña pareja
de polis, de Richard Rush, al lado de un también muy divertido Alan Arkin.
Después de hacer un
breve cameo en El
padrino, segunda parte y de actuar como compañero de Barbra Streisand en la
segunda parte de Funny girl con el
título de Funny lady, Caan alcanza un
éxito excepcional para la época con ese futuro distópico que se describe en la
película Rollerball, de Norman
Jewison. Su físico atlético le ayuda a conseguir el papel frente a otras
estrellas del momento como Robert Redford o Steve McQueen y la historia deja un
impacto importante para la época, con la invención de un deporte en el que el
público vuelca toda su frustración y toda su rabia para evitar las
confrontaciones políticas entre bloques. Aborregamiento general para que no se
piense demasiado. ¿Les suena? El defecto de todo eso que, tal vez, el deporte
también fabrica mitos.
Peckinpah le requiere
para una de sus películas menos conseguidas, Los aristócratas del crimen e interviene haciendo de sí mismo en un
divertido episodio al servicio de la pandilla de Mel Brooks en La última locura. De aquella época es
una estupenda película que ha caído lastimosamente en el olvido y que resulta
muy divertida, con una ambientación extraordinaria y con un reparto de
campanillas que es Harry y Walter van a
Nueva York, la historia de dos pícaros de principios de siglo que se topan
con el negocio del ídem a pesar de los esfuerzos en contra de un malvado
Michael Caine. El que comparte protagonismo con Caan es Elliott Gould y la
chica fue Diane Keaton. Y sí, señores. Nadie se acuerda de esta excelente
película.
Escoge el episodio más
lucido para la superproducción Un puente
lejano, de Richard Attenborough, en la piel de ese sargento que promete a
su teniente hacer lo imposible para cuidar de él y se empareja con Jane Fonda
para una hermosa película como es Llega
un jinete libre y salvaje, de la que tampoco se habla mucho y que, no
obstante, resulta una bonita diatriba ecológica exenta de panfletos.
Los ochenta empiezan
bien para Caan cuando acepta participar en Ladrón,
de Michael Mann, como ese profesional de guante blanco que reviente cajas
fuertes al son de la música de Tangerine Dream y acepta ser el fantasma en la
versión americana de Doña Flor y sus dos
maridos, al lado de Sally Field y Jeff Bridges con el título de Bésame y esfúmate, de Robert Mulligan,
un director con el que Caan no se llevó nada bien a pesar de que la película es
divertida, muy ligera y en la que él aparece con una clase indudable.
Y aquí, salvo por una
intervención en televisión, James Caan debe parar para someterse a una cura de
desintoxicación. Está arruinado, su hermana, que era su principal apoyo,
fallece y los focos le ciegan la mirada. Demasiados matrimonios. Demasiado todo
para convertirse en nada. Cuatro años permanece alejado de las pantallas para
pensar un poco más en su futuro. Durante ese tiempo, Caan no quiere saber nada
del cine y trata de poner su vida en orden. Regresa con fuerza en 1987 de la
mano de Francis Ford Coppola con una de las películas más conmovedoras del
realizador italoamericano, Jardines de
piedra, al mando de la unidad de enterramiento del cementerio de Arlington.
Consigue un curioso éxito con Alien
Nación, encarnando a un policía al que le asignan un compañero
extraterrestre en una Tierra que ha aceptado como normal que hayan venido seres
del espacio exterior que tienen sus partes sensibles debajo de las axilas y no
duda en aceptar, después del rechazo de Warren Beatty, el papel protagonista de
Misery, una de las mejores
adaptaciones del universo de Stephen King. Aún da un par de coletazos de cierta
clase con Ayer, hoy y siempre,
estupenda recreación de una pareja de cómicos que estuvieron juntos dentro y
fuera del escenario durante más de cuarenta años y en la que destila una
química especial con Bette Midler, que consiguió una nominación al Oscar por
este papel, y también en Como uña y carne,
una áspera película en la que Caan compone un malvado que no se olvida
fácilmente.
A partir de este
momento, la carrera del actor comienza a diluirse entre películas sin garra,
elecciones equivocadas y papeles que no se hallaban a la altura de su talento. Sí
es destacable su encarnación de un Philip Marlowe maduro, casi jubilado, en la
excelente Poodle Springs, de Bob
Rafelson, y se le puede ver como el hombre que lo controla todo desde el poder
del crimen en ese experimento interesante que fue Dogville, de Lars von Trier. A partir de ahí, quizá, sólo resulta
notable su encarnación de un anciano solitario, con fantasmas en su interior,
muy interesante de concepción y de desenlace en la película Alguien está vigilándote, en el año
2016, apenas reconocible por los excesos cometidos cuando la juventud aún
habitaba su cuerpo.
Lo cierto es que se ha
ido un actor muy sólido, de gestos muy medidos, nunca excesivo, siempre en su
sitio. Su etiqueta de rebelde fue casi una rémora en una época en la que,
también, había demasiada parafernalia, con las drogas volando a su alrededor,
con las marquesinas refulgiendo con su nombre y con la prensa repitiendo su
nombre como el heredero de los actores más duros de los años dorados de
Hollywood. Quizá siempre vivió como ese rebelde que, en el fondo, no dejó de
ser. “Lo cierto es que tanto Pacino, como
de Niro, como yo, no éramos más que unos arrogantes, unos culos superiores al
resto de la Humanidad”. Hasta la vista, Sonny. Creo que podemos decir que,
a pesar de tus ganas de ir en contra de todo y de todos, nos has dejado muy
buenos ratos mientras caías en las emboscadas que te preparaba el éxito.