viernes, 17 de julio de 2020

LA CARTA FINAL (84 Charing Cross Road) (1987), de David Jones

Con este artículo vamos a poner fin a la temporada hasta el 1 de septiembre. Ha sido un curso durísimo y espero que todos podáis descansar de una o de otra manera. En cualquier caso, todo mi cariño a los muchos que os acercáis por aquí y me dais vuestros ojos durante unos instantes. No dejéis de ir al cine, o de disfrutarlo en casa. Nada, ni nadie, os podrá quitar eso. Feliz verano.

La palabra escrita puede guardar muchos más sentimientos que cualquier frase emitida desde la garganta. Y así, poco a poco, se establece una relación entre una escritora y lectora empedernida y un librero. Los miles de kilómetros que los separan se transforman, gracias a esas palabras escritas, en apenas unos centímetros de cariño compartido. El amor por la Literatura los une y, sin querer, sus mentes y sus corazones se aproximan igual que un acento sobre la letra indicada. De repente, el olor del papel parece convertirse en el aroma de un hechizo, de una unión inexplicable que vive, piensa y siente a través de la escritura, de unos sentimientos que, al principio, asoman con timidez y que, paulatinamente, se muestran con la belleza propia de una relación que no puede ser, pero que es. La mirada se pierde, tratando de buscar en la caligrafía del otro esas compensaciones que la vida diaria se empeña en negar. La inteligencia vuela, embalada, saltando todo un océano de pensamientos y de seguridades y el sueño se vuelve tan real que sólo se disfruta. Y ahí, en esas misivas llenas de alma, se escribe una historia de amor tan intensa que sólo puede ser escrita y, por tanto, eterna.
En las páginas amarillas de los libros de segunda mano está toda la sabiduría de los sentimientos. Quizá es la única parte del interior del ser humano que sea capaz de volar, estar al lado de alguien que está lejos, en otra parte del mundo, y sentirse con toda la intensidad del momento único que se crea entre dos personas que tienen en común algo más que la pasión por los libros. La dirección es 84 Charing Cross Road, y los volúmenes, encuadernados en tela y en piel, ya guardan todo lo que se puede escribir, como la confesión de poner los sueños a los pies de quien se quiere y la advertencia de que pise con cuidado, porque está pisando todos los sueños.
Anthony Hopkins y Anne Bancroft hacen que todos queramos sentarnos y escribir eso tan inexplicable que hace latir nuestro sentimiento, buscando las palabras oportunas, la perfecta grafía del corazón que, rara vez, se consigue. Sin embargo, es posible que, en algún momento, salga la palabra justa, la frase adecuada, el acento oportuno sobre el verbo amar. Y es entonces cuando sabes que sin tierra, ni espacio, ni cercanía, ni tiempo, ni mirada, siempre estarás al lado de esa persona que supo leer el libro de tu interior.

jueves, 16 de julio de 2020

UNDER THE SKIN (2013), de Jonathan Glazer



Hay pocas cosas tan tortuosas e insufribles como un cineasta pretencioso. No vale sólo con unas cuantas ideas estéticas y una metáfora para subirse al carro del oportunismo. La historia debe encajar con la forma si se quiere trascender porque, al fin y al cabo, cualquier película establece unas reglas desde el principio y, si luego se traicionan, todo no es más que una batidora revolviendo un puñado de elementos que podrían ser episodios de una serie sin más hilazón que una extraterrestre de turismo por la Tierra.
Jonathan Glazer debió de creer que había dado con una obra de arte cuando realizó esta película hace siete años. Una alienígena que viene por estos parajes para proveer de no se sabe muy bien qué a los jefes de su expedición que responden al tópico del macho explotador y macarra es la piedra de toque ideal para establecer un paralelismo con la mujer sojuzgada, tratada como un objeto sexual que, en el momento en el que comienza a tener sentimientos, empieza a subir su particular calvario en el que es difícil diferenciar entre sexo, deseo y amor. Brillante. Más aún cuando se posee un nombre de tirón en la cabecera de reparto como es el de Scarlett Johansson, una banda sonora que pretende ser inquietante y acaba por ser pesadamente estridente y una ingenuidad que se trata de disfrazar con continuas elipsis salpicadas de sombras chinescas, pellejos humanos en un fluido y luces alucinantes. Todo resulta pesado, sombríamente torpe, con una alienígena que no tiene ni idea de hacer el amor, pero que es capaz de conducir una furgoneta de considerables dimensiones sin leerse ni un librito de instrucciones y que, por otro lado, tenga que probar el chocolate para conocer su sabor. O que todo sea una trampa sexual que, al final, resulta dolorosamente extraña. O que se haga un típico ejercicio de piedad por encontrarse con un ser deforme para que, luego, venga el macho cabrío de turno y lo estropee todo. Sin reglas, no hay argumento que resista (eso sólo lo sabía hacer Hitchcock) y no basta con, una vez más, creerse que Stanley Kubrick lo hubiera hecho de forma parecida. Eso, con permiso de la concurrencia, es no conocerse a sí mismo, o, peor aún, no conocer al gran maestro.
Y es que los descubrimientos son lentos. Los diálogos, tan simples que se fía todo a la imagen. Los trucos, muy vistos para despistar al espectador y creer que está viendo algo realmente trascendente. La repetición, plomiza. Y la imaginación, muy corta a pesar de que se pretende lo contrario. Hay que trabajar más y hacer que esas ideas estéticas de peso se adecúen a lo que se busca con la historia. No dejar que las intenciones se conviertan en ceniza porque, de un modo algo insultante, Glazer piensa que deja al espectador boquiabierto y que no va a prestar atención a nada más salvo, quizá, a los desnudos de la protagonista. Incluso alguien tendría que haberle susurrado al oído que los ochenta están muy pasados de moda porque todo es tan absurdo que parece arrancado de aquella década.
La noche húmeda se desliza entre las calles desoladas de una Escocia a punto de vivir horas decisivas. Apenas unas preguntas tratan de desatar el deseo incontrolable y la huida parece la única salida razonable para una chica que trata de encontrar sentido ante las continuas y eternas contradicciones humanas. Sin embargo, sólo tropezará con la excitación, el refugio, la violencia y la desaparición mientras su dueño se dará cabezazos contra el muro de niebla que se alza en las tierras altas, como si eso fuera una advertencia de la invasión de hombres dispuestos a utilizar a las mujeres similar a la de unos marcianos que, en el fondo, parecen bastante más hermosos con lo que esconden bajo la piel. Tal vez, porque sólo se trata de un buen puñado de preguntas.

miércoles, 15 de julio de 2020

LA CIMA DE LOS HÉROES (1959), de Lewis Milestone



En demasiadas ocasiones hemos podido observar cómo los hombres son sacrificados mientras los políticos hablan. Esta vez, muchos van a ser los que mueran porque se trata de llegar a un acuerdo negociado para finalizar una guerra que nunca terminó oficialmente y la toma de una colina sin valor estratégico alguno va a ser una pieza clave en el tablero de ajedrez de las conversaciones de paz. Entre los soldados americanos, reina un optimismo evidente. Nadie quiere morir cuando el final está tan cerca. La cima se conquista, pero los norcoreanos quieren recuperarla. Quedan pocos hombres para defenderla y se piden refuerzos. Se pide lo imposible. Sería absurdo estar negociando la paz y mandar más tropas para consolidar una posición sin ningún valor. Los norcoreanos demoran la conclusión de las conversaciones. Todo es política. Mientras tanto, los hombres de ambos bandos mueren. La vida humana puesta encima de una mesa en la que vale más la estúpida supremacía que el acuerdo que se pretende alcanzar.
Al mando, el Teniente Joe Clemons trata de hacer que sus hombres no pierdan la moral. Ve con sus propios ojos cómo van cayendo y él pide una y otra vez refuerzos, obteniendo respuestas evasivas del cuartel general. ¿Es que no lo entienden? Van a morir todos. Apenas tienen municiones, sólo le quedan un puñado de hombres. Incluso pide permiso para una retirada y recibe una escueta negativa. Quizá sea la última batalla, pero no en el sentido que los políticos y militares del alto mando quieren darle. Será la última sangre para un puñado de valientes.
Trepidante y con una especial atención a los secundarios, Lewis Milestone dirigió con oficio esta espléndida película situada en la guerra de Corea, con un Gregory Peck algo estirado en sus gestos, pero espléndidamente acompañado de una segunda fila compuesta por nombres como Rip Torn, George Peppard, Woody Strode, Harry Guardino, James Edwards, Norman Fell y Robert Blake, dando textura y blanco y negro a la historia, desvelando las inquietudes de una lucha titánica por la supervivencia cuando todo parece en contra. El enemigo, además, es casi un fantasma al que no se ve salvo por la luz acusadora de unas bengalas que presagian el final. Mientras tanto, las balas siguen saliendo, la esperanza se sigue agotando y la vida, lentamente, se sigue escapando.
Así que es hora de aguantar más allá de lo posible. Órdenes son órdenes, por mucho que no se les vea el sentido lejos del diálogo. Todo vale para resistir. Desde sacos terreros hasta armas arrebatadas. Lo importante es seguir teniendo aliento durante un minuto más.

martes, 14 de julio de 2020

CLAVE: OMEGA (1983), de Sam Peckinpah




Convencer a otros para que deserten no es tarea fácil. Y más aún cuando se trata de individuos que están comprometidos con una conspiración que amenaza a la seguridad nacional. Todos dicen quiénes son y ninguno es quien dice ser. Y la recompensa para el trabajo no es más que una simple entrevista con un alto dignatario de los servicios secretos. El fin de semana se adivina muy largo y además va a correr sangre. Tanta que la piscina cambiara el agua transparente por el denso color rojo.
Estar equivocado no es tan importante como no admitirlo. Un buen puñado de peligros parece flotar en la brisa de la noche. El misterio es parte de la fiesta y nadie sabe muy bien qué juego elige cada uno. Sólo el pobre presentador de televisión, con su imagen pública y su prestigio profesional en la picota, tiene suficiente honestidad como para vislumbrar claramente su opción. Entre otras cosas porque se convencerá de que no es cierta la aseveración de que cualquier cosa que salga en televisión se convierte automáticamente en verdad. Sólo posee su disfraz, pero sigue siendo una mentira. Las balas surcarán el aire y la confusión reinará en el ambiente. La oscuridad y sus intenciones se cernirán sobre esa casa de ensueño y la clave saldrá a la luz.
Ésta es la última película de Sam Peckinpah, rodada ya con un precario estado de salud por parte del director. Quizá, entre sus fotogramas, se puede apreciar al gran cineasta que hay detrás, pero está lejos de sus mejores obras. Hay momentos de altura y otros irremediablemente confusos. Cuando terminó el rodaje, los productores arrebataron el montaje a Peckinpah y editaron a su gusto el principio y el final, lo cual no contribuyó en nada a la historia que el director tenía en mente. Aún así, hay tiempos y sufrimientos, engaños y heroísmos muy propios de su cine. El retorcimiento en la trama resulta bastante irritante y los actores parecen estar incómodos en ese mundo de espías reducido a cuatro paredes. No pudo ser. El gran rebelde no nos dejó una obra maestra en su testamento.
A pesar de ello, casi tenemos una narración en primera persona que habla sobre la paranoia urbana y las abusivas intromisiones del gobierno en las vidas privadas. La pesadilla increíble que se origina proporciona la densidad propia de glorias en la derrota y la venganza asoma la cabeza en un interminable intercambio de tiras y aflojas. Y tal vez todo sea un medio para un fin, algo que no deja de ser irónico cuando los espías saltan entre trampas y dobles sentidos. Rutger Hauer, John Hurt, Burt Lancaster y Craig T. Nelson esconden sus intenciones bajo sus rostros cegados por la luz y, al final, es posible que los últimos lleguen a ser los primeros. Siempre echaremos de menos a un cineasta de la fuerza visual y sugerida de la categoría de Sam Peckinpah.

viernes, 10 de julio de 2020

DESTINO FATAL (1975), de Robert Aldrich



La amargura preside los días del Teniente Phil Gaines. Quizá hayan sido demasiados crímenes, demasiadas decepciones y, tal vez, demasiadas horas de trabajo. Ahora una chica ha aparecido muerta en una playa y él debe resolver el crimen. Si fuera cualquier otro, realizaría un trabajo de rutina y pasaría al siguiente cadáver. Gaines no es así. La víctima era una actriz porno. Y también era una persona. Merece tanta atención como el que más. Y eso, por si fuera poco, es muy difícil de demostrar. Por eso, el padre inicia una investigación por su cuenta e interfiere bastante en el trabajo del policía. El entorno es algo gris. Ya no hay esa especie de atención preferente sobre un caso cualquiera en una ciudad violenta. Hay demasiado cinismo en Gaines, pero hacia dentro él sabe que tiene que cumplir con una obligación. Con lo que no contaba Gaines es con esa prostituta francesa. Una de esas mujeres capaces de poner la vida de cualquiera patas arriba. Y más aún si, de alguna manera, representa la mujer de sus sueños. Gaines está atrapado. No sabe cómo salir del embrollo. Él es sólo un policía con la mirada triste. La muerte anda merodeando aunque en ningún momento se la ve.
Todas las personas implicadas en el caso son poco recomendables. Se esconden tras cortinas de humo que son difíciles de traspasar. Sobre todo en el caso de un magnate que tiene la coartada perfecta porque va seguida de muchos ceros. El tipo es un dechado de virtudes cara al público, pero su interior está tan corrupto que al propio Gaines le da reparo echar un vistazo. Quizá la vida y la maldad estén indisolublemente unidas y no haya muchos más sitios a los que ir salvo, tal vez, acabar en el rincón de los brazos de una mujer. El suicidio está descartado y las trampas se suceden con tanta rutina que Gaines ya ni se da cuenta de que está muerto. Y ninguno de los que pasan por delante de los ojos del teniente, está diciendo la verdad. La conclusión será cruelmente irónica. Y Gaines tendrá que aceptar lo que le tiene preparado el destino. La oscuridad se cierne y el día pasa sin pena ni gloria. Lo sórdido y lo vulgar se convierten en compañeros inseparables de la investigación y ese policía con billete de vuelta va a dar las claves incluso cuando sea demasiado tarde.
Burt Reynolds brilla en la piel del policía amargado y violento, alejado de su registro habitual. Y lo hace con especial intensidad en sus escenas con Catherine Deneuve que encandila y embruja a partes iguales. Tras las cámaras, un veterano como Robert Aldrich que imprime un tono sombrío a toda la historia, jugando con un espectador que, quizá, no esté demasiado preparado para aceptar un final como el que se pone encima del revólver.
En esta ocasión, hay muy poco movimiento, y acción y sí mucha lógica, calma y paciencia. La policía trabaja con cuidado. Agárrense y no vayan a caer en su ritmo letal.

jueves, 9 de julio de 2020

HABITACIÓN 212 (2019), de Christophe Honoré



Una mujer independiente, decidida, libre y profesional pierde súbitamente el rumbo porque su marido se entera de que ha tenido una aventura. Se encierra en una habitación de hotel para pensar y, allí, en medio de las ensoñaciones y de la reflexión, recibe la visita de su propio marido en plena juventud, de la que ella sospecha que fue su amante hasta que se casó con él, de su madre muerta, de su abuela más muerta aún, de su propia voluntad que guarda un sospechoso parecido con Charles Aznavour…y de todos sus deslices, que son unos cuantos aunque, la mayoría, fueron meros accidentes vitales.
Así que en esa habitación, se rompe el cascarón de seguridad que la envuelve y se enfrenta a la verdad de una edad ingrata. La pasión se ha perdido porque ya no se posee el ímpetu de la juventud. Y trata de hallar un sustitutivo con un buen puñado de jóvenes que la recuerdan que, un día, ella también lo fue. Sin embargo, más allá de todas las reflexiones, de todos los recuerdos que se agolpan y de todas las inseguridades que se abren, se da cuenta de que la soledad es aún más aterradora y de que se trata de amar lo que se tiene y no lo que ya se quedó en el camino.
En el delirio de su encierro, ella trata de volver a encontrar ese punto de equilibrio que sabe que la ha hecho tan especial. Sin trascendencias inútiles, sin circunspecciones graves. Con desenfado, con un reconocimiento amable de la gran cantidad de errores que ha cometido. También se imagina cómo se deshizo el cielo para su marido en cenizas, cómo la música se ausentó de una vida que siempre quiso ser mejor y fue siempre igual, cómo hay otras salidas que no son nada apetecibles en la madurez que, al fin y al cabo, es una edad en la que uno se acobarda, mira demasiado atrás y trata de asegurar en un mundo en el que la estabilidad sentimental cada vez es más frágil.
Chiara Mastroianni, gestos y miradas de Marcello en mujer, realiza un papel meritorio dentro de una película que alterna, con ligereza, aciertos y errores. Su tono humorado es fácil de captar y produce una comodidad agradable. Su renuencia a avanzar en torno a la trayectoria sensitiva de una mujer que resulta irremediablemente atractiva resulta levemente frustrante. En medio de todo ello, una selección musical de indudable gusto y un café en un lugar de nombre Rosebud tratando de despedirse en una noche de luna llena, nieve de fantasía y abrazos vacíos que aprueba por los pelos y deja un poso demasiado leve.
Así que es el momento en el que hay que repasar qué es lo hizo que, en determinado momento, el amor pareciera tan eterno y fuera sólo una cuestión de años y de rutina. Quizá haya que dejar atrás esa obsesión por las sábanas arrugadas y envolverse en la calidez de una piel que comienza a envejecer porque ha perdido en pasión y ha ganado en experiencia. La noche va a ser muy larga y puede que sólo sea eso, un rato de reflexión en calma, donde el silencio ambienta los pensamientos y el lugar en el que se llega a la certeza de que el amor, sostenido en lustros y asentado en sensaciones, sigue estando ahí, esperando la compañía, la complicidad, el verdadero rostro de la sonrisa y la oportunidad para que los buenos días surjan por el mero hecho de ir a comprar unos bollos para desayunar. No todos los días nieva. No todos los días se puede pensar. Pero siempre, durante unos segundos, es posible que haya un susurro entrañable que invite a una tácita declaración de amor.

miércoles, 8 de julio de 2020

LARGA ES LA NOCHE (1947), de Carol Reed



La sangre se desliza con lentitud, formando un río de ilusiones y rebeldías que se desvanecen y se confunden con el gris asfalto de la fría ciudad. El tiempo se rebela y parece que se detiene porque la muerte viene de puntillas, a cada segundo, recreándose en su llegada, llamando a la puerta del destino con cada latido de un corazón que cada vez tiene menos que bombear. Los cercos se estrechan para tapar los agujeros y el conocimiento se va perdiendo como el aliento en la noche, aire de calor en la fría humedad de la nada. Las luces se encienden y se quedan ahí, mirando impasibles desde los edificios y las casas que se dejan atrapar por el miedo y la quietud. Ulises desangrado se mueve por las calles, intentando hallar un camino de regreso que se antoja tan lejano como imposible porque las balas siguen ahí, horadando la piel y las venas, dejando que la vida se escape como un puñado de arena entre las manos. La ayuda es discreta, sin aspavientos, como queriendo esconderse de la piedad. El sueño va cayendo y los párpados son mármoles que apenas se pueden levantar. El borde de la existencia parece abrirse bajo los pies del incauto y la traición se puede oler con cada borbotón. Larga es la noche para quien se introduce en los brazos de la parca.
Y quizá, en ese peregrinaje inútil en busca de una esperanza por la que seguir luchando, es cuando se puede apreciar la grandeza de la gente desconocida, el alma que palpita con fuerza tras la necesidad del calor. O la inmensa pequeñez de algunos que han decidido esconderse de las realidades y de los problemas porque no nacieron para luchar, sólo para estar. Es hora de descansar en algún viejo sillón abandonado en un chamarilero cualquiera y dejar que la flojera invada todos los huesos y cale en todos los ánimos. Ni siquiera el amor será capaz de detener el río que se evade del cuerpo sin remedio. Larga es la noche, sí, tanto que la eternidad parece que se dibuja antes del amanecer.
Carol Reed dirigió esta película difícil y agónica con la colaboración de un James Mason extraordinario, amenazante y desgraciado, errante y abandonado, con la inercia de una herida que jamás puede cerrarse, con la certeza de que cada paso adelante es un empujón hacia atrás. Y de alguna manera misteriosa, nos adentramos en las gotas del frío condensado de una larga caminata hacia ninguna parte, compartiendo con el protagonista la sensación de que todo acabará y de que, posiblemente, lo haga muy lentamente.

martes, 7 de julio de 2020

ENNIO MORRICONE. ALGO PARECIDO A LA MUERTE



Hace muchos, muchos años, una cinta de magnetófono se veía a menudo, con su carcasa, alrededor del equipo de música de mi padre. Yo era muy pequeño, pero me llamaba poderosamente la atención aquella portada en la que se veía a un hombre, vestido todo de negro, agachándose con su sombrero del Oeste, para coger, posiblemente, un arma que estaba en el suelo. Los colores de fondo eran muy vivos para contrastar con la oscuridad de ese personaje que, a buen seguro, acababa de liquidar a unos cuantos y se ocupaba de recoger uno de los revólveres que yacían inertes al igual que, a buen seguro, estaban sus adversarios. En rojo, en letras no muy bien definidas, se alzaba el título: La muerte tenía un precio y yo, en mi niñez, me preguntaba a qué precio se referiría aquello. De vez en cuando, cuando estaba solo o con mi madre, me atrevía a poner aquella cinta y me resultaba terriblemente atractiva. Incluso parecía como si hubiese una canción de cuna que no presagiaba nada bueno mientras otro tema me transportaba a lomos de mi caballo en una persecución de tiros y furia. Pasaron unos cuantos años hasta que me di cuenta de que en la cara B se hallaba la banda sonora de otra película titulada Por un puñado de dólares y que, durante todo el tiempo, pensé que todo pertenecía a esa otra que anunciaba que la muerte, efectivamente, tenía un precio aunque, más bien, era una recompensa. Luego ya imaginé esas dos películas, las construí en mi mente con el único soporte de la música que me proporcionaba un tal Ennio Morricone que, según pude indagar en el interior de la carcasa, era quien había compuesto aquellas melodías hipnóticas, misteriosas, bellas y, al mismo tiempo, terriblemente premonitorias de que algo oscuro revoloteaba alrededor de ellas.
Indagando aún más en la discografía de mi padre, me encontré un disco de vinilo con la orquesta de Ray Conniff que se titulaba Turn around and look at me y en uno de sus temas me topé otra vez con el nombre del tal Morricone. Se trataba del tema principal de El bueno, el feo y el malo y me producía algo de terror con esos gritos cortantes e imperativos que, a voz de hombre, salpicaban todo el tema. Pude imaginar menos la película, pero escuché esa música hasta que empezó a sonar el típico sonido a fritanga de los discos de vinilo antiguos. Pero recuerdo muy bien la sonrisa de mi padre cuando le hice esta pregunta de niño:
-. Papá… ¿de qué va El bueno, el feo y el malo? ¿Quién es el bueno?
Ya en la adolescencia, conseguí ver las tres películas, y también aprecié la música que las acompañaba. Era diferente a todas las demás bandas sonoras que podía escuchar. Un día, en televisión, pusieron Hasta que llegó su hora y, aparte esa armónica que no dejaba de sonar, se me puso la piel carne de gallina cuando Leone levanta la grúa para acompañar la llegada de Claudia Cardinale al pueblo donde se desarrolla la acción y se escucha una melodía que era la misma esencia del arte de la banda sonora. Era un momento mágico, de esos que se quedan impresos en la memoria de las sensaciones, ese mismo terreno en el que Ennio Morricone era un auténtico maestro.
Llegaron los años, se amontonaron las películas y Morricone me acompañaba con mayor o menor acierto. Volvió a ponerme los pelos como escarpias con La misión, a pesar de que era una película que me produjo un tremendo bajón de moral y una profunda tristeza. Disparé con él en ese principio de Los intocables mientras la cámara recorría las sombras alargadas de las letras que definían el título, miré a través de ese ojo escondido en la bodega de cualquier tugurio de Little Italy mientras Deborah se desnudaba y bailaba en puntas, llevándome a la ensoñación y a quererla sin tenerla nunca mientras se me decía Érase una vez en América. Tarde, muy tarde, ya casi adulto, descubrí Novecento y la belleza de una lucha que no terminará nunca, a pesar de que puede haber vínculos de amistad. Pasé miedo con La cosa y, a pesar de que a Almodóvar nunca le gustó su trabajo, comprendí perfectamente lo que pretendía con esa música descolocada que, poco a poco, va ordenándose en Átame. Corrí junto a Clint Eastwood en En la línea de fuego y volví a la ilusión de la infancia con Baaria. Incluso me encerré con unos cuantos asesinos y cabalgué al lado de una diligencia que llevaba a la muerte como pasajera en Los odiosos ocho
Sin embargo, hay un momento en el que Ennio Morricone me hizo soñar por encima de todas mis fantasías. Más que nada porque, a través de su música, supe cuál era la razón por la que yo amaba el cine. El rostro de Totó, ya adulto, viendo todos esos besos robados a la imaginación en Cinema Paradiso me recordó, una y otra vez, que el amor existe, que está ahí delante, que no siempre nos pertenece y que la única razón por la que merece la pena vivir es sentirlo. Hoy, mis lágrimas, van por este compositor que, a buen seguro, las recogerá y las pondrá en el pentagrama en el lugar en el que corresponden.

viernes, 3 de julio de 2020

2001: UNA ODISEA EN EL ESPACIO (1968), de Stanley Kubrick

No suelo repetirme con los artículos. Hace unos días, lo hice con "Rashomon", de Akira Kurosawa porque creí interesante arrojar un nuevo enfoque sobre ella. Hoy, lo hago con "2001: Una odisea en el espacio", de Stanley Kubrick porque hemos vuelto al cine y había que celebrarlo de alguna manera. Espero no repetirme más.



La luz del alba se filtra a través de los ojos del jaguar en un mundo desolado. El horizonte se abre, incógnito e inacabable, esperando la sangre de la supervivencia. Y entre todas las criaturas, algunas que ya han desarrollado miradas de hombres y aún se arrastran tratando de conservar un charco de agua que significa que el día se ha ganado. Un hueso golpeado y nace el primer arma. El espacio espera en su largo e interminable vals de orden cósmico en el que el hombre tendrá que desempeñar un papel tan importante que ya no habrá Dios, ni habrá hombre. Sólo habrá conocimiento.
Y en ese conocimiento entra la inteligencia artificial que ya ha comenzado a desarrollar emociones. El miedo a la muerte ya no es un patrimonio exclusivo de la Humanidad, sino que también lo es de la tecnología, de la reacción puramente lógica al problema de la supervivencia. Polifemo atrapando a Ulises allí donde el mar es tan inmenso que el infinito llega a ser pequeño. Más allá de la última frontera, puede que se halle el superhombre, puede que la vida y la muerte sólo sean conceptos inherentes a la existencia que sean fácilmente dominados por la eternidad. Y el ser humano estará allí para verlo, conquistarlo y, naturalmente, matar.
Los colores se deslizan por la mirada como un ciclorama de luz sin fin. Las decisiones siempre tienen determinadas consecuencias y toda la existencia se integra en algo que parece un pedazo de granito liso y perfecto que es ese elemento que da forma al raciocinio. Y ese mismo raciocinio llega hasta los confines del universo porque no hay misterios que el hombre no se atreva a conquistar. En todo se busca una razón. En todo se halla una respuesta. Así habló Zaratustra.
Hoy, diecinueve años después de la odisea que imaginó Kubrick, volvemos al cine en un futuro distópico y rupturista que hace que HAL 9000 parezca una criatura mitológica y que el hombre, en su eterna búsqueda y en su sed de poder, se pasee por el mismo borde de la derrota. Quizá, el niño burbuja nos esté ya observando desde algún lugar del espacio y haya puesto ya en marcha su plan para el resto de la eternidad. Los mortales seremos astronautas que no nos guardamos de tapar nuestra boca y tendremos que salir al abismo para dejar demasiadas puertas cerradas por detrás de nosotros. El vacío es aún mayor del que pensábamos y la fragilidad de esas minúsculas motas de polvo que somos en la inmensidad del universo se hace aún más evidente, más amenazante y, también, mensajera de un principio que, por fuerza, debe ser mejor.
En 1968, año en el que se realizó 2001: Una odisea en el espacio no sabíamos que tanta inteligencia fuera posible a través de una cámara de cine. Fue ayer mismo cuando lanzamos el hueso al aire, presos de la ira y de la sensación de superioridad, y estamos justo en ese punto en el que estamos esperando el mañana, a punto de descubrir todas las verdades, de practicar todos los engaños, de encarar el destino de una raza que empezó por defender la exclusividad de un charco de agua y que aún no ha terminado de hacerlo. Somos monos. Bailarines imperfectos de la creación perfecta de un supuesto orden universal y aún tenemos que encontrar el monolito que nos permita explorar el siguiente paso de nuestra evolución. La respuesta está mucho más allá de las estrellas. Y tendremos que ser capaces de reconocerla. 

jueves, 2 de julio de 2020

LA POSESIÓN DE MARY (2019), de Michael Goi



“Todos estamos hechos a medias”, le dice Gary Oldman a Emily Mortimer en determinado momento de esta película. Habría que añadir que esta historia, también, porque, para empezar, uno se llega a preguntar qué es lo que hace que dos intérpretes tan competentes se decidan a aceptar un trabajo que es notoriamente inferior a lo que han hecho anteriormente cuando, en teoría, son actores reputados, premiados y apreciados. ¿Es que no se dieron cuenta al darles el guión que esto es un ejemplo preclaro de lo que es falta de trabajo sobre un material, en principio, prometedor?
No cabe duda de que hay unos cuantos tópicos en una leyenda sobre un barco, sobre una ruta y sobre una maldición. Hasta ahí todo correcto. Sin embargo, hay que saber contarlo, hay que mantener una cierta tensión (más aún si se trata de una película que dura apenas una hora y veinte minutos) y se debe ofrecer un desenlace con cierta lógica y no un espanto que sólo busca dejar con la boca abierto de terror cuando, en realidad, peca de flojera, de previsible y de unas pocas dosis de historia  televisiva en dimensiones conocidas.
En contra, hay una cierta desidia a la hora de contar las cosas aunque es bastante posible que, parte de lo que debía verse, se quedó en el suelo de la moviola. Las interpretaciones no son convincentes, los personajes son de celofán y la precipitación abunda a babor y a estribor. La maldición que arrastra un barco con un mascarón de proa que pretende ser de lo más misterioso se descubre no se sabe muy bien cómo, hay situaciones que no son nada creíbles porque se opta por la solución más fácil y ni siquiera se puede agarrar la trama al recurso de los sustos porque hay muy pocos y no son demasiado aterradores. Más vale levar anclas y esperar a que escampe el temporal.
Michael Goi dirige sin pulso, sin acierto, sin ganas, sin más preocupación que la fotografía de la que él mismo se encarga y se naufraga sin pistola de señales con algunas de las reacciones porque no existe un hilo coherente que siga la estela de las viejas leyendas, de sucesos que fueron impactantes, de creaciones de ambientes que inviten a la inquietud. No vale sólo con ruidos extraños y soltar a la bestia en instantes a destiempo. El terror con pretensiones necesita una singladura firme, con el timón bien sujeto y con las velas desplegadas. El mar, al fin y al cabo, es un enorme manto de agua que todo lo cubre y, en sus profundidades, hay muchos secretos que esperan para ser desvelados.
Así que es hora de transbordar, de preguntarse qué pasó en ese prólogo que te plantea la película porque en ningún momento se explica nada, de pensar si los espíritus son ubicuos y saltan de presa en presa o se esconden en la sugerencia de que los barcos también tienen vida. No hay piedad para las cosas hechas a medias porque lo mejor es no hacerlas. El resto es una pérdida de tiempo que abre las espitas del agua e inunda cualquier buena intención que pudiera poseer una estela que no va a ninguna parte, que no viene de ningún lugar y que sólo merece el olvido de una época que invita demasiado a ello como para ignorarlo para siempre. De vez en cuando, también hay que apuntar en el cuaderno de bitácora que aquello no es nada, sólo dinero malgastado y un par de miradas escrutando las suaves dunas de la inmensidad.

miércoles, 1 de julio de 2020

EL INOCENTE (1976), de Luchino Visconti



A veces, sólo se puede amar aquello que se cree que se va a perder. La sinceridad siempre duele y los mundos fabricados a medida suelen ser cúmulos de mentiras cómodas. La hermosura está ahí mismo, al lado, en la misma cama, y la indiferencia se ha instalado en el aburrimiento y la rutina. Sólo el temor a la pérdida hará que salga la pasión que había estado oculta en los pliegues de encaje y seda. Mientras se cae en la cuenta, más vale desperdiciar el cariño en otras amantes porque, tal vez, es algo tan particular que es mejor no ejercitarlo dentro de casa.
Quizá todo se reduzca a un juego de tintes masoquistas, en el que el deseo, los celos, el instinto de posesión o las apariencias son las principales fichas. Las miradas pueden no significar nada o pueden serlo todo. Depende del propio espectador descifrar en qué dirección van las intenciones, hay que navegar entre las arrugas de las sábanas para llegar a la tierra prometida, al amor verdadero, a la rotundidad de una carne que es árbol prohibido y estanque derramado.
La languidez se abre paso a través de los sentimientos. D´Annunzio se esconde detrás de cada hoja de fotograma, con respeto y calidez, y también con la intensidad que sólo puede esconderse detrás de un corazón que quería contar tantas historias que ya no le cabían en el cuerpo. La tragedia se halla acechando detrás de las cortinas y lo maravilloso y lo triste se unen para que el día se encharque de inocencia interrumpida, de culpabilidad y de desprecio por una clase alta que se enrosca en laberintos mentales de ocio que se muestran sin salida cuando tienen verdadera importancia. Visconti redivivo una y otra vez. Los acontecimientos se suceden, el abismo se abre. Siempre paga el que menos lo merece.
El compromiso de Luchino Visconti se hace más patente en esta su última película. La fidelidad a las creencias, sean cuales sean, conforman a sus personajes y éstos hallan su perdición, su salvación o su continuación. La mirada del director italiano siempre es entornada, muy crítica, comprensiva y, a la vez, enormemente reprochada. Giancarlo Giannini consigue ofrecer las dos caras de la huida y Laura Antonelli realiza el mejor papel de su carrera, demostrando que su talento era mucho más estimable que el de unas cuantas curvas. El tercer ángulo lo ocupa una eficaz Jennifer O´Neill, más actriz que nunca.
La insatisfacción ocupa las imágenes y hasta la ropa parece cansada alrededor del ánimo. Puede que, en algún momento, el gesto se haga glacial y no haya demasiada piedad alrededor de unos personajes que no quieren ir hacia lo verdaderamente importante porque el miedo atenaza todos los actos y nubla todas las consecuencias. Es como si Visconti regulara el aliento de la vida sobre esta película para acabar dejando sólo un hilillo de aire que apenas da para unas cuantas aspiraciones. La sofisticación y el encanto, a veces, son muy atrayentes y, para algunos, está muy por encima de los seres humanos. Y el maestro italiano, a pesar de los pesares, expresaba su lamento por ello.