viernes, 31 de mayo de 2019

GRANUJAS A TODO RITMO (1980), de John Landis



No, no es una gran película. Y no voy a cantar, nunca mejor dicho, sus alabanzas. Pero no puedo evitar estar al lado de Jake y Elwood Blues en la búsqueda de sus músicos y sus instrumentos para salvar el orfanato en el que se criaron. Quizá es una oda al exceso salpicada de música que te hace mover los pies aunque no quieras. Puede que no tenga ningún valor amontonar y amontonar coches de policía en una persecución imposible. Incluso es posible que carezca de valor que en ella se halle la única aparición delante de las cámaras de Steven Spielberg. Da igual. Yo lo que quiero es pensar igual que Aretha Franklin mientras se marca una melodía descarada en una cafetería al uso. O bailar al son de Minnie la mimosa mientras Cab Calloway descabalga su flequillo al mejor estilo del Cotton Club. O quedarme pasmado mientras Ray Charles da un tiento al piano eléctrico en su tienda de instrumentos y parece ver lo que a otros se les escapa. O hallarme al otro lado de la jaula de seguridad para malos músicos mientras se entona el sonido del látigo. O pedir, por favor, que se me dé un poco de amor. Caramba, si hasta deseo ser uno de esos presos que se desquician bailando encima de las mesas del rancho al son del rock de la cárcel. ¿Es que acaso, a pesar de todos sus defectos de película pasada mil veces de rosca, no te lo pasas bien?
Además, por si fuera poco, esa indumentaria de traje de chaqueta y corbata negros con gafas de sol y camisa blanca no lo inventaron aquellos reporteros guasones de Caiga quien caiga y tampoco fue Quentin Tarantino quien lo ideó por primera vez en Reservoir dogs. No. Los primeros fueron Jake y Elwood Blues, que se pasearon por medio Chicago, su dulce hogar, para hacer una obra buena dentro de su particular escala de valores. No importa que Dan Aykroyd fuera el rey del cool y que John Belushi fuera un tipo al que le faltan tres cuartas partes de pernos en la cabeza. Es que la película te lleva en volandas hacia el principado del soul a través de las peripecias de un grupo de chalados que, al fin y al cabo, lo único que quieren es tocar esas melodías que nos ponen de buen rollo y que, queramos o no, forman parte de nuestras vidas. John Landis fue el que dirigió todo el asunto gastándose una fortuna y el tiempo ha sido el encargado de colocar este título como uno de esos que, quizá, no sea el no va más en el campo cinematográfico, pero que contiene un puñado de actuaciones que confieren un valor a la película que la convierte en única. A pesar de todos los cristales rotos, del caos que se aprecia, de la falta de coherencia de muchísimas de sus secuencias, a Granujas a todo ritmo se le perdona todo. Cojan sus ritmos, prepárense a bailar, canten si lo creen necesario y disfruten. Al fin y al cabo, todo el mundo necesita alguien a quien amar.

jueves, 30 de mayo de 2019

LA VIUDA (2018), de Neil Jordan



La soledad puede ser una de esas sensaciones devoradoras que acaban por minar a la razón. Su fuerza va creciendo según pasa el tiempo y termina siendo un enemigo invencible al que ni siquiera pequeñas muestras de estima atenúa su intensidad. Cuando esa sensación desarrolla su propia metástasis es el momento en que la locura pasa a ser una compañera inseparable. Y, de alguna manera, ya no hay más soledad. Sólo insania. Sólo desquiciamiento.
La urbe, con sus calles impregnadas de asfalto y movimiento, llena de seres solitarios sin más visión que el siguiente instante, es el terreno más fértil donde germina la desesperación. El ánimo se torna sediento de daño y el alma se corrompe desde la misma belleza. La música ya no es un medio de arte y consuelo sino un instrumento más de tortura y aislamiento. Y las personas incautas que, llevadas de la buena fe, se ofrecen a dar consuelo acaban por ser víctimas de la misma crueldad en la que se convierte la soledad. Sí, esa sensación, ese terrible sentimiento que desarrolla un odio inconcebible, comienza a ser el móvil más justificable para que el crimen sea algo más que un mal sueño.
La juventud, especialmente si ya ha pasado por alguna experiencia traumática, es el colectivo más vulnerable. En esa situación, la ternura que se perdió parece tomar de nuevo forma en la rutina de un acto que, en sí mismo, es de abrumadora honestidad. Y, tal vez, cuando se cae en el error ya es demasiado tarde como para poder repararlo. Los golpes de la angustia caen uno detrás de otro y lo que parecía estar en orden es sólo un espejismo que se diluye con unas gotas de antídoto brutal. El pozo de soledad se hace más y más profundo y es posible que finalice con la obligación de bajar a él y tocar el fondo.
No cabe duda de que hace algunos años Neil Jordan fue un director de cierto empuje. No hay que olvidar aquella Juego de lágrimas donde la transexualidad era un medio para la asunción de personalidades, o la excelente In dreams, con una extraordinaria Annette Bening, ponía verdaderos escalofríos con una narración bien llevada al sorprender con su suspense y su imaginativa historia. Sin embargo, en esta ocasión, parece que Jordan adolece de una falta de fuerza algo alarmante. Todo lo deposita en el rechazo que puede sugerir Isabelle Huppert, ya muy experta en este tipo de papeles, y se olvida de entretejer una trama con algo de sentido y un poco menos previsible. Todo lo que se ve aquí ya se ha visto antes y mejor y lo que no es así no deja de ser una incoherencia que evidencia el descuido en el que ha caído el realizador irlandés. Especialmente decepcionante resulta ser la secuencia en la que hace entrar en la historia a su actor favorito, Stephen Rea, tan sólo para caer en el tópico mediocre totalmente prescindible. Por lo demás, habría que destacar el inteligente uso de la banda sonora, a cargo del español Javier Navarrete, y una cierta querencia de la película hacia los adentros del espectador poco exigente, que no dudará en elogiarla sin reparar demasiado en sus defectos.
Y es que la soledad, después de haber probado el éxito, aún puede ser más dolorosa. Tanto es así que incluso el final se queda en nada con una plena conciencia de haber causado inquietud y resquemor porque no se sabe cerrar con seguridad el baúl de los resortes del miedo. Quizá se salga con la misma sensación con la que se entró, sabiendo que esto se va a olvidar a los diez minutos de abandonar el agobio.

miércoles, 29 de mayo de 2019

SHOOTER (2007), de Antoine Fuqua



El oficio de francotirador requiere paciencia, algunos cálculos matemáticos, tranquilidad y un pulso de hierro. Eso lo sabe muy bien el Sargento Swagger. Ha estado en muchos puestos de cobertura, acompañado siempre de su observador que, por aquellas cosas de la vida, también es su mejor amigo. Swagger dispara con frialdad, sin motivos personales. Simplemente hace su trabajo lo mejor que puede porque, como él dice, el ejército se pasó mucho tiempo enseñándole a matar, pero más aún a no morir. Y cuando las cosas se ponen feas, más vale salir con ingenio e inteligencia porque son balas aún más letales que las que salen de su fusil con mira telescópica. Aquello ya pasó. Su amigo murió y Swagger siempre lleva su muerte en el pensamiento. Unas montañas, un perro, olvidarse del resto del mundo y ya está. Es hora de dejar de pensar en cuánta sangre se puede derramar.
Sin embargo, a Swagger se le olvida un pequeño detalle. Es el mejor. Y, cuando las cosas pintan mal, recurren a él. Un cebo de seguridad. Un intento de meterse en la hipotética mente de un asesino. Algo muy tentador ¿verdad, Sargento? Lo cierto es que, de repente, el cazador se convierte en cazado. Todo es un complot pensado hasta el más mínimo detalle y hay que empezar a correr y a huir. Nada es lo que parece y todo es lo que se presiente. Las balas corren igual para unos y para otros. La política lo emponzoña todo y más vale esconderse, curarse, trazar un plan y volver a disparar. Esta vez será otro el que tenga que sufrir.
Swagger sabe que el único sitio al que puede huir está en los brazos de la chica de quien fue su mejor amigo. Eso hará resurgir viejas sombras, como una bala disparada a mucha, mucha distancia, sin apenas corrección por el aire. El riesgo se multiplica. Habrá que dejarse atrapar para demostrar la inocencia y también, de paso, dejar al descubierto a los francotiradores de la moral y de la conspiración para que todo vuele por los aires. Swagger es un tirador y no va a permitir que nadie le diga lo que tiene que hacer. Incluso viejas matanzas saldrán a la luz porque ha habido otros como él que no tuvieron lo que hay que tener para rebelarse. El viaje será apasionante, Sargento. Como el cálculo del más certero de los disparos.
Antoine Fuqua de nuevo dio muestras de que era capaz de armar una buena historia de acción con un material que podría parecer demasiado corto. Con una dirección sobria y algunos elementos de sobra conocidos, pero que funcionan con eficacia, Fuqua nos describe detalladamente la preparación del disparo, la paciencia que hay que ejercer, la impasibilidad de los músculos concentrando todo en ese índice presto a apretar un gatillo y lo hace de una forma que, en algunos momentos, llega a ser apasionante, con la colaboración de un Mark Whalberg que, por una vez, da muestras de ser actor y con una espléndida retahíla de villanos con los nombres de Danny Glover, Elias Koteas y Ned Beatty. No demasiado para empezar, pero sí lo suficiente como para poner un punto final en medio del cerebro.

martes, 28 de mayo de 2019

U-47 COMANDANTE PRIEN (1958), de Harald Reinl



El Comandante Prien es uno de esos lobos de mar que aún cree que la guerra tiene algo de noble, como si fuera una oportunidad para mostrar lo que el hombre guarda dentro de sí mismo. Es feliz haciendo su trabajo porque ha luchado mucho para ser jefe de un submarino. Sabe que en la Marina alemana hay una cierta oposición hacia Hitler. No comulgan demasiado con esa idea de que un cabo gobierne el país, pero, en principio, no le importa. Él navega, está con sus hombres, hunde cargueros, cruceros, acorazados y destructores. Cuida de un buen puñado de gente que lo merece y sabe que ha venido al mundo para eso.
Su eficiencia le lleva a los primeros puestos del escalafón y no tardan en encomendarle una misión muy arriesgada. Entrar en la base británica de Scapa Flow y hundir todos los barcos que pueda. No cabe duda de que se necesita una buena dosis de valor para realizarla y Prien cree que la posee. Consigue entrar y hunde dos barcos. Sale. Con rapidez. Como un zorro huyendo de la jauría. Es recibido como un héroe. Se le utiliza como una figura de propaganda. La vanidad hace mella en él. Está encantado con servir de ejemplo. Sin embargo…hay algo que no cuadra. Sus propios mandos le reprochan que se haya prestado al espectáculo público para enaltecer la gloria del Tercer Reich. Y un viejo amigo, de los tiempos del colegio, le da un pequeño aviso. No todo es gloria, Prien. El régimen nazi no es lo que parece y ni mucho menos es lo que nos intentan vender. Hay gente perseguida por el mero hecho de nacer y, quizás, tú puedas hacer algo por ellos.
Se suceden las misiones. Los éxitos de la nave del Comandante Prien se cuentan por docenas y las toneladas hundidas, por cientos de miles. Sin embargo, Prien piensa, se sumerge poco en la auténtica crueldad del mar y de la guerra. En realidad, clavar un torpedo en el costado de cualquier barco no deja de ser un asesinato en masa. Antes estaba orgulloso de eso. Ahora ya no tanto. Comienza a cuestionar la razón de su existir. Hitler y los suyos ya no son tan buenos. Quizá nos hayan arrastrado a una guerra que acabará hundiendo todos los barcos del mundo menos los suyos. El reguero de cadáveres flotando en el agua es impresionante y Prien comienza a apartar la vista. Tal vez, justo cuando esté tomando conciencia de cómo son realmente las cosas, la misma guerra le hará ver cuál es la cruda realidad. La guerra es matar. No es una cuestión de caballeros. Es sólo la capacidad de endurecer el corazón hasta tal punto que ya no quede ni rastro del ser humano que había en ti. Como Hitler, como ese irritante Goebbels que habla todas las semanas por radio, como Goering, como todos aquellos que han puesto el precio de la vida humana tan bajo que ya se reparte en saldos de grandes almacenes de sangre. Inmersión rápida, Comandante. Las cargas de profundidad tratan de hundir lo que te queda de conciencia.

viernes, 24 de mayo de 2019

RECUERDA (1944), de Alfred Hitchcock



Recuerda, Anthony. Recuerda que empezaste a vivir en el mismo momento en que me besaste. Ahí dio comienzo todo nuestro futuro sin pasado. No importa lo que hicieras porque sé leer en tu interior y tengo la plena certeza de que eres una persona íntegra, que sufrió algún trauma de infancia como lo delatan tus sueños magistrales de cortinas de ojos gigantes cortados con una tijera, o de ruedas imposibles despeñándose por un tejado, o de sombras de águila que te persiguen por laderas de pirámides. Recuerda que yo haría cualquier cosa por ti y estoy segura de que, cuando te cures, lo sabrás. Se irán de ti esos pensamientos obtusos que claman por sangre porque la rabia te recorre, helada, por tus venas. Olvida esas rayas misteriosas que te obsesionan y te provocan rechazo y piensa sólo en mis ojos cuando se cierran en busca de tus labios, y las rayas son las pestañas de mis telones, que aletean inquietas porque mi mirada te busca incluso cuando no estás. Recuerda, Anthony. Recuerda que el crimen que te acosa no fue tal y que sólo fuiste el testigo impotente de un hecho que te trajo imágenes que creías arrinconadas y, sin embargo, latían en tu corazón atormentado. Y recuerda que te quiero, que abriste todas las puertas que yo creía que estaban cerradas, que liberaste la mujer que hay en mí e hiciste que el territorio de los sueños ya no fuera un objeto de análisis sino un placer que despierta. Tendremos que huir. Tendremos que sufrir, pero también tendremos que amar porque sin amor, nada merece ser recordado. Y yo te voy a hacer recordar. Aunque me cueste un millón de besos.
Un revólver sigue mis pasos. Vacila antes de apretar el gatillo. No lo hace porque sabe que está perdido. Lo sostiene el hacedor de sueños imposibles. Aquellos que atormentan porque parece que no tienen significado y, no obstante, lo tienen. Bucear en el alma humana llega a ser apasionante y ese hombre, esa mano que sostiene a la misma muerte, acabará haciendo justicia. Yo cerraré la puerta y el revólver no habrá disparado. El profesor Brulov, mi querido maestro, sabrá comenzar a leer el lenguaje del subconsciente, que se expresa cada vez que duermes, Anthony. No, no tendremos pasado, pero tampoco lo necesitamos. Ya no habrá más nervios, ni más ansiedades, ni más dudas, ni más odios removiéndose. Sólo tú y yo. Con nuestros recuerdos en común. Con nuestras conversaciones nocturnas, nuestros abrazos únicos, nuestras sonrisas enamoradas, nuestros pareceres profesionales y nuestros días eternos. Recuerda, Anthony…sobre todo, recuerda nuestro futuro.
Alfred Hitchcock se adentró en los terrenos ilegibles de la mente para narrar una historia de amor sin pasado y un asesinato sin futuro. Con todos los tópicos de su cine latentes como el falso culpable, el psicoanálisis, la tensión, el suspense y la verdad, que siempre se escapa por circunstancias que oprimen con más fuerza que lo auténtico. Salvador Dalí le ilustró ese sueño que, a pesar de que duraba media hora, en el montaje final se quedó en apenas un par de minutos. No importa. La obra maestra estuvo muy cerca. Tanto como la banda sonora de Miklos Rozsa. Tanto como el rostro ideal y maravilloso de Ingrid Bergman. Tanto como la desorientación de Gregory Peck. Siempre hay que recordar que hemos visto películas como ésta.

jueves, 23 de mayo de 2019

SOMBRA (2019), de Zhang Yimou



Las heridas más profundas no suelen cicatrizar nunca. Y menos aún si se trata de suplantar al más grande de los héroes con el fin de que una conspiración tenga éxito. Las traiciones están llenas de rincones esquinados, adornados con telas de paz, que delatan las más bajas pasiones humanas. Las luchas se sucederán y, una tras otra, se destaparán los complots para conseguir una ciudad, una mujer, una posición y, finalmente, el trono. Y la lluvia de bambú no parará de caer, hiriendo con sus lanzas de agua cualquier atisbo de honestidad.
El gris domina el horizonte e inunda el presente. Es el color de la discreción, aquél que es capaz de tapar el engaño de la suplantación y la connivencia. También hay dolor en los interiores porque los años han pasado y la juventud se fue despavorida al comprobar que la vida que se tenía que atravesar no era la que correspondía. Las alianzas entre reinos son débiles porque se basan en el olvido de antiguas rencillas y, en el momento en que salen a relucir, la espada vuelve a llamar a la batalla con su seco ruido metálico buscando el jugoso sonido de la carne ultrajada por su filo. Y la lluvia de bambú continúa, impertérrita e implacable, inundando la verdad que sólo puede aparecer distorsionada por el inútil juego del poder. Y es inútil porque siempre requiere el silencio del menos indicado.
Zhang Yimou articula una película estéticamente fascinante, manteniéndose en el gris para ofrecer una historia en blanco y negro a todo color. A lo lejos, se puede intuir su propia obra, La casa de las dagas voladoras y, desde luego, también el cine más crispado de Akira Kurosawa encarnado, ante todo, en su maravillosa Kagemusha. El resultado es una obra fascinante de ver, no apta para aquellos que absorben el cine más comercial y que sólo esperan una película de acción de saltos imposibles y piruetas sorprendentes. Su concepción de la batalla es imaginativa y, aunque poco real, se acepta con ansia, pidiendo más ya que difícilmente se podría pedir algo mejor. No cabe duda de que el agua también es un arma y la paciencia es un hacha que surca el aire con lentitud, pero todo es un filo que no deja de buscar su víctima y en ningún momento se pierde el sentido. No es fácil dirigir así.
De este modo, asistimos a la eterna lucha entre el ying y el yang, dando principio a la leyenda y al pensamiento, haciendo saltar salpicaduras de ira entre duelo y ataque. La compasión huye presa del pánico porque los combates son descarnados y la sangre no tarda en hacer su aparición. Y las heridas no sanan, porque la suave llamada del poder no deja nunca de sonar en los oídos de todos sus protagonistas. Nadie quiere dejar de ser lo que es, salvo aquel que no es nada más que una sombra. Y es que para que haya una sombra, forzosamente, tiene que existir un original. Lo peor es que, en muchas ocasiones, esa sombra puede ser más atractiva y, aunque más débil, luchará por hacerse un sitio en la carne y en el hueso, recuperando su pasado, abriéndose camino hacia un futuro que requerirá de complicidades y de sacrificios enormes. La lluvia de bambú será testigo de todo ello porque el agua lo hace todo más físico, pero también lava los pecados de la ambición. Caerán los estandartes y los días vendrán cargados de la gloria del silencio. Es el precio que habrá que pagar por asesinar a la misma arrogancia de ofensiva carcajada. 

miércoles, 22 de mayo de 2019

CREADORES DE SOMBRAS (1989), de Roland Joffé



Jugar a ser Dios también implica jugar a ser el demonio. Los juguetes del mal se fabrican en el nombre del bien y la ambigüedad parece ser el detonante de la implosión. El hombre decidirá quién vive y quién muere y la decisión es hundirse en las sombras.
El Proyecto Manhattan fue una aberración que nació, ante todo y sobre todo, por el peligro de que el enemigo pudiese desarrollar un arma parecida. El trabajo de inteligencia y de algunos héroes de resistencias nórdicas consiguió frustrar esa posibilidad. El General Douglas MacArthur afirmó que Japón estaba casi vencido cuando se decidió usar armamento nuclear contra la población civil. Puede que eso fuera cierto, pero no hay que olvidar que la rendición, en la tradición japonesa, era deshonor eterno para ellos, además de la necesidad de preservar su figura real al nivel de Dios. Un dilema de difícil resolución que no admite medias tintas. Todo el equipo del proyecto lo llevó a cabo. Y, de alguna manera, parece ser que siguió con la idea porque la curiosidad siempre mata al científico, porque, cuando las armas ya no hacen falta, es cuando surge la necesidad de sentirse Dios, eterna aspiración de un hombre condenado a repetir una y otra vez sus mismos errores.
Poco importó el accidente en el laboratorio. De nada sirvieron las objeciones morales de algunos integrantes. Esa nueva arma colocaba a los Estados Unidos a la cabeza del desarrollo armamentístico y, además, dependía directamente del propio Estado. No habría empresas de por medio, ni intereses comerciales, ni el vergonzoso tráfico de armas letales que inundaban los países del tercer mundo. El Estado, en sí mismo, se erigía en todopoderoso. Hombres jugando a la máxima destrucción. La ira de todo el odio encerrado en una carcasa que contenía al mismísimo infierno.
Robert Oppenheimer continuó con el proyecto a pesar de sus ideas políticas. ¿No fue ingenuo al pensar que no sería un instrumento de amenaza ante ese futuro desesperanzado de grandes potencias mundiales? El General Leslie Groves manejó al equipo con cautela, tratando de no parecer el fascista que habitaba en él porque sabía que los mejores científicos del mundo pensaban en algo más que en números. Quizá la Humanidad no se ha arrepentido lo suficiente de todo aquello. Quizá tengamos que morir de nuevo para darnos cuenta del profundo significado de la vida.
Paul Newman, Dwight Schultz, John Cusack, Laura Dern y Natasha Richardson son los creadores de sombra con diferentes motivos. Unos por ambición, otros por vanidad, otros por algo tan noble como el amor y aún otros por ideología. Cuando se fabrica una monstruosidad que es capaz de convertir a los hombres en bestias con tal de mantener su poder en el mundo, los motivos importan bien poco. Y la sombra avanza entre las nubes, pronunciando una condena que nos acompañará por toda la eternidad. Somos culpables y algún día, pagaremos por todo ello.

martes, 21 de mayo de 2019

SHAMUS (1973), de Buzz Kulik



Shamus McCoy es un detective de tercera. Por eso no se puede creer que un multimillonario como E.J. Hume le llame para resolver el asesinato de un tipo que le robó una fortuna en diamantes. De acuerdo, Shamus vive en un estercolero y, quizá, tenga un olfato especial para husmear en los vertederos y esto huele que apesta, pero eso no es excusa para creer que él es un tipo corruptible. A Shamus le gusta la verdad y también, a veces, el peligro. Sólo el justo y el necesario. Tal vez le guste más vivir que tener una vida, pero nadie es perfecto. Y menos aún cuando te mueves en ambientes de billares, bares de mala muerte, prostitutas de tres al cuarto y amigos que presumen de saber quién hizo la segunda carrera en el partido que los Giants y los Cubs jugaron el dos de abril de 1958.
De repente, todo son facilidades. Shamus tiene que olisquear en las altas esferas financieras. Un jugador de fútbol retirado, una chica de ensueño, cinco mil dólares en mano y otros cinco mil cuando acabe el trabajo…Shamus sabe que la felicidad se va con la misma facilidad con la que puede llegar. Al fin y al cabo, él lleva nadando en el lodo desde que decidió instalar un colchón encima de su mesa de billar y colocar el teléfono en una bandeja que cuelga del techo. Demasiado bonito para ser verdad. Shamus McCoy sabe que, en el fondo, las alturas huelen tan mal como el peor de los basureros. Y Hume dice menos de lo que sabe, la chica es tan bonita y tan especial que jamás permanecerá junto a él y uno de sus mejores amigos acabará tan muerto como las langostas que se pueden comer en la cocina del viejo Dottore. Dinero, maldito dinero. Honestidad, maldita honestidad.
Burt Reynolds encarnó sabiamente a Shamus McCoy, personaje que nace de la pluma de Evan Hunter. Nacido para perder, con más golpes que alegrías, con más intentos para la despreocupación que hacia la trascendencia y con algunos toques de comedia, Shamus rinde homenaje a El sueño eterno en varias secuencias, aunque éste sea un detective que no sabe si va a poder hacerse un huevo frito al día siguiente y si la peor de las cervezas también será la última. Su gabardina es más arrugada, su ropa es más sucia, su carácter es más volátil, su suerte es más difícil. Todo eso no importa cuando se tiene la certeza de que la derrota volverá a aparecer a la vuelta de cualquier esquina. Al fin y al cabo, siempre podrá meter los pies en los agujeros de su mesa de billar para mantenerlos calientes y uno se pueda olvidar de los golpes que se reciben. Sólo que algunos duelen más que otros. Incluso aquellos que no tienen respuesta tras una súplica, tras un deseo y tras una mirada de desolación.
Shamus McCoy va a perder de nuevo aunque resuelva el caso. Eso lo saben en cualquier comisaría de policía. Tendrá muchas pistolas detrás del armario de los tacos de billar. Podrá comer bien durante unos cuantos días. Incluso se relajará haciendo algunas carambolas en su despacho lleno de tiza azul. Nadie sabrá que, en él, ya no quedan demasiadas respuestas.

viernes, 17 de mayo de 2019

LA VENUS DE LAS PIELES (2013), de Roman Polanski



La noche húmeda propicia la aparición de fantasmas que, tal vez, sólo surcan la imaginación. La jornada ha sido agotadora, con audiciones, ensayos de luces y apuntes tomados deprisa y corriendo en los márgenes del libreto. Cuando el teatro está vacío y uno siente la magia de las butacas sin huésped, del silencio abrumador esperando la siguiente línea de diálogo y de la búsqueda de la creación detrás del siguiente decorado, aparece ella. Un espectro de belleza inequívoca que encarna todo lo contrario de lo que se busca para llevar adelante esa pieza de Saacher-Masoch sobre una dominación enfermiza, una humillación buscada, un sufrimiento esperado, una convivencia forzada. No, no hay tiempo. La jornada ya ha pasado. Queda mucho por hacer y por pensar y ya no es momento de una audición más. Y, sin embargo, el milagro se opera. Esa mujer vulgar, inculta, avasallante, rotunda, se transforma en la intérprete ideal para el papel más difícil. En ella están todos los pecados de la inocencia aguardando para convertirse en abismos oscuros en el siguiente cuadro escénico. La intérprete necesita su réplica y, de repente, por un hechizo para fingir, la realidad comienza a mezclarse peligrosamente con la ficción y lo que se vive en el texto tiene su reflejo en la normalidad de la escena. Las palabras chocan unas con otras y ya no se sabe dónde empiezan las personas y dónde terminan los personajes. La prohibición parece invitar a la supresión. La magia circula, tierna y circundante, por las frases que uno nunca se atrevería decir en la vida. El escenario es el mundo y el mundo se reduce a un pequeño teatro, aislado por las nubes negras de la turbiedad, en medio de París. Las piedras hablan, los vestuarios imponen, las reglas saltan y todo queda reducido a ponerse en las manos de una mujer que no deja de aportar ideas, de engrandecer las letras que parecían destinadas a la dificultad. Lo vulgar deja paso al arte y la historia de la humillación que se pretende recrear es la recreación de lo que se pretende humillar. Todo y lejos. Nada y cerca. No queda sitio para la libertad. A partir de ahora, todo queda en manos de la sumisión.
La atmósfera agobiante de dos personajes luchando por romper sus prejuicios y entregándose hasta lo impensable parece hecha a la medida de Roman Polanski. Con sus mimbres habituales de enrarecimiento y obsesión, Emmanuelle Seigner y Mathieu Amalric parecen sombras moviéndose en la pesadilla más representada, más deseada y, no obstante, más rechazable. El teatro acaba por liberarles y, al mismo tiempo, ata sus traumas ante la fiereza de sus instintos más ocultos. La Venus de las pieles se desnuda y hay que estar presto a recogerlas antes de que lleguen al suelo.
A quien Dios lo quiere castigar, lo entrega a las manos de una mujer. Y así, con un collar de perro, una mirada perdida, una derrota encantada y una renuncia absoluta, los truenos de la tormenta vuelven a sonar sobre la cabeza de los que ya la han perdido. Es hora de representar, es tiempo de vivir.

jueves, 16 de mayo de 2019

LOS HERMANOS SISTERS (2018), de Jacques Audiard



El lejano Oeste tal vez no fue tan heroico, ni fue ese forjador de caracteres que dieron lugar a múltiples leyendas a uno y a otro lado de la ley. Sólo fue un ambiente salvaje, de ley muy dudosa, en donde uno actuaba a propia conveniencia. Algunas veces eso era lo correcto. Otras, en cambio, era el lado opuesto de la moral humana. Lo único que hablaba con autoridad era un cañón, casi siempre disparado a traición y sin ningún escrúpulo. Se estaba más allá de cualquier consideración humana así que la honestidad brillaba por su ausencia.
Así que ahora toca asistir al periplo de dos hermanos que se ganaban la vida cazando supuestos objetivos peligrosos señalados por un todopoderoso terrateniente que consideraba que ponían en peligro sus intereses. Desde el asesinato a sangre fría hasta la conciencia de que no todo el mundo es malo en todo momento, esos hermanos son diferentes en su concepción de la vida. Uno es un asesino despiadado, que no se plantea el valor de la vida porque tampoco concede ninguno a la muerte. El otro ya comienza a estar de vuelta y, tal vez, sin darse demasiada cuenta, está incubando la idea de abandonar ese nomadismo a sueldo con rastro continuo de sangre. Sueña con el lejano perfume de una mujer, sueña con la tranquilidad de descansar en una cama después de un largo día de trabajo, sueña con el café caliente debajo de un techo.
El destino se encargará de zarandear los deseos de ambos, ayudado por el error de la ambición. El encontronazo será tan terrible que sólo será posible emprender el viaje de vuelta hasta sus últimas consecuencias, aunque eso signifique que sea posible no terminar el trayecto. Las balas volverán a silbar y ellos deberán disparar tiros en la nuca de sus enemigos sin atender a plegarias ni súplicas. Quizá no sea tan fácil abandonar esa vida, después de todo. Al fin y al cabo, el oro no brilla porque sí en el fondo de los ríos. Y tratar de hacer lo correcto de nuevo va a requerir de un largo y penoso aprendizaje.
Jacques Audiard ha dirigido esta película con la sombra del director Arthur Penn en el horizonte. Sus personajes pintorescos, volubles, mentirosos y mezquinos recuerdan a los que poblaban las películas del maestro de la generación de la televisión de los años sesenta. La desmitificación está ahí, tal y como se exhibía en Pequeño gran hombre, o en la siempre despreciada Missouri y el Oeste se traza como un paisaje inhóspito, que deja ciego al que osa desafiarlo y mata sin piedad. En algunos tramos, la cinta es algo morosa, como si le costara avanzar. En otros consigue captar la atención con sus tiroteos cortos y violentos. Es en los caracteres donde Audiard pone el acento gracias a las interpretaciones de John C. Reilly y de Joaquin Phoenix y, también, de una inspirada y atípica partitura de Alexandre Desplat. El resto, ya se sabe, es sumergirse en esos personajes doblados, sin rectitud ni coherencia alguna, que sólo tratan de estar vivos un día más. Es la ley del disparo, la sentencia del revólver y la condena urgente e inmediata. Y más vale no pensar demasiado en lo que se va a hacer porque eso podría atraer la puntería ajena.
Es hora de dejar que el cálido sol acaricie la piel del jinete errante y, en un páramo algo desolado, es posible hallar un remanso de paz que, a buen seguro, no podrá durar. El destino, sí, se burla de unos y de otros y no cabe duda de que, de vez en cuando, deja actuar a la fortuna. Y cuando eso ocurre, el cinturón se cuelga a los pies de la cama y es tiempo de disfrutar el hecho de que, por un minuto, todo esté en orden.

martes, 14 de mayo de 2019

CERCO DE ODIO (1948), de Rudolph Maté

Mañana, festividad de San Isidro, no habrá artículo. Retomaremos el ritmo habitual de una vez por todas el jueves día 16. Gracias por vuestra paciencia.

Quizá las raíces de la maldad se hallen en el más profundo subconsciente. Por ello, es posible que se asesine sin ningún remordimiento de conciencia, a traición y por la espalda; o que no se tenga ningún reparo en mantener a una familia como rehén mientras se espera una vía de escape. Claro que, tal vez, quien es malo nunca se ha detenido a pensar qué es lo que causa su comportamiento. Puede que fuera que un niño viera lo que ningún niño tendría que ver; o que la angustia se haya instalado en la mente y forme pesadillas simbólicas; o que el amor, ese concepto cursi, trasnochado y reservado únicamente a los débiles, sea algo que sólo se ha probado de pasada y entre golpe y golpe. Al Walker va a afrontar una prueba muy difícil esta noche. Va a pasarla con un psiquiatra especializado en mentes criminales mientras espera el rescate de un compinche. Y aquí es donde se entabla el duelo de la inteligencia contra el subconsciente. Walker no es un hombre ilustrado, no es más que un bruto que ha obedecido siempre a la simple regla de “lo quieres, cógelo”. Para él resulta casi inconcebible que los sueños tengan interpretación. Los sueños, sueños son y no hay que darle más vueltas. El Doctor Andrew Collins se encargará de demostrarle lo contrario.
Ningún paciente está curado si se encuentra el origen de sus traumas, pero, a partir de ahí, sí que se puede tratar. Cuando Walker tiene conciencia de cuál es el problema que lo ha perseguido durante toda su vida, comenzará a funcionar su sentido vital, su moralidad dormida, su ética humana. Cae el cerco de odio que le ha estado asolando durante toda su maldita existencia. ¿Quién lo iba a decir? Un paraguas roto, una mancha en una tabla, una lluvia persistente y acusadora, unos barrotes inamovibles. Mientras tanto, sus rehenes esperan, sus camaradas esperan, su chica espera, su huida espera. Ahora sólo importa tener conciencia de que él, Al Walker, también tiene sentimientos.
Breve, rotunda, presurosa, Cerco de odio se inscribe dentro de la serie B que tan bien sabía manejar Rudolph Maté y que, en esta ocasión, centra sus esfuerzos en el duelo interpretativo que sostienen William Holden y Lee J. Cobb. No hay demasiados escenarios. No hay demasiada acción. Los diálogos cubren todas esas necesidades para encontrar cuál es la verdadera enfermedad de un hombre sin escrúpulos, capaz de utilizar lo que sea y a quien sea con tal de lograr sus fines y meterse en un baño inútil de sangre con el fin de saciar esa comezón que lo devora en su interior sin poder satisfacerla jamás. Una hora y diez minutos de película con la mente como principal motivo y tratando de sacar a la luz los choques íntimos que nos convierten en lo que somos, mejores o peores, asesinos o buenas personas, días o noches, verdades o mentiras. Esa respuesta quizá venga con el amanecer. Y el sol será el primer destello de esa bala que jamás debió salir de la recámara.

viernes, 10 de mayo de 2019

SERPICO (1972), de Sidney Lumet


Frank Serpico es un hombre honrado en un mundo de corrupción. Va de comisaría en comisaría tratando de servir a la sociedad con lealtad, pero cada vez se le hace más difícil. Asiste impasible al trasiego de sobres por hacer la vista gorda, a las corruptelas de la adjudicación de arrestos por una mera cuestión burocrática, a la inmovilidad de los altos cargos cuando él se atreve a hablar y, por tanto, poner en riesgo su trabajo y su vida. No puede entenderlo. La corrupción policial horada las bases de cualquier convivencia democrática y se pervierte el sentido del servicio público y él no quiere coger sobres, no quiere ser aceptado por compañeros que no merecen estar ahí. En el fondo, piensa que ellos son los inadaptados y no él. Nueva York es una ciudad sucia y vacía, superficial y peligrosa y él trata de hacer lo mejor que sabe en medio de una jungla sin sentimientos, sin cultura y sin más prosperidad que la que se desarrolla a través de las almas corrompidas. Frank Serpico está solo.
Al principio, cree que es normal que un policía denuncie los hechos, pero, poco a poco, se da cuenta de que se le considera un chivato aunque no ha dado nombres. Si no tiene el apoyo de las altas esferas, se enfrentará solo a todos ellos. Con esa pinta de hippie que tiene, con esas rarezas suyas de asistir a seminarios universitarios sobre el Quijote. Tal vez porque se siente extrañamente conectado al ingenioso hidalgo. Presencia muestras terribles de violencia policial y no puede soportarlo. Ése no es el trabajo para el que estudió y se sacrificó durante tantos años. Desea la placa de detective, pero no la querrá a cualquier precio. Ya no quedan hombres como él. Frank Serpico es el policía ideal y como cualquier otra cosa que es ideal, tendrá que luchar contra viento y marea para destapar la ola de corrupción en los distritos policiales de Nueva York. Aunque sea a costa del desequilibrio personal, aunque ya nadie le aguante como pareja, aunque todos crean que es un delincuente apestado dentro del sórdido ambiente de cualquier comisaría porque se niega a coger un sobre. Frank Serpico merecería todas las medallas del mundo.
Sidney Lumet inició su trilogía sobre la corrupción policial en la ciudad de Nueva York con esta película, completada después por El príncipe de la ciudad y Distrito 34 y colocó a Al Pacino en el centro mismo del escenario para que diera su auténtica talla como actor. Mientras tanto, hay como un cierto aire de que los espectadores patean junto a Frank Serpico las grises calles de la ciudad, huelen ese particular aroma a polvo cansado de las grandes urbes, se lo piensan dos veces antes de desenfundar el arma para detener a cualquier desgraciado que vende droga en una esquina y, también, luchan contra la peor parte de sí mismos para coger esos sobres que Frank rechaza una y otra vez. No es poco para una película de policías alrededor de una ciudad que, aunque no lo parece, se consume en su propia maldad. Sí, Frank Serpico merecería un par de monumentos.

jueves, 9 de mayo de 2019

KEEPERS: EL MISTERIO DEL FARO (2018), de Krystoffer Nyholm



Allí donde el aire ya no tiene vuelta, donde Dios se niega a posar su mirada, donde la soledad se confunde peligrosamente con los sueños no realizados, es donde se hallan tres hombres dispuestos a guiar a todas las embarcaciones que surcan el desierto del agua que es el mar. El salitre se apila en los párpados y la comida sabe a sal y a ráfaga. Las historias se suceden y se confunden con los recuerdos en las largas noches del viento ululante y el pasado sale al encuentro, acusador y rencoroso, como si sólo contaran los errores y nunca los esfuerzos.
En aquel lugar que, más bien, parece la roca de nadie, ocurre lo impensable. Los ojos se tiñen de sueños a través de un hallazgo inesperado y los remordimientos acaban por morder mientras la lluvia azota tercamente en los cristales. Mientras tanto, el faro, con su ojo encendido, trata de llevar algo de razón a una isla en la que la desolación es puro frío y las nubes claman por sus lágrimas de violencia a la espera del mar enfurecido. Todo se vuelve sórdido, sin sentido, como si la armonía fuera veneno entre el humo del tabaco. Lo impensable se vuelve real, la locura rompe con fuerza contra los acantilados y la marea se empeña en engullir la piedra con insistencia. Así, nadie puede conservar su sano juicio y mucho menos si todo ese paisaje de nada se mezcla con la terrible sangre de los hombres de mar.
No cabe duda de que no deja de ser fascinante la historia de tres torreros que desaparecieron misteriosamente de una isla sin dejar el más mínimo rastro y que, alrededor de eso, se urda toda una trama en la que el asesinato se torna el protagonista y, también, el guía de todos los actos de estos hombres condenados a hacer un trabajo en el mismo centro de la soledad. Y la película mantiene un nivel alto hasta su mitad para, luego, iniciar un lento y suave declive. No basta con sumergirse en el océano de la violencia para seguir haciendo una película atractiva y más aún si lo que se quiere explicar es una desaparición perfectamente lógica. A destacar el trabajo de Gerard Butler, terrible en su camino hacia la desesperación aunque algo precipitado en el desarrollo de su personaje, y, sobre todo, el de Peter Mullan como ese hombre que ya está a la vuelta de todo, con el dolor en su espalda y la mesura en sus acciones. La fotografía de Jorgen Johanson es impecable en sus penumbras y acusadora en sus contraluces. El resultado es una película que se queda algo corta en sus intenciones, pero que es muy efectiva en muchos de sus pasajes.
Y es que los abismos de la personalidad humana siempre son audaces y atrayentes porque, en el momento en que aparece la oportunidad, la avaricia, la soberbia, la culpa, el instinto de supervivencia mal entendido y la búsqueda de respuestas se presentan sin avisar, como quien aparece de improviso, haciendo preguntas extrañas sobre alguien, escondiendo la agresividad de la mirada, ocultando la verdadera naturaleza del depredador que siempre es el hombre. Y hay que tener mucho cuidado, parapetarse detrás de la moral y comenzar a luchar por la propia vida sin perder, en ningún momento, la cordura. No es tarea fácil para quien no puede gritar más que a barlovento, para quien no puede contar a nadie lo que ha ocurrido allí, donde el aire ya no tiene vuelta, donde Dios se niega a posar su mirada, donde la culpa va a construir su propio faro…

miércoles, 8 de mayo de 2019

VIVAMENTE EL DOMINGO (1983), de François Truffaut



Una mujer enamorada puede hacer cualquier cosa por el hombre que hace latir su corazón, incluso demostrar su inocencia en un asesinato. Por él, se recorrerá medio país vestida con leotardos de la Edad Media, se impondrá tareas de vigilancia, estará ojo avizor hacia cualquier pista que conduzca hacia lo que ella realmente cree, compartirá confidencias con individuos de poca calaña, mentirá a quien haga falta. No hay fronteras para esa mujer. Llegará hasta donde tenga que llegar. Hasta que consiga dar con el hilo que termine por desenredar el ovillo hasta la última hebra. Aunque sólo sea una secretaria que ha vivido su amor desde el otro lado de la máquina de escribir, siempre con la indiferencia como pago, y, si no, con la tiranía algo despreciativa como obligación. Ella tiene mucha paciencia y sabe que, tarde o temprano, tendrá la oportunidad de demostrar hasta qué punto puede amar.
Por el camino estarán los abogados insidiosos que parecen querer algo oculto, los policías avispados que darán la vuelta a cualquier interrogatorio con tal de tener algún sospechoso consistente, el blanco y negro de las calles mojadas y frías que hacen que todo parezca aún más difícil e inalcanzable, las mujeres celosas de razonamiento trastocado, las citas imposibles, los garitos innombrables…Será todo un periplo por una investigación en la que no sólo iremos descubriendo la inocencia de ese jefe que, tal vez, no nos caiga demasiado simpático, pero que ocupa el norte y el sur del corazón de su secretaria, sino también el empuje de una mujer que se propone, contra viento y lluvia, limpiar su nombre por una razón tan sencilla y antigua como es el amor. Así sólo queda vivir el domingo con toda intensidad.
Con Alfred Hitchcock a las espaldas, la esplendorosa fotografía en blanco y negro de Néstor Almendros y la frescura de las interpretaciones de Fanny Ardant y de Jean Louis Trintignant, François Truffaut dirigió una película de misterio desenfadado, casi como un juego de niños que se van pasando un disco deslizante en una iglesia con los pies. Su pasión no era desentrañar el misterio, sino retratar a una mujer que no se arredra ante nada y que está dispuesta a cualquier sacrificio con tal de hacerse visible a quien ama, de poner en la cima el auténtico peso de su valor y enseñar dónde radica la auténtica belleza. Hombres ciegos incapaces de darse cuenta dónde está la verdad…
Y es que las mujeres son las únicas que están dotadas de esa intuición que hace que un hombre sea más grande de lo que realmente es…o, también, al contrario, con una mirada, con un gesto, con una actitud, bajan al lugar que les corresponde a los hombres que se han encaramado infantilmente a su propio pedestal. Quizá un beso cambie todo eso. Quizá una película sea suficiente como para hacer pensar a cualquiera cuál es su sitio en este mundo de envidias, infamias y soberbias. Vivan, vivan el domingo. La travesía semanal será apasionante.

martes, 7 de mayo de 2019

PLENILUNIO (2000), de Imanol Uribe


Si queréis escuchar lo que se habló en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla acerca de "Rocky", de John G. Avildsen, podéis hacerlo pinchando aquí.

Los ojos del asesino. ¿Cómo pueden mirar unos ojos que sólo quieren matar, hacer daño, desahogar su rabia, aniquilar la inocencia? Tienen que ser ojos especiales, nítidos, con un tinte de furia y un cristalino salvaje. No. Son los ojos mediocres de un ser mediocre. Un tipo que no vale nada y que descarga su carga de mediocridad en el entorno que le rodea. No tiene ninguna empatía hacia nada, ni hacia nadie, ni siquiera hacia su familia. La luna le vuelve loco, como un hombre lobo que no se transforma. Realmente, sólo lo hace cuando pretende ser normal, porque él puede ser todo, menos un ser humano normal.
Los ojos de un policía. ¿Cómo pueden mirar los ojos de un hombre que ha pasado tanto miedo viendo a su propia esposa caminar hacia la locura? Tienen que ser ojos cansados, sinceros, hartos, sin color, sin demasiado calor aunque, es muy posible, que deseen algún lugar donde posarse. Son los ojos de vuelta de un ser que querría estar siempre de ida y se ha dado cuenta de que eso no es posible. Sufre con un nudo intragable en la garganta cuando se da cuenta de que el alma no habita en algunos asesinos. Sufre porque recuerda sus años de niñez débil al amparo de un sacerdote que se ha convertido en la voz razonable de su conciencia. Sufre porque sabe que el amor que puede dar será volátil y temporal, nunca permanente, nunca duradero. Está en permanente búsqueda…y cuando encuentra lo que quiere, sólo podrá renunciar.
Los ojos de una maestra. ¿Cómo pueden mirar los ojos de una mujer plena, que ha vivido y que ha perdido, que se encuentra en un limbo del que no sabe cómo salir? Tienen que ser ojos perdidos, pero con un punto de pasión. Tan fríos como acogedores, tan comprensivos como inteligentes. Son los ojos de ida de un ser que querría estar ya en destino. Más que nada porque el destino hizo una cuenta mal y suspendió y debe repetir, necesita repetir. Cree que dentro de los hombres siempre hay un atisbo de verdad y que, si ella ha sido capaz de enfrentarse con lo realidad, los demás deben de hacer lo mismo. Sin matices. Sin fisuras. Sólo con su enorme y apasionado corazón de mujer. Único. Grande. Salvador.
A veces, se sale de las letras de un gran escritor como es Antonio Muñoz Molina y se entra en el universo de un competente director como Imanol Uribe para darse cuenta de que es muy difícil encontrar la paz y el equilibrio interior y que, a menudo, se puede hallar en un hecho absolutamente inhumano, que hace que la vista vaya un poco más allá sin perder del todo la sensibilidad interior. Somos humanos. Somos conscientes. Y en los rostros de Miguel Ángel Solá, Adriana Ozores y Juan Diego Botto podemos asistir al viaje al mismo centro de la penumbra, allí donde muy pocos seres humanos desean estar y, ni siquiera, quieren ver.