No, no es una gran
película. Y no voy a cantar, nunca mejor dicho, sus alabanzas. Pero no puedo
evitar estar al lado de Jake y Elwood Blues en la búsqueda de sus músicos y sus
instrumentos para salvar el orfanato en el que se criaron. Quizá es una oda al
exceso salpicada de música que te hace mover los pies aunque no quieras. Puede
que no tenga ningún valor amontonar y amontonar coches de policía en una
persecución imposible. Incluso es posible que carezca de valor que en ella se
halle la única aparición delante de las cámaras de Steven Spielberg. Da igual.
Yo lo que quiero es pensar igual que Aretha Franklin mientras se marca una
melodía descarada en una cafetería al uso. O bailar al son de Minnie la mimosa
mientras Cab Calloway descabalga su flequillo al mejor estilo del Cotton Club.
O quedarme pasmado mientras Ray Charles da un tiento al piano eléctrico en su
tienda de instrumentos y parece ver lo que a otros se les escapa. O hallarme al
otro lado de la jaula de seguridad para malos músicos mientras se entona el
sonido del látigo. O pedir, por favor, que se me dé un poco de amor. Caramba,
si hasta deseo ser uno de esos presos que se desquician bailando encima de las
mesas del rancho al son del rock de la cárcel. ¿Es que acaso, a pesar de todos
sus defectos de película pasada mil veces de rosca, no te lo pasas bien?
Además, por si fuera
poco, esa indumentaria de traje de chaqueta y corbata negros con gafas de sol y
camisa blanca no lo inventaron aquellos reporteros guasones de Caiga quien caiga y tampoco fue Quentin
Tarantino quien lo ideó por primera vez en Reservoir
dogs. No. Los primeros fueron Jake y Elwood Blues, que se pasearon por
medio Chicago, su dulce hogar, para hacer una obra buena dentro de su
particular escala de valores. No importa que Dan Aykroyd fuera el rey del cool y que John Belushi fuera un tipo al
que le faltan tres cuartas partes de pernos en la cabeza. Es que la película te
lleva en volandas hacia el principado del soul
a través de las peripecias de un grupo de chalados que, al fin y al cabo, lo
único que quieren es tocar esas melodías que nos ponen de buen rollo y que,
queramos o no, forman parte de nuestras vidas. John Landis fue el que dirigió
todo el asunto gastándose una fortuna y el tiempo ha sido el encargado de
colocar este título como uno de esos que, quizá, no sea el no va más en el
campo cinematográfico, pero que contiene un puñado de actuaciones que confieren
un valor a la película que la convierte en única. A pesar de todos los
cristales rotos, del caos que se aprecia, de la falta de coherencia de
muchísimas de sus secuencias, a Granujas
a todo ritmo se le perdona todo. Cojan sus ritmos, prepárense a bailar,
canten si lo creen necesario y disfruten. Al fin y al cabo, todo el mundo
necesita alguien a quien amar.