No
es fácil amarse cuando la vida se alborota alrededor. Es una época en la que la
lucha por los derechos civiles está en su apogeo y ser negro sigue siendo una
desventaja. El amor, quizá, no tiene demasiado sitio entre tanta
reivindicación, entre las algarabías callejeras, entre las brutales detenciones
de una policía que se erige como dueña y señora de las calles con sólo un color
en el objetivo. Y aún todo es más difícil cuando el odio surge entre los propios
compañeros de raza como un desprecio opresivo, como si bastara agarrarse a
cualquier prejuicio para que la felicidad huya despavorida.
Dos jóvenes se aman. Y
el pecado de la sociedad es establecer una serie de reglas que impiden que ese
amor se viva en libertad. Los blancos siempre ganan, siempre colocan las
barreras y, de vez en cuando, las quitan. No importa qué tipo de blanco. Todos
son iguales. Incluso el que parece defenderte destaca por su incompetencia. Hay
tanta violencia que, simplemente, los ciudadanos de las minorías optan por
apartarla de un manotazo sin importar si se está condenando a un culpable o a
un inocente. Sólo superar traumas, superar odios, superar obstáculos, a
cualquier precio. Esa es la sociedad esperanzada de los sesenta. Esa misma que
no dudaba en mandar a los más desfavorecidos a Vietnam y en encarcelar al
resto.
Es cierto que la
interpretación de Regina King como la madre de la protagonista es excepcional,
pero esta película es otra muestra más de esta última moda que se viene imponiendo
de subrayar todo hasta la saciedad. El hombre blanco es malo. El hombre blanco
mata. El hombre blanco es lo peor de lo peor. También hay algunos negros malos,
pero hay que comprenderlos porque viven bajo la opresión del hombre blanco. Una
y otra vez, una y otra vez. El tedio llega a envolver al espectador de tal
forma que se intuye con cierta facilidad cómo va a terminar esa historia de
amor que nunca se vivió más allá de sus primeros escarceos porque,
sencillamente, hay que adaptarse para sobrevivir. Si no, el hombre blanco se
encargará de aniquilar todos los deseos, por muy modestos que sean. Nadie dice
que no sea verdad. Seguramente lo es y es bastante probable que aún hoy, en
pleno siglo XXI, la gente de color tenga problemas en los Estados Unidos. Sin
embargo, hay una cierta tendencia a considerar al espectador como un ente
adormecido que no se da cuenta de que esos problemas han existido y existen y
hay que machacar con la idea hasta que se le cierren los ojos de aburrimiento.
Eso es algo que el director, Barry Jenkins, lo sabe hacer muy bien.
Así que volvemos a
aquellos territorios marcados ya en Moonlight,
donde el entorno impedía el ejercicio del amor. Los grandes momentos escasean y
la película se desliza hacia la morosidad en la narración, con escenas
enormemente alargadas y sin excesiva importancia salvo para recalcar bien
claramente que la gente de color no es feliz. Por supuesto, se sale con el
mensaje muy claro y con una cierta sensación de que eres el alumno retrasado de
la clase, aquel al que el profesor le dedicaba una atención especial
repitiéndole las cosas hasta que, por cansancio, ya entraban en su dura
mollera. Hasta, de alguna manera, se justifica la delincuencia entre los negros
como última salida posible ante el injusto imperio blanco. Los blancos no
delinquen. Y tanto maniqueísmo llega a saturar al más firme de los defensores
de los derechos civiles.