A
la hora de abordar la adaptación cinematográfica de una creación literaria de
cierta categoría, hay que tener sumo cuidado porque los mecanismos descritos
sobre el papel, suelen tener una cierta premeditación que hace que, al más
mínimo desliz, todo el conjunto se tambalee. En 1974, un director llamado
Sidney Lumet realizó una obra con exquisito gusto, con especial atención a los
detalles de la trama ideada por la gran Agatha Christie y dirigiendo a sus
actores con extraordinaria precisión. El reto que Kenneth Branagh tenía ante sí
era de envergadura y, lamentablemente, no ha sabido llevar la investigación
hacia la lógica que la historia siempre ha reclamado.
Bien es verdad que su
primer obstáculo está en los actores. Ya no hay nombres como aquellos, capaces
de coger a un personaje, en principio, secundario, y dotarlos de un empaque de
prestigio y profesionalidad. Y, hasta cierto punto, eso puede ser disculpable.
Sin embargo, cuando el conjunto se olvida de algunas cosas, camina hacia un
desenlace en el que es difícil reconocer al carismático Hércules Poirot, se
construye a los distintos caracteres con precipitación y con un equivocado
sentido de la espectacularidad y, por si fuera poco, se introducen algunas
escenas de acción, con tiroteos incluidos, en el reducido espacio en el que
ocurren los hechos, entonces es cuando la tostada está demasiado quemada, el té
toma un sabor amargo y el pudim parece cocinado con sal gorda.
Debería de haber sido
un encargo fácil para un director que proviene del medio teatral y, desde
luego, Branagh asombra con algunas de sus planificaciones, pero decepciona en
su narrativa que llega a ser confusa y sin fuerza. No tiene sentido colocar a
Poirot en un dilema sobre la verdad y la mentira. Tampoco hace falta
sobredimensionar a un malvado que sólo necesita unas pinceladas de crueldad.
Resulta demasiado acartonado el uso del ordenador para establecer el
aislamiento del mítico expreso de lujo. Algunos diálogos son tan simples que se
echa de menos la atención cuidadosa a los interrogatorios para proporcionar
suficientes pistas al espectador para que intente resolver el enigma por sí
solo. Sólo hay un aspecto en el que Branagh acierta y es en la banda sonora de
Patrick Doyle aunque no deja de ser sorprendente el aire melancólico que se
desprende de ella en los últimos pasos del misterio. Parece que, al final, se
ha perpetrado un homicidio con premeditación hacia la maravillosa novela de
Agatha Christie y hacia aquella primera y mítica versión de Lumet.
Y es que los caminos de
la justicia suelen ser tortuosos y, por ello, deben de ser bastante más
diáfanos que el ridículo que supone presentar a un personaje como si fuera un
peligroso e iracundo experto en artes marciales, o desaprovechar de forma casi
insultante a intérpretes de la categoría de Judi Dench o Derek Jacobi, o
resolver de forma absurda algunos de los elementos claves del asesinato. Con
esta versión sin alma ni ambiente caldeado, Branagh demuestra que no aprendió
nada desde que realizó una nueva mirada sobre La huella, de Mankiewicz y que su lugar sigue estando entre las
letras de algún que otro bardo inmortal. Sólo así conseguirá la absolución de
unas células grises que prometían mucho, mucho más.