jueves, 30 de noviembre de 2017

ASESINATO EN EL ORIENT EXPRESS (2017), de Kenneth Branagh

A la hora de abordar la adaptación cinematográfica de una creación literaria de cierta categoría, hay que tener sumo cuidado porque los mecanismos descritos sobre el papel, suelen tener una cierta premeditación que hace que, al más mínimo desliz, todo el conjunto se tambalee. En 1974, un director llamado Sidney Lumet realizó una obra con exquisito gusto, con especial atención a los detalles de la trama ideada por la gran Agatha Christie y dirigiendo a sus actores con extraordinaria precisión. El reto que Kenneth Branagh tenía ante sí era de envergadura y, lamentablemente, no ha sabido llevar la investigación hacia la lógica que la historia siempre ha reclamado.
Bien es verdad que su primer obstáculo está en los actores. Ya no hay nombres como aquellos, capaces de coger a un personaje, en principio, secundario, y dotarlos de un empaque de prestigio y profesionalidad. Y, hasta cierto punto, eso puede ser disculpable. Sin embargo, cuando el conjunto se olvida de algunas cosas, camina hacia un desenlace en el que es difícil reconocer al carismático Hércules Poirot, se construye a los distintos caracteres con precipitación y con un equivocado sentido de la espectacularidad y, por si fuera poco, se introducen algunas escenas de acción, con tiroteos incluidos, en el reducido espacio en el que ocurren los hechos, entonces es cuando la tostada está demasiado quemada, el té toma un sabor amargo y el pudim parece cocinado con sal gorda.
Debería de haber sido un encargo fácil para un director que proviene del medio teatral y, desde luego, Branagh asombra con algunas de sus planificaciones, pero decepciona en su narrativa que llega a ser confusa y sin fuerza. No tiene sentido colocar a Poirot en un dilema sobre la verdad y la mentira. Tampoco hace falta sobredimensionar a un malvado que sólo necesita unas pinceladas de crueldad. Resulta demasiado acartonado el uso del ordenador para establecer el aislamiento del mítico expreso de lujo. Algunos diálogos son tan simples que se echa de menos la atención cuidadosa a los interrogatorios para proporcionar suficientes pistas al espectador para que intente resolver el enigma por sí solo. Sólo hay un aspecto en el que Branagh acierta y es en la banda sonora de Patrick Doyle aunque no deja de ser sorprendente el aire melancólico que se desprende de ella en los últimos pasos del misterio. Parece que, al final, se ha perpetrado un homicidio con premeditación hacia la maravillosa novela de Agatha Christie y hacia aquella primera y mítica versión de Lumet.

Y es que los caminos de la justicia suelen ser tortuosos y, por ello, deben de ser bastante más diáfanos que el ridículo que supone presentar a un personaje como si fuera un peligroso e iracundo experto en artes marciales, o desaprovechar de forma casi insultante a intérpretes de la categoría de Judi Dench o Derek Jacobi, o resolver de forma absurda algunos de los elementos claves del asesinato. Con esta versión sin alma ni ambiente caldeado, Branagh demuestra que no aprendió nada desde que realizó una nueva mirada sobre La huella, de Mankiewicz y que su lugar sigue estando entre las letras de algún que otro bardo inmortal. Sólo así conseguirá la absolución de unas células grises que prometían mucho, mucho más. 

miércoles, 29 de noviembre de 2017

UNO DE LOS NUESTROS (1990), de Martin Scorsese

Es difícil hacer el repaso a una vida cuando solo te has dedicado a los malos negocios. Aquellos que son carne de pólvora o tira de cuchillo. O que, tal vez, han significado el fin del negocio de otros. Lo cierto es que no era eso lo que te hacía grande en su momento. Eran los amigos. Estar integrado dentro de una camaradería única y cómplice aunque eso, en cualquier instante, podría volverse en tu contra. Quisiste dinero fácil y lo tuviste. Deseaste a la chica ideal. Guapa, temperamental, inteligente y leal. Y también la tuviste. Llegado a un punto, quisiste empezar tu propio negocio, nada grande. Polvo blanco entre cielo azul y dinero a espuertas. Y ahí es donde te equivocaste. En el mismo momento en que decidiste sacar aún más dinero es cuando comenzaste a tener puntos flacos. Demasiado placer en las narices. Demasiada aceleración. Los buenos días han pasado. Ahora toca ser camello. Aunque sea un poco a lo mediano. Colega, estás listo. Y si no quieres ir al trullo, vas a tener que denunciar a todos y cantar de medio a medio. Tuvo que ser uno de los nuestros.
Por el camino hubo sangre a raudales. Ya se sabe. Aquél tipo que se pasó. Aquél otro que no llegó. El de más allá que fue un imprudente porque empezó a gastar lo que no debía. El de más acá porque era un pedazo de plomo en los pies. El negocio es el negocio y al que más apaña no le hace ninguna gracia que todo se vaya al garete. Es la ley de la calle, amigo. Ya sabes. Calles mojadas, coches grandes, armas largas, bares que no cierran y la boca sellada. Y discreción hasta en la ropa. No conviene ir llamando la atención cuando eres el blanco más fácil desde el Presidente Kennedy. Todos quieren el dinero. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que todos quieren más.
Y más quiere decir que tendrás que soportar el cruel sentido del humor de unos y la terrible aplicación de la venganza como única referencia en un mundo donde los policías solo se pasan para cobrar. No van a dejar que nadie escale puestos así por las buenas. Los territorios están delimitados y las miradas impasibles están preparadas. Otra cosa es que haya momentos buenos, de relajación, de domingo sin corbata y cerveza en la mano mientras la barbacoa se hace a fuego lento. Son ratos aislados. Y, sin embargo, son ratos perdidos. La verdadera acción está en aquella esquina donde se vende droga, o en aquellas furgonetas que transportan el botín, o en destrozarle la cara a cualquier incauto porque mira de determinado modo. Eso tiene auténtica atracción, es la erótica de saber que se posee el derecho a la vida o a la muerte de cualquier otro. Sin más planteamientos que el negocio o la venganza. A veces, incluso, las dos cosas a la vez. Ya sabes, o te portas bien o te cuelgo de un gancho y te saco las tripas. Eso sí que era vida. Y no la triste y melancólica existencia de los que tienen que hacer cola en la carnicería. Ya dejaste de ser uno de los nuestros, tío. Ahora toca saber vivir.

No se descubre nada si hablamos del estupendo trabajo de Martin Scorsese con una historia fantástica y la colaboración de todo un plantel de actores que dan lo mejor de sí mismos. Desde Joe Pesci a Lorraine Bracco pasando por Ray Liotta, Robert de Niro o Paul Sorvino. Ya he dicho demasiados nombres. Ahora más vale que este artículo se publique sin mi nombre y a mí se me dé una nueva vida. Y no importa si no vuelvo a escribir sobre cine y sobre uno de los nuestros, uno de esos buenos chicos.

martes, 28 de noviembre de 2017

EFECTOS SECUNDARIOS (2013), de Steven Soderbergh

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a propósito de "Tiempo de amar, tiempo de morir", de Douglas Sirk, podéis hacerlo aquí.

No es fácil salir de una depresión que agobia al alma con tanta fuerza que no tienes ganas de vivir. Lo normal es pedir ayuda y es lógico que se desee el asesoramiento de un psiquiatra de cierto prestigio para ver alguna luz al final del túnel. El médico, si es un buen profesional, se pondrá en contacto con todos los que ya han tratado al paciente para trazar un historial y saber exactamente a qué se enfrenta. Y, por supuesto y por desgracia, la medicación es norma en estos casos. Así que, con toda seriedad, le dice al paciente que se tome unas nuevas pastillas que han salido al mercado cuyo efecto secundario más relevante es la posibilidad de la somnolencia. Hasta ahí todo normal.
Sin embargo, ocurre algo inesperado, algo terrible. El paciente, en su estado de somnolencia, llega al sonambulismo. Y en ese estado comete un crimen. ¿Quién es el responsable? ¿El paciente o el doctor que, siguiendo su criterio profesional le ha recetado esas pastillas? Los acontecimientos se precipitan y la ley pone en marcha todos sus mecanismos para evitar que ese médico vuelva a ejercer. Simplemente porque extendió una receta. Solo que hay algo más. Son los efectos secundarios del asesinato.
Es entonces cuando lo real pasa a ser un sueño y, de ahí, la pesadilla está a un paso. Todo comienza a torcerse de forma incomprensible. Su prestigio cae por los suelos. Se le retira la licencia para pasar consulta. Su mujer le abandona porque parece que una extraña obsesión cae sobre él. Ya no es el hombre que era. Han destrozado su vida y su mente empieza a pensar como la de un enfermo. Solo hay una baza a su favor y es que se le ha conservado la custodia médica del paciente.  Ahí es donde está el auténtico partido a jugar. Mientras tanto, solo habrá que lavarse un poco las manos y tratar de mantener el nivel de vida.
No desvelo nada, doctor, solo estoy exponiendo los hechos de la trama que me recuerdan vagamente a los que hubiese puesto en juego cierto orondo director de magistral suspense y retorcida psicología. En el fondo de este sueño, nada es lo que parece y hay una especie de confuso magnetismo que atrae la mirada hacia la historia. Es como si intentase decir que hay que tener mucho cuidado, que la medicación no es una cuestión de broma…pero que, en el fondo, a las personas tampoco hay que perderlas de vista. ¿Cree que es grave?

Steven Soderbergh dirigió esta película que pasó casi desapercibida por las carteleras a pesar de tener un reparto atractivo con nombres como Jude Law, Catherine Zeta-Jones y Rooney Mara. Tal vez porque es notable, pasó de largo para la vista del espectador y merece una oportunidad. Solo hace falta entregarse a las manos del doctor y dejarse llevar en su diván. Seguro que salen cosas que nadie sospecharía…como algún que otro efecto secundario.

viernes, 24 de noviembre de 2017

MADRUGADA (1957), de Antonio Román

Mauricio Torres, el gran pintor, se muere. Ha alcanzado el éxito en vida y siempre ha sido asediado por una familia que quiso su parte del pastel cuando él alcanzó la fama y esa rara consideración de artista inmortal. Y alguien sembró una duda en él. Una duda taimada, insidiosa, que solo fue dicha para hacer daño porque, al fin y al cabo, de alguna manera tenía que sufrir. En sus últimas horas, se intentará esclarecer quién fue el maldito traidor que intentó implantar la cizaña en su corazón. Porque él no morirá en paz. Y además… ¿qué importa que él muera en paz? Lo importante es el dinero que va a dejar. Millones. Y más aún ahora, que acababa de cumplir encargos para los más importantes museos de Nueva York y París. Es una madrugada de lobos, dispuestos a devorar todo lo que se les pone por delante. Incluso la mujer que él ha amado con todas sus fuerzas.
Uno de sus hermanos, casado con una arpía, es gris, estúpido, falso, cobarde y débil. Da rienda suelta a ese perro guardián con el que está casado para cubrir todas sus demás carencias. Ella aparece y no hace más que escupir maldades para quedarse con la mayor parte del pastel. Solo hace falta que Mauricio muera sin testar. Y todo se repartirá a partes iguales entre los dos hermanos. ¿Quién se habría creído que era? Con sus aires de artista bohemio y perfecto, admirado y encumbrado. Un mediocre. Eso es lo que era. Y la furcia que vivía con él, fuera. Esa casa tiene que pasar a los hermanos. Y el único requisito para hacerlo realidad es que él no despierte y no recupere la consciencia. Y luego, sus cuadros. No olvidemos su obra. Eso también vale un dineral. Que se muera ya. Que se muera.
Su otro hermano es ladino, escurridizo, de mirada atravesada e intenciones escondidas. Nunca se le ve venir porque finge muy bien que es muy tarde y que no está interesado en nada. Si se muere…que se muera. Si despierta…bueno, mejor que no despierte. Son muchos años trabajando en la cola de la pirámide como para renunciar a un buen pellizco que te puede arreglar la vida. ¿Amor entre hermanos? ¿Qué es eso? Basta con sentarse y esperar. Y si es necesario dar un empujoncito al menor descuido, aquí está él. Faltaría más.

Dos sobrinos también deambulan por la madrugada en la mansión de Mauricio Torres. Una es inocente. Aunque eso no quiera decir que no sea capaz de hacer daño. Es una joven amargada, a las puertas de la desgracia, que no quiere a sus padres, igual que ellos no la quieren. A ella le hubiera gustado estar al lado del tío Mauricio. Alejarse de ese mundo de falsedades e imposturas que tampoco acaba de entender. Llora. Llora mucho. Es lo que pasa cuando alguien busca un refugio. El otro es un pobre gacetillero enamorado de la mujer que ha compartido sus últimos años con Mauricio. Quiere protegerla pero no sabe cómo. Quiere estar a su lado, pero también es muy débil. Es un hombre que va dando bandazos y no tiene interés ninguno en el dinero de su tío. Solo la quiere a ella. Y no sabe querer. Solo juega con las personas. Y si le molestan, las aparta a un lado. Es fácil. Basta con pensar en ella, en esa mujer que ha compartido los mejores momentos del genial pintor. Esa chica que un día fue a posar para él y se quedó en su corazón. Esa misma que ha trazado un plan para descubrir quién plantó la semilla de la duda en una relación que era perfecta. Por eso, solo ella sabe que Mauricio no se está muriendo. Ya está muerto. El juego está servido. Las intrigas están sueltas. Y don Antonio Buero Vallejo está en sus letras.

jueves, 23 de noviembre de 2017

EL AUTOR (2017), de Manuel Martín Cuenca

Un escritor debe ser un individuo que observe la realidad para escrutar su próximo movimiento, tratando de adivinar todo el mecanismo de acciones y reacciones de los personajes que crea basándose en sus propias experiencias humanas bañadas en imaginación. En el momento en que deja de observar y provoca esa realidad, comienza a disfrazar su mediocridad, su talento esquivo que huye despavorido y se limita a ser un cronista, más o menos correcto, de lo que ocurre, sin más fantasía que la verdad.
Eso no quiere decir que un escritor no deba ser sincero. De hecho, la sinceridad es una de las condiciones indispensables para la literatura, pero solo nace del ejercicio de la observación, de la capacidad de poner elementos de realidad en una narración inventada. Si no es así, sus letras estarán vacías de empuje, de creatividad y de atractivo porque, en el fondo, aunque las vidas ajenas sean atrayentes, no dejan de ser cotilleos que pueden ser adornados con pedantería e impostura. Es una actividad difícil, no apta para todo el mundo, porque no se llega a ser escritor por el simple hecho de juntar un verbo con un sustantivo. Hay que ir un poco más allá.
Todo esto puede derivar en una obsesión insana por crear historias. Si el escritor interviene en esa realidad para que vaya en la dirección que él desea, se convierte en un manipulador bastante estúpido, que terminará siendo engañado por sus propios sueños de grandeza, por el falso halago y por el engreimiento del calificativo. La ficción tiene que superar a la realidad, por mucho que nos guste decir lo contrario. Y contar historias es uno de los mejores inventos que han pasado nunca por la mente del hombre.
Javier Gutiérrez ofrece un recital interpretativo en la piel de ese aspirante a escritor que no sabe escribir y Manuel Martín Cuenca dirige con sobriedad una historia que camina peligrosamente por el filo de lo grotesco. Aún así, el resultado no llega a la excelencia porque hay algunas ingenuidades, algún que otro estancamiento y una cierta indecisión que convierte la tragicomedia en melodrama. Podríamos estar ante una radiografía sobre las obsesiones enfermizas, agobiantes y sorprendentes y, sin embargo, nos hallamos ante un cuento de sombras que relata la toma de conciencia de un sociópata con infulas. Un poco pasado de vueltas para un público que es tan entrometido como una portera.

No es fácil buscar el esquivo talento entre tantos intereses creados y ante un mercado que hace prostituirse al creador hasta límites impensables. La crítica está ahí y es incisiva y despreciativa. La blancura de la pantalla del ordenador desafía a cada línea y las palabras se escurren entre las estrechas paredes de la elección razonable. La envidia es un escalón más en un edificio en el que el ascensor siempre tarda demasiado y la misma vida, ingrata, implacable y grosera, se empeña en ahogar cualquier intento para narrar y construir tramas, argumentos, giros y metáforas. Tal vez, el simple hecho de ponerse delante de un teclado para arrancar unas cuantas palabras a la mediocridad ya sea algo digno de elogio. El veredicto, como siempre, lo tiene el público y no el autor. Pero esa es una incógnita que jamás se resolverá por parte de quien escribe.

martes, 21 de noviembre de 2017

AGENTE DOBLE EN BERLÍN (Target) (1985), de Arthur Penn

No deja de ser una joven postura cómoda encasillar a los padres en unos papeles estereotipados y aburridos, sin querer investigar demasiado sobre qué es lo que fueron y qué han llegado a ser. Eso es aún más difícil cuando llega la edad en la que un joven comienza a tomar decisiones y se deshace del abrazo de sus progenitores para emprender una vida que todavía no tiene ningún rumbo definido. La mecánica de unos cuantos coches, alguna chica, el deseo de una vida independiente…y, por supuesto, unos padres que no entienden nada, que nunca tuvieron esas mismas inquietudes, que están demasiado lejos para tenerlos alrededor del pensamiento. Quizá haya que sacudir esa supuesta tranquilidad familiar, instalada en lo confortable, para sacar de los errores propios de la atrevida juventud.
Puede que ese padre que conduce con sumo cuidado y extrema la precaución conduzca mejor de lo que hayas soñado jamás. O que domine varios idiomas, no solo el americano de Texas. O que, incluso, haya tenido una vida inconcebible yendo de un lado para otro en Europa, manteniendo romances con damas imposibles y trabajando para el gobierno como un espía encargado de desmantelar redes del enemigo. No, pero todo eso no puede ser. Papá es un amedrentado hombre de negocios tejano, que tiene su casa y su dinero a recaudo. De ahí que comprenda tan poco sobre las inquietudes propias de la juventud. Papá se ha olvidado de cuando era joven. Él nunca ha pensado como yo. Aunque quizá no sea así.
Así que ahí tenemos a padre y a hijo, saltando de París a Hamburgo y de ahí a Berlín para salvar lo que más quieren. Y el camino será de aprendizaje para el chico porque podrá descubrir lo que es realmente su padre. Y, de repente, el aburrido y gris hombre de negocios de Tejas, se convierte en un hombre que no pestañea si tiene que matar a alguien, acostumbrado a vivir entre el peligro, tan lleno de recursos que llega a ser insultante y absolutamente acostumbrado a moverse por los ambientes más oscuros del contraespionaje centroeuropeo. Y tiene que hacer frente a un viejo rival que busca venganza por algo que ocurrió hace mucho, mucho tiempo. Es lo ideal para que cualquier chico se centre. Entre ráfaga de ametralladora y persecución en coche, habrá algún que otro momento para sentir admiración y agarrar con fuerza la certeza de que su padre es otro hombre, totalmente distinto, totalmente posible, totalmente real. Y lo peor de todo es que será a través de una serie de situaciones que serían irreales para cualquier otro.

Arthur Penn dirigió este producto de encargo con una admirable profesionalidad con Gene Hackman al frente y dejando que el tiempo pase sobre una película de acción muy propia de los años ochenta. Aún así, entre su música de sintetizador y su color anticuado, guarda mucho encanto. Tal vez porque nos recuerda esa pregunta que siempre quisimos hacer a papá y nunca le llegamos a formular.

EL PLANETA DE LOS SIMIOS (1968), de Franklin J. Schaffner

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor de "El viento y el león", de John Milius, podéis hacerlo aquí.

El hombre ya no es un hombre. Es un mero esclavo sin cerebro, obediente, sumiso. Tal vez haya un día en que el hombre se levante y, por primera vez, diga “no”. Es la lógica evolutiva. Incluso es posible que venga de otro planeta. Lo que sí está claro es que es inconcebible que un hombre llegue a hablar. Son bestias sin alma, sin razón. Son destructores vocacionales de todo lo que puede ser creado. Y su ejemplo debe servirnos como ejemplo a los simios. Para no cometer los mismos errores que ellos se han empeñado en repetir con insistencia. No supieron utilizar el conocimiento. Su natural ambición ha terminado por ser su natural perdición. No merecen mucho más que el látigo, la opresión y la bajeza de su propia especie. Es la hora de los simios. Sencillamente porque, un día, un simio se levantó y dijo “no”.
Y ya está aquí. Ya tenemos al hombre que habla y que se empeña, como siempre, en tener razón. Todo lo que no está en la órbita de su pensamiento resulta ajeno para él. Como el hecho de que un mono sepa escribir. No cabe en su cabeza. Es tan limitado que no puede llegar al significado último de la evolución por mucho que crea que se halla en un planeta ajeno. Quiere ir a la zona prohibida y ahí queda confirmado que realmente no sabe lo que hace. Se mueve por instinto y por rabia. Se mueve por venganza y superioridad. Los hombres superiores al mono. ¡Qué estupidez! Todo el mundo sabe que es al contrario. Los simios somos superiores al hombre. Sabemos enjuiciarlos. Sabemos lo que pretenden. Sabemos lo que deben tener. Ellos, por no saber, no saben ni hablar. El hecho de que un solo hombre hable no quiere decir nada. Puede ser una aberración de la Naturaleza o, incluso, un error premeditado. La Naturaleza es sabia y puede que quiera ponernos a prueba. Tal vez anhele una evidencia definitiva de nuestra superioridad sobre todas las demás criaturas. Debemos ser cautelosos. Debemos acudir a los más viejos para que nos instruyan. Y sobre todo, no debemos dejarnos engañar por la sucia boca de ese humano que habla, que grita, que se rebela y que dice una y otra vez que somos bestias. Él es la bestia. Él es el peligro.

Tendrá que descubrir por sí solo cuál es la orilla de la desolación. Su desnudez delata su incapacidad. Es vulnerable y susceptible de ser humillado. Quizá, mientras escribo esto, me doy cuenta de que no es tan diferente a nosotros, los simios. Nosotros también tenemos áreas del conocimiento que nos están vedadas y por eso vigilamos a nuestros científicos. También somos vulnerables y, desde luego, podemos ser humillados. Solo nos separan unos cuantos genes, tenemos más pelo y quizá tengamos un sentido más desarrollado de la solidaridad. Estoy seguro de que, de aquí a poco tiempo, tendremos una Sociedad Protectora de Seres Humanos que prohibirá la amputación de parte del cerebro y a alguna que otra asociación que considere que tratarlos como seres vivos sin valor es una muestra de nuestra incivilización. Todo puede ocurrir en un planeta que siempre profiere alaridos de muerte…

viernes, 17 de noviembre de 2017

ESCONDIDOS EN BRUJAS (2008), de Martin McDonagh

Cuando una ciudad enseña sus luces nocturnas, es como si abriera las puertas de sus recovecos más secretos para que entren nuevas conspiraciones a media voz, nuevos sueños de media mesa, nuevas esperanzas para un día que no debería llegar. La noche debería permanecer así siempre. Insólita y hermosa, llena de luces cálidas y piedras melladas por el tiempo. Y es casi un pecado admitir que la belleza tiene un lado oscuro por el que se mueven armas, venganzas, frustraciones y ensoñaciones. Todo eso son cosas efímeras, sin importancia. Con tan poca importancia como la vida de un par de sicarios que han metido la gamba hasta el fondo con su último trabajo. Tienen que esconderse en Brujas porque el jefe se lo ha ordenado. Y, a pesar de que son hombres sin corazón, algo se les mueve por el interior que ellos mismos pretenden que, de vez en cuando, salga a la luz.
Y es que una cosa es ser un asesino y otra ser mala persona. ¿Por qué no se le va a brindar a un tipo que está condenado el placer de la visión de una ciudad preciosa? Es lo mínimo. Al menos, que lo último que vea el fulano sea algo extraordinario. Es esencial que la gente se marche contenta de este mundo. No vale solo un disparo entre ceja y ceja y ya está, todo se tiñe de rojo y la vida se escapa. Hay que darle un último sabor a la bala que lleva tu nombre. Y no digamos si hay que subir al campanario. Sí, ése que resulta que si está cerrado, está cerrado y no se hable más. Desde luego, Brujas es una ciudad llena de hechizos. Tanto es así que uno puede evitar el suicidio de alguien justo en el momento en que estás pensando en meterle una bala en la nuca.
Así, en medio de esas calles empedradas, plenas de humedad e historias, nos topamos con rodajes de películas, chicas, enanos vestidos de colegial, respetos inesperados que parten de asesinos profesionales, vistas impresionantes desde lo alto y lo bajo, la noche herida por la luz de una ciudad insustituible y la certeza de que, a lo mejor, en algún lugar del alma, nace el deseo de ayudar a alguien que no merece morir. Es una simple cuestión de ética entre malvados de oficio. Es el otro lado de los facinerosos que se dedican a lo innombrable. No vale solo el negocio, también hay que demostrar un par de dosis de honestidad.

Sorprendente y con un delicado equilibrio entre la perplejidad y la crueldad, Escondidos en Brujas enseña las brillantes interpretaciones de Brendan Gleeson y Ralph Fiennes para tapar sus colmillos bien afilados. Más atrás se halla Colin Farrell, perdido entre gestos de extravío y encrucijada, luchando con su verdadera naturaleza de actor de recursos limitados. Todos ellos dirigidos por Martin McDonagh, un tipo que consigue, de forma casi mágica, hacer que nos sintamos bien mientras seguimos la pista a dos asesinos que, en manos de cualquier otro, serían los malos o los torpes de la película.

jueves, 16 de noviembre de 2017

ORO (2017), de Agustín Díaz Yanes

A fe mía que poco tenían de conquistadores de nuevas tierras aquellos iletrados que partieron en busca de una quimera de oro y opulencia. Entre ellos se odiaban y desconfiaban y eran incapaces de superar todo aquello que les separaba en la España del siglo XVI. La codicia no entiende de honores ni de compañerismos y, aunque españoles, no dudaban en rebanar gaznates si de ello dependía su promesa de buena fortuna y oropeles soñados. Esa siempre ha sido España. Y aún lo es.
No dejaban nada en su tierra de origen salvo, quizá, algún bastardo de una noche de vino y olvido o una madre plañendo por su partida. Tampoco tenían nada que perder porque España ofrecía la nada para ellos y para perder la vida allí, mejor perderla en las tierras vírgenes allende los mares. La esperanza era lo último que se perdía y, tal vez, bien valía la apuesta unas gotas de sangre, aunque fuera de baja ralea y condición mínima. Cierto es que, como españoles que eran, no dudaban en luchar codo con codo cuando todo amenazaba con irse a tomar viento dorado y que, una vez pasado el peligro, no dudaban en desenvainar filos por un quítame allá unos granos de arena. Ni siquiera la selva los pudo entender, porque arriesgaban todo por un buen puñado de nada.
Sin embargo, allí, donde los ríos se estrechan y los ruidos del tupido verde se confundían con las voces de los nativos, podía haber unas migajas de eso que llaman amor, flor de un día en medio de tanto odio sin razón. En ellos anidaba la rabia que la vida había sembrado en sus corazones y no entendía de patrias, ni de personas, ni de anhelos, ni de duelos y lo mismo podían pasar a cuchillo a un oscense que a un indígena. Eran valientes, pero taimados. Trataban a la dama oscura de tú a tú y sabían que podía presentarse en cualquier momento. Sin piedad. Sin compasión. Sin más recompensa que un día que se apaga y con la certeza de que ya no vendría otro igual.
Personajes de epopeya nacidos de la pluma del licenciado Pérez-Reverte y dirigidos con mano de hierro por el maese Díaz Yanes que descubren los lados más oscuros de algunos soldados sin gloria, campesinos sin mañana y damas de bravura comprobada. Interesantes labores de los señores de Arévalo, Coronado, Jaenada y mi señora Lennie. Grande la fotografía de Femenia, absorbente la partitura de Limón y brillante el sonido de Marín y Muñoz, que resuelven con magisterio los problemas del exterior rugiente. Algo de precipitación hacia el final, como queriendo dejar bien claro que los desenlaces se presentan sin previo aviso y aclarando entre aguas turbias tintadas de rojo que el destino de los españoles pasa por el cuchillo empuñado por manos hermanas. Más allá de eso, sólo restará el pequeño triunfo, sólo válido para aquellos que un día creyeron que España era grande aunque habitada por hombres muy pequeños.
Dejo estas líneas para que conste que he acompañado a tan insignes nombres en la búsqueda de la calidad, en la seguridad de que vi una historia en la que la aventura estaba en los personajes que la habitaban y no en sus hechos, en el temor de que, en algún momento, parece que la trama se estanca igual que un río que no fluye, pero que, al fin y al cabo, vemos una parte de nosotros mismos en tales entelequias, más propias de ingenuos que de hombres derechos.
Lo cual firmo a fe mía, en el año de nuestro señor de dos mil diecisiete, para que conste en los archivos del reino y para consulta y seguimiento de quien tenga a bien leerlo.


miércoles, 15 de noviembre de 2017

EL COLECCIONISTA DE HUESOS (1999), de Philip Noyce

La profesionalidad puede traer muchos líos. Encontrar un cadáver y parar un tren y ya estás metida en la investigación de unos crímenes horribles, dirigida por un parapléjico desde su cama, como si él supiera lo que es la observación forense de pistas. Lo peor es que lo sabe. Puede que sus brazos, sus piernas y su columna no funcionen, pero tiene una inteligencia fuera de lo normal. Sois un equipo grande porque una chica que es capaz de parar un tren, también es capaz de enfrentarse a los típicos cortos mentales que tratan de apuntarse tantos con la delicadeza de un elefante. La chica es la mejor. Tiene unos ojos preciosos que se fijan en todo. Su boca invita al beso, pero también a hablar sin tapujos. Un asesino anda suelto. Y el reto está lanzado. Un criminal contra un inválido con manos y cuerpo de mujer en perfecto estado de forma. Es como si Edgar Allan Poe hubiera vuelto a Nueva York y estuviera escribiendo de nuevo alguno de sus relatos de crímenes horribles, repletos de crueldad, salidos de una mente enferma.
Fijarse en todo es uno de los secretos de una buena investigación. La forma en la que están unas manos. La simetría de unos cortes terribles que llaman a las alimañas. La pieza dejada, como al azar, para que se encuentre el camino que el asesino quiere señalar. Es como un rostro de mujer difuminado por el tiempo, trazado en otra época de oscuridad y muerte. El asesino no se detendrá y lo que está diciendo, en todo momento, es que es más inteligente que cualquier otro que intente atraparle. Incluso desde un piso diáfano que sirve para cuidar un cuerpo muerto y una mente viva. Incluso desde el valor incomparable de una mujer que sabe moverse entre escombros y conoce la fórmula para invitar a la vida. No es fácil ser mujer. Es más difícil que estar en una cama esperando el tránsito definitivo porque no hay dignidad en una existencia que no merece ser vivida.

Turbia e inquietante desde el primer momento, El coleccionista de huesos es una rara película de misterio que trata de dar valor a las dos almas de una misma investigación, como si se pudiera separar el cómo del qué. Denzel Washington vuelve a otorgar sabiduría con sus limitados movimientos y Angelina Jolie exhibe belleza a raudales y demuestra lo gran actriz que es cuando quiere. Más allá de eso, es hora de sumergirnos en la parte más tenebrosa de una ciudad infectada por el crimen más vil, llena de castillos que guardan los secretos de su historia con celo y hostilidad, repleta de inútiles que creen ver en la muerte una oportunidad. Habrá que poner en marcha el cerebro y observar muy detenidamente.

martes, 14 de noviembre de 2017

EN UN LUGAR SOLITARIO (1950), de Nicholas Ray

Dixon Steele nació cuando te conoció. Se hallaba perdido, sin rumbo, a muchas millas de cualquier lugar, tratando de encontrar su sitio en una vida que siempre ha despreciado. Tal vez porque su profesión de guionista le condenaba a adaptar obras mediocres de otros o, tal vez, porque estaba demasiado solo. Y esa soledad le ha forjado un carácter difícil, errático, algo bipolar. Llegaste tú y todo cambió. El sol le volvió a dar en la cara y, de repente, la sonrisa hizo visitas inesperadas. La inspiración regresó de un largo viaje y comenzó a escribir febrilmente, haciendo de un libro olvidable, un guión para una película que se recordará. Volvió a nacer, sí. Porque supo que había una razón para seguir adelante, para vivir y para permanecer en la vida saboreando cada instante. Tenía todos los espectadores que deseaba. Solo tú.
Dixon Steele vivió unas semanas mientras te amó. Aunque no consiguió quitar de sí mismo la parte más oscura de su personalidad. Esa misma que salta como una fiera rabiosa cuando se le arrebata algo que cree de su propiedad. Pero ahí estuvo, con su máquina de escribir echando humo, deseando volver sus ojos hacia ti para que las palabras brotaran solas y los sentimientos brincaran por la habitación. Dixon tiene prisa para ser feliz porque ya se ha olvidado de lo que eso significa. Y comete errores. Cree que lo tiene todo ganado y alguien debería susurrarle al oído que una mujer tiene que ser conquistada todos los días. No basta con las sensaciones que llaman insistentemente con intención de quedarse. Hay que mantenerlas. El amor es insaciable y esas semanas fueron generosas. Vivió unas semanas. Supo lo que era vivir porque estabas a su lado. Y quiso perderse entre tus miradas, tus besos, tus presencias…

Dixon Steele murió cuando le abandonaste. Tal vez porque supo que lo había hecho rematadamente mal, que había dejado salir a esa bestia que siempre le ha roído las entrañas y que impide poner límites a la furia, a esa rabia que sale cuando las cosas no son lo que deberían ser, como su amor, como su vida. Sí, murió porque pasó del cielo a la soledad, volvió a ese lugar solitario del que, tal vez, nunca debió salir, ese lugar en el que nadie, nunca más, volverá a acordarse de él. Ese lugar del que nadie volverá a rescatarle. A partir de aquí, la única compañera será la tristeza, el desánimo y el tremendo dolor que también acabará por dormir definitivamente a la bestia.

jueves, 9 de noviembre de 2017

LA BATALLA DE LOS SEXOS (2017), de Valerie Faris y Jonathan Dayton

Servicio. Nadie a estas alturas puede dudar de que la mujer es superior al hombre en muchos aspectos. Son más fuertes mentalmente, más constantes en los sentimientos y en el esfuerzo, tienen una capacidad admirable para soportar el dolor y son infinitamente más luchadoras. Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que se creyó que el hombre era superior con el único argumento de la posesión de la fuerza. Y también hubo una mujer que trató de demostrar que las mujeres no eran superiores, pero que merecían tanto respeto como el hombre.
Quince a nada. Era una época en la que ni siquiera se podía proclamar a los cuatro vientos la condición sexual de unos y de otras. Se quería revestir todo de negocio basado en la supuesta rapidez física masculina, su pretendida agudeza mental. Y ellas son más serias, más profesionales. Desde luego, tienen sus defectos, pero cuentan con un aliado natural y es que nadie puede discutir que son más bellas que el hombre y, por eso, se les perdona con mayor facilidad. Tampoco ayuda demasiado el hecho de que el hombre se exhibe, fanfarronea, intenta exaltar a base de falsos encantos personales y de habilidades que, en el fondo, no son más que elementos de igualdad. Es casi imposible llegar a esa bola y se perderá más allá de la línea. Por mucho ojo de halcón que el hombre solicite.
Treinta a nada. El espectáculo se monta. Lo que para unos es una fiesta que debe de acabar de una vez por todas con la guerra de sexos, para otras es un duelo en la cumbre que exige preparación, entrenamiento, electricidad en las piernas, reflejos impecables. No es de recibo que, aún hoy, haya trabajos en los que las mujeres sean despreciables en base a su potencial maternidad, cuando debería ser algo natural y profundamente admirable. Ellas suben a la red con decisión. Nosotros, casi, debemos pedir permiso.
Cuarenta a nada. Valerie Faris y Jonathan Dayton dirigen con convicción las secuencias de tenis, pero se muestran manifiestamente torpes en todo lo que exige intimidad. Hay como una especie de estúpida obsesión por acercar la cámara exageradamente, quizá para captar lo que esconde el corazón de una mujer cuando ellas son capaces de expresarlo todo con tanta naturalidad que la distancia resulta ser algo rematadamente superficial. Emma Stone resulta eminente como esa tenista llamada Billie Jean King que cambió la forma de ver las cosas cuando el mundo del tenis aún no era ese festival mercantil que es hoy en día aunque empezaba a serlo. Mención especial merece el espléndido trabajo que realiza Elizabeth Shue en un papel que no da excesivas cuerdas de lucimiento, pero que sabe exprimir con veteranía e intensidad. Aceptable resulta Steve Carell en su histrión porque, al fin y al cabo, así era Bobby Riggs, un incorregible jugador y apostador profesional que sólo deseaba convertir su vida en un show. El resultado es una película a la que le falta algo de mordiente en sus diálogos, pero que se deja ver sin demasiado esfuerzo, con una buena ambientación de los primerizos setenta, una época en la que las raquetas aún eran de madera y los prejuicios se tomaban como algo normal.

Juego, set y partido. Ustedes deciden quién gana.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

BASIC (2003), de John McTiernan

Mañana no habrá artículo debido a la festividad de la Almudena en Madrid, pero os espero el viernes para echar un partidito de tenis en el estreno de la semana. No faltéis.

Una tormenta tropical se desata en Panamá. En medio de ella, una patrulla militar que realiza maniobras con fuego real acaba aniquilada. Solo dos supervivientes. Se llama a un tipo que fue oficial y que ahora es un agente de la DEA sospechoso de haber aceptado un soborno. Nada es lo que parece. Y hay que ir a lo básico, a lo más evidente. ¿Qué es lo que pasó en la jungla de Panamá, casi en la frontera con Colombia? Era un grupo de élite, entrenado por el sargento más exigente de todo el ejército. ¿Qué pudo salir mal? ¿Por qué se llama a alguien de fuera para investigar el incidente? Y la lluvia sigue golpeando las cabezas, llamando a la razón, intentando encontrar algún hueco que haga que las cosas se cuenten bien.
Es carnaval y la confusión es lo normal. La droga parece un móvil en todo ello y nadie es lo que dice ser. El agua parece esconder las verdaderas motivaciones de la mentira, de la investigación, de la sospecha y de la precipitación. Poli bueno, poli malo, la chica no es competente, el tipo sí lo es. La pista es infinita y también un ocho tumbado marca el camino de circunferencias concéntricas que hay que trazar para llegar al núcleo de una verdad que se escapa y se esconde tras las cortinas de agua y furia. Esto parece un acertijo encerrado dentro de un enigma. Y nadie dice la verdad.

John Travolta viste la camiseta del escepticismo mezclado con la ironía en un papel que le va como anillo al dedo para desbrozar el misterio que se cierne sobre una unidad que tiene mucho que ocultar. Connie Nielsen se siente desplazada y humillada, tal vez porque cree que, siendo mujer, el desprecio es parte integrante de los mandos del ejército. Samuel L. Jackson no tiene piedad y trata de poner al límite la capacidad humana para que no se pierda la habilidad del pensamiento. John McTiernan dirige la última película de calidad antes de caer en el ostracismo en el que le sumió el escándalo. Todos ellos tienen que juntar las complicadas piezas de un rompecabezas que parece que ha perdido algunas por el camino. Y es algo básico tener que reunirlas de nuevo. Tan básico como la certeza de que las sorpresas no se circunscriben solo a un puesto militar que trata de hacer negocio con la ocupación sino que hay algo más. Y ahí sí que hay que olvidarse de lo básico. Tal vez porque el secreto puede llegar a salvar algunas vidas y hallar a los verdaderos culpables.

martes, 7 de noviembre de 2017

COLORADO JIM (1953), de Anthony Mann

El rencor es algo que se desliza entre las piedras desnudas de la venganza. Howard Kemp lo perdió todo en la guerra. Su granja, su familia y su moral. Se ha convertido en un hombre tan despiadado como aquellos a los que persigue. Y más aún si la presa es Ben Vandergroat, un tipo que no merecería ni pisar la tierra que saquea. Cuando consigue atraparlo, Ben, sutil y ladinamente, se dedica a sembrar semillas de desconfianza, de envidia, de soberbia, de lujuria, de desprecio. Quiere que esos tipos que han conseguido atarle sobre la silla de un burro se maten unos a otros. Y el primero de todos ese Howard Kemp que, primero, se hace pasar por un hombre de ley cuando no es más que un miserable cazador de recompensas, un buscavidas lleno de odio que trata de lavar no sé qué ofensa del pasado. Es fácil cuando el móvil es el dinero. Ben Vandergroat lo sabe muy bien. Su oficio consistía en quitarle el dinero a los demás y no repartir con nadie. Y el que se oponía se llevaba su parte de plomo.
El paisaje nevado y abrupto parece acusar a todos los hombres y a la mujer que vagan por ese territorio agreste y violento. Sus enormes montañas solo descansan en el ruido de los cascos de los caballos sobre la piedra que brota de los ríos. Es una orografía de caracteres que abruma y agobia a cada nuevo paso de la caravana. El cobarde, el viejo cansado de buscar oro, el delincuente, la chica que, en el fondo, solo desea un hombre honesto a su lado y el miserable cazador de recompensas. Cinco fugitivos de la moral que solo entiende de espuelas desnudas, de punzadas de filo cortante, de tributos de crueldad que se pagan con gusto porque los ceros llaman al alma. Todos ellos son heridas del terreno que parece no quererles en los rincones de lo correcto. Aunque, quizá, en algún lugar perdido, en medio de ninguna parte, la razón se recupere de sus heridas y el enfrentamiento tenga lugar dejando a los hombres buenos de un lado y a los malos de otro.

Espléndidas interpretaciones de todo el reparto, compuesto por James Stewart (más brutal que nunca), Robert Ryan, Millard Mitchell, Ralph Meeker y una juvenil Janet Leigh bajo la dirección de Anthony Mann. Western de paisajes escarpados y éticas quebrantadas que trata de mostrar que todos los hombres buenos tienen un lado intensamente malo y que las situaciones extremas definen el lado en el que se sitúan. Moral y épica en el mismo cabalgar demostrando que un verdadero maestro de las películas del Oeste podía hacer que nos quedáramos pensando en qué lugar nos situaríamos nosotros.

viernes, 3 de noviembre de 2017

DOS SEMANAS EN OTRA CIUDAD (1962), de Vincente Minnelli

La bola corre por el césped con tranquilidad. Atrás han quedado las luces, las drogas, la locura, el éxito. Ahora el día se aparece cristalino con su blanca mañana y el mundo espera, con los brazos abiertos y los ojos cerrados. Aquellos tiempos de alfombra roja, focos en los estrenos, portadas en las revistas y películas como salchichas ya han pasado. Ahora hay que construirse una nueva vida. Y tal vez el cine no sea tan malo en sí mismo. Malas son las personas que lo componen. Como un director acostumbrado a manipular a todos que te pide ayuda para terminar una película en una lejana ciudad de la vieja Europa. Como un actorcillo que trata de escalar más rápido para caer más fuerte. O como esa mujer…esa maldita y hermosa mujer que te comió las entrañas, que te empujó hacia las oscuridades de la locura y que se divierte viendo cómo los hombres se arrastran por una mirada. El cine estará ahí, con su ojo avizor, tratando de convertirse en arte…y la verdadera obra de arte es la propia vida.
Entre la confusión del rodaje, la hoguera de las vanidades expuestas, las prisas, los montajes, positivar negativos, pacientes consejos de interpretación, no ha habido demasiado tiempo para fijar un objetivo. De momento, hay que tener la débil mente ocupada con los muchos quehaceres de una película y luego, como tantas otras veces, los pensamientos se colocan de forma tan mágica que uno llega a creer que el cine es una terapia y no un entretenimiento. Roma permanecerá incólume, con las grietas en sus piedras, protestando por el paso inclemente del tiempo y, sin embargo, el cine permanece, tal vez como testimonio de una época, de un ambiente o de un lugar, pero ahí está. Y en un rincón, discreto y centrado, puede estar un nombre. Eso, ya de por sí, debería ser suficiente recompensa.

Vincente Minnelli volvió a revolver los trasteros del cine para narrar la historia de Jack Andrews (Kirk Douglas), un hombre que probó el éxito, fue devorado por él y acabó comprendiéndolo. A su lado, Edward G. Robinson se puso en la piel de un director especialista en chantajes emocionales de profundo calado que acaba decepcionado por la armadura que exhiben otros. Y también Cyd Charisse, un grito de pánico en la noche, arrastrado por un coche que da vueltas sin control porque ella no es una mujer, es un águila que quiere engullir a todo el que osa poner la mirada sobre ella. No hay nada más fácil que jugar con un hombre que se deja arrastrar por la belleza y la sensualidad. Son juguetes rotos. Son carne de corte en la sala de montaje. Y luego se pisotean. Por eso, dos semanas en otra ciudad será tiempo suficiente para ver con claridad qué es lo que realmente importa en la vida.

jueves, 2 de noviembre de 2017

EL SECRETO DE MARROWBONE (2017), de Sergio G. Sánchez

Nada. Es lo que ocurre cuando se deja atrás el pasado y se cruza una línea que significa un nuevo principio. Siempre se tiene la certeza de que las cosas que han acontecido van a volver y lo harán para quedarse. Hay que tener confianza en que no sea así porque si no va a ser imposible vivir. Ha habido demasiado sufrimiento, demasiada pena, demasiada culpabilidad, demasiada tortura. Y es hora de mirar hacia adelante, traspasando esa línea, descargando todas las mochilas, olvidando todas las experiencias.
Sin embargo, la vida es siempre una traidora inconfesa y puede que los planes se desvíen. Incluso para aquellos que merecen un pedazo de felicidad. Así que es hora de cerrar un pacto. De responsabilidad, de compromiso, de aceptación y de fuerza. Algo que puede perdurar más allá de la muerte si todos ponen de su parte. Es el momento en que la nada puede convertirse en algo. Y así se dejan atrás todas las imágenes que recuerdan de dónde se viene. Tal vez, esa nada sea el viaje de vuelta del infierno.
Nadie. No, nadie puede romper ese pacto. Ni siquiera un fantasma que aparece para llevarse lo que es suyo y dejar un rastro de odio y sin razón detrás de una pared tapiada. Nadie podrá descubrir el engaño en el que hay que moverse para que la unión parezca eterna. Ni siquiera el descubrimiento del amor más entregado puede abrir las puertas para que entren todos los intrusos que se creen con derecho al expolio del mismo pasado. Lo imposible ocurre. Lo sobrenatural existe. La lógica se destroza y, sin embargo, todo mantiene un orden en la obsesión, en la misma promesa, en el limbo del mismo fracaso.
Nunca. No habrá tiempo suficiente como para romper lo que nadie podía quebrar. En el refugio de la locura es donde se halla el mejor de los consuelos. Las conversaciones se suceden y los nervios se tensan. Algo se halla vivo entre tanta muerte y los rincones de la casa parecen crujir, intentando que la madera hable y preste testimonio bajo juramento. Solo que será un relato increíble, que no podrá ser retenido en la cabeza de ningún atrevido oyente. A veces, la muerte tarda demasiado en llegar, como si mantener a las víctimas en el abismo fuera su última carcajada de dama corrompida.

Notable dirección de Sergio G. Sánchez, mesurando los tiempos con eficacia y creando una atmósfera de tensión que resulta ser el verdadero pánico de todo el metraje. Maravillosa la banda sonora de Fernando Velázquez, adecuada en su cuerda, climática en su concepción moderada. Buenas interpretaciones juveniles aunque, en algunos casos, un tanto desencajadas. Edgar Allan Poe hace una visita por ese plató interior para tomarse un buen trago a la salud de Norman Bates y, atónitos, el juguete de terror funciona con sus dosis de sorpresa. No queda más que removerse inquietos en el asiento, esperando el susto que no se produce, pero que acecha en los más infectos agujeros del pensamiento. Quizá, en algún momento, la voz se ahogue y haya que recurrir a señales luminosas que expresen la angustia del momento. No se preocupen. Tal vez, en la desgracia, hallen algún motivo por el cual se sientan bien.